Los nuevos desafíos nacionales
The Objective, 13 de marzo de 2022
En España, celebramos en su día la respuesta de la Unión Europea al covid. Además de que nos permitió saltarnos la obligación de reducir el déficit contenida en el Pacto de Estabilidad, había un buen motivo: tras Italia, España era el país más beneficiado por el reparto de los fondos del Plan de Recuperación conocido como Next Generation.
Optamos por olvidar que esos fondos no venían gratis: se financian con deuda y, en la parte correspondiente al peso de nuestro país, habremos de pagar impuestos adicionales para contribuir a devolverla. Olvidamos también que no sabemos en qué y cómo gastar el dinero, con lo cual es probable que muchos de los fondos se derrochen o no se gasten. Las empresas se quejan de que no les están llegando los fondos ya desembolsados por Bruselas; y el Gobierno dice no saber cuántos fondos se han distribuido. Dados los deficientes mecanismos de transparencia, decisión y control, es de temer que muchos de ellos sirvan para enriquecer a todo tipo de allegados a nuestros varios poderes.
La Unión Europea es probable que acabe dando a la crisis adicional que provoca la guerra de Ucrania una solución similar a la del covid, endeudándose de forma mancomunada para financiar un fondo de ayuda a los países y sectores más afectados. En ese caso, también nos tocará pagar. Esta vez, sin embargo, lejos de recibir trato de favor, saldremos perjudicados en el reparto, pues ni le compramos gas a Rusia ni somos sus vecinos. Quizá logremos otras concesiones, como la de manipular los precios de la electricidad, subvencionándolos y desacoplándolos de los del gas, de modo que la electricidad se venda por debajo de su actual coste de producción marginal. Es una concesión de dudoso valor porque el precio marginal sólo comunica cuáles son las consecuencias de nuestras decisiones previas, en especial las de depender de energías renovables no almacenables y el no haber asegurado su cobertura, por cerrar antes de tiempo las centrales de carbón. Es justo proteger a los más débiles; y es educativo hacerlo por cuenta del contribuyente, para que éste aprenda a castigar a los decisores. Lo insensato sería matar al mensajero o asaltar otra vez la seguridad jurídica de las inversiones.
En general, estos planes europeos de emergencia, ya sea a cuenta del covid o de Ucrania vienen a actuar como paliativos que dan cuerda al Gobierno y le permiten posponer los ajustes presupuestarios y las reformas estructurales que siguen siendo imprescindibles para hacer viables las pensiones y el estado de bienestar. En vez de empujarle a cambiar de rumbo, nos aseguran otros dos años de frivolidad subvencionada, y a crédito: pagan los contribuyentes futuros. De paso, garantizan que, cuando no haya otra opción que tomar medidas, éstas sean más dolorosas y el Gobierno que las adopte sufra un calvario de contestación social.
Pero no debemos caer en el pesimismo. Nuestra economía tiene un enorme potencial de crecimiento, siempre que dejemos a los agentes económicos actuar con mayor libertad y competencia. Lo demostró con el rápido despegue que experimenta tras las tímidas reformas de 2012. El interés nacional reside en reemprender cuanto antes las reformas estructurales que permitan a la actividad económica privada mejorar el empleo, la productividad y el bienestar. Debemos activar la capacidad redistributiva del estado en la medida en que democráticamente decidamos hacerlo; pero insistir en que el estado sea protagonista de la producción nos condena a la pobreza, para beneficio exclusivo de las minorías que operan a la sombra del poder.
En este contexto, los fondos europeos deberíamos dedicarlos a suavizar el coste social de las reformas, lo que resultaría más fácil y útil que la ingeniería de planificación social e industrial que pretende practicar el Gobierno. Incluidos los fondos del programa Next Generation, pues cada día resulta más obvio que quienes en su día los criticamos pecamos de optimismo. Pensábamos que se gastarían mal; pero no imaginábamos que el sector público ni siquiera lograse distribuirlos; y no está siendo capaz, pese a que ya se dedica a ello buena parte del sector de la consultoría y todo el tinglado que se especializa en monetizar agendas de antiguos cargos.
Adelantar los últimos 70.000 millones del Plan de Recuperación, como quiere pedir el Gobierno a la Unión Europea, no es solución si se siguen asignando de acuerdo con prioridades, ya no erróneas sino demostradamente desfasadas, o se emplean para distorsionar los mercados mediante créditos privilegiados y subvenciones insostenibles a medio plazo. Lo que debemos pedir a la Unión Europea es que nos permita reasignar recursos —al menos los que vamos a ser incapaces de gastar dentro del actual Plan— para satisfacer las nuevas prioridades que imponen la guerra y la crisis a ella asociada.
Estas nuevas prioridades incluyen la de corregir el rumbo de la estrategia energética. Mantener la apuesta por la energía renovable exige atender a sus limitaciones tecnológicas, derivadas de su variabilidad y de que el coste de almacenar electricidad es prohibitivo. Fue un error cerrar las centrales de carbón sin tener asegurada la cobertura; pero es imperativo reencender cuanto antes las pocas que quedan operativas. A medio plazo, si no se quieren construir nuevas centrales nucleares, es esencial alargar al menos la vida de las existentes. Asimismo, modificar la regulación que hoy hace imposible construir “pilas” hidráulicas, la única tecnología eficiente para almacenar electricidad a gran escala. Por último, debemos permitir la investigación y explotación de reservas de hidrocarburos mediante técnicas de fractura hidráulica o fracking. Estas últimas fueron prohibidas por la lujosa Ley 7/2021, de 20 de mayo, de cambio climático y transición energética, pero entonces el precio del gas era aún seis veces más bajo que ahora y pocos creían que pudiera resultar económico explotar nuestras reservas.
Por otro lado, es también urgente un plan de inversión en defensa: con un 1,02% del PIB, somos, salvo Luxemburgo, el país de la OCDE con menor gasto militar. Quien viaja sin billete se arriesga a que le echen del autobús. Es cierto que nosotros viajamos con billete; pero aún tenemos por decidir si queremos viajar de pie o sentados, y en qué fila. Cae por su peso que en la actual situación la industria de defensa debe jugar un papel protagonista.
Las nuevas circunstancias exigen cambiar de rumbo. No obstante, las nuevas prioridades colisionan con las actuales creencias e intereses de nuestros gobernantes, inmersos en un titánico esfuerzo de justificación para no caerse de su viejo caballo ideológico. Pero tampoco parece que los partidos de oposición, como tales partidos y no curiosamente desde algún ámbito regional, hayan hecho gran esfuerzo por identificar los desafíos nacionales de esta nueva era. Necesitamos que nos traten como adultos y nos digan qué políticas proponen, en vez de prometernos un mundo feliz que no podemos permitirnos. En última instancia, deben decidir si aspiran a representar los intereses de los ciudadanos productivos o de los rentistas. Si no lo hacen, se encontrarán, y eso con suerte, en la tesitura de finales de 2011, con un nuevo gobierno forzado por la realidad a improvisar ajustes y reformas en un clima de grave contestación social.