Vacunación y estado liberal
The Objective, 12 de diciembre de 2021
¿Por qué ha surgido tanta resistencia a la vacunación contra el covid-19? Resulta paradójico que la oposición a esta vacuna sea más fuerte en sociedades con democracias asentadas y ciudadanos políticamente adultos. Son los países que mejor controlan a sus representantes los que exhiben menores tasa de vacunación. En cambio, otras democracias más jóvenes, como la española, alcanzan tasas más altas.
La decisión individual de vacunarse sufre el típico problema de los bienes públicos: la utilidad individual es inferior a la colectiva. Esta última es positiva a juicio de las instituciones democráticas encargadas de valorar la cuestión, sobre todo porque, además de los beneficios y costes que entran en el cálculo individual, la vacunación, al reducir tanto la probabilidad de contraer la enfermedad como su duración, reduce los contagios a terceros así como las mutaciones genéticas del virus.
La lógica de las decisiones individuales, al considerar sólo los costes y beneficios individuales pero no buena parte de los colectivos (las “externalidades” de los economistas), podría llevarnos a una tasa de vacunación subóptima. Hipotéticamente, a todos nos interesaría que los demás se vacunaran pero sin vacunarnos nosotros mismos: en el límite, habríamos evitado la enfermedad sin incurrir coste alguno. Por el mismo motivo, el incentivo individual para vacunarse es mayor cuando la tasa de vacunación es baja, sobre todo tras disiparse las dudas iniciales sobre efectos adversos. En cambio, muchos indecisos se vuelven remolones al crecer la tasa de personas vacunadas. Es normal, por ello, que, como vemos estos días, sea ahora cuando se agudiza la discusión en los países más ricos.
Esta lógica de bien público debe justificar medidas coercitivas incluso a juicio de quienes somos partidarios de un estado liberal, poco intervencionista. Máxime cuando resulta inviable establecer mecanismos de responsabilización individual, como serían aquéllos del tipo “haga lo que desee; pero quien contagie o favorezca mutaciones, que pague su coste”. La razón es que suele ser imposible identificar a los causantes y, además, en todo caso, la mayoría seríamos insolventes.
Sin embargo, muchos liberales se oponen a toda medida coercitiva. Curiosamente, a menudo emplean como argumento instituciones que son propias del estado regulatorio y benefactor que afirman denostar. Por ejemplo, basan su reticencia hacia las vacunas contra el covid en que los reguladores de medicamentos las autorizaron por procedimientos de urgencia, sin evaluarlas con todo el rigor que suelen aplicar. Sorprende que concedan así tanta confianza a una regulación tan discutible y sujeta a unos incentivos perversos, que empujan a esos reguladores a ser demasiado precavidos. Es mucho más visible y para ellos resulta mucho más costoso que mueran pacientes por haber autorizado medicinas inseguras a que mueran por haber denegado o retrasado la autorización de medicinas seguras.
Se entiende así también que los prospectos de los medicamentos sean tan largos y estén tan llenos de cautelas defensivas e ininteligibles, tanto que, con buen criterio, muchos médicos aconsejan a sus pacientes no leerlos. Me temo que, en el caso del covid, muchas personas poco familiarizadas con esta literatura sí han estado leyendo —y malinterpretando— el equivalente a los prospectos de las vacunas.
De forma igual de llamativa, algunos liberales se irritan cuando la sanidad pública de Singapur (esa pequeña república con rasgos propios de las antiguas democracias liberales) anuncia que dejará de curar gratis a quienes enfermen de covid sin estar vacunados. Es extraño que rechacen esta medida, que, en principio, debería gustarnos a los liberales, ya que proporciona un mecanismo de responsabilización que, preservando la libertad individual, permite alinear mejor los intereses individuales y colectivos, pues penaliza a quien opta por correr un mayor riesgo de contagiarse, privando así a otros de recursos sanitarios inevitablemente escasos.
Pero no carguemos las tintas con los pocos liberales que quedan por estos lares. El caso merece una interpretación más profunda. En el fondo, es la extralimitación previa en la actuación del estado, al establecer un sistema de autorización de medicamentos tan sesgado y generalizar la provisión de servicios sanitarios aparentemente gratuitos, la que contribuye a incapacitarle para actuar allí donde sí cuenta con claras ventajas comparativas, como sucede con la vacunación y, en general, la salud pública. Lo malo de un estado que abarca demasiado no es sólo que aprieta poco donde sí debería hacerlo sino que, como vemos, confunde y neutraliza al pensamiento liberal que, en vez de rescatarlo de la demagogia imperante, se convierte en un falaz liberalismo de conveniencia.