Cómo no derrochar la ayuda europea
Voz Populi, 13 de septiembre de 2020
Nuestros 18 gobiernos tienen un problema con el maná europeo: deben duplicar las inversiones y no saben cómo gastar tanto dinero en tan poco tiempo. Es comprensible: si tenemos un déficit público descomunal es porque ya hemos gastado en todo y para todo, en lo necesario y en lo que no lo era. Es insensato pretender que gastemos más, pues ni sabemos en qué.
El Gobierno del Principado de Asturias ha lanzado incluso una consulta de ideas para que empresas y ciudadanos le indiquen cómo gastar los fondos que espera recibir. No está solo. Al Gobierno de la nación se le ha ocurrido dedicarlo a iniciativas tan poco novedosas como “recolocar” parados, favorecer la “transición ecológica”, rehabilitar zonas urbanas deprimidas, digitalizar la Administración, y acelerar ciertas infraestructuras, entre las que no puede faltar el Corredor Mediterráneo.
Dada nuestra notoria incompetencia para acometer políticas de empleo o digitalizar la Administración, no parecen estos campos los más propicios para una actuación improvisada. Si cuando tuvimos todo el tiempo del mundo solo sirvieron para generar derroche y corrupción, ¿qué podemos esperar ahora?
En políticas de empleo, ¿volveremos a tolerar que los agentes mal llamados sociales cobren por organizar cursillos inexistentes? Conste que quizá sería aún peor que tales cursillos se impartieran, pues no está claro que su valor bruto sea positivo. Por desgracia, es probable que sea ahí donde acaben esos dineros, ya que Podemos parece haber bloqueado la idea inicial —meritoria aunque compleja—, que era la de financiar la transición a un modelo de indemnización por despido basado en la “mochila austriaca” (la posible indemnización se acumula en una cuenta con portabilidad, de modo que el trabajador veterano ya no se resistiría a cambiar de empleo).
Respecto a la ecología, también sería prudente constatar cuán pobres nos ha hecho el COVID-19. El medio ambiente es en buena medida un lujo. En esto, como en todo, durante las dos últimas décadas hemos venido comportándonos como nuevos ricos, cuando sólo éramos ricos a crédito: de verdad, ¿es sensato que contaminemos mucho menos que Alemania, Italia o Reino Unido? El COVID nos ha hecho más pobres y aún más dependientes del crédito. Si fuéramos prudentes, deberíamos repensar el problema energético sobre bases distintas de las que usábamos antes de la pandemia. Sin embargo, el Gobierno pretende dedicar a inversiones ecológicas hasta un tercio de la ayuda europea. Nuestros parados ya no irán a cobrar el paro en AVE sino en coche eléctrico.
En cuanto a la construcción de nuevas infraestructuras, mejor nos iría si abandonáramos de una vez el mantra del déficit (¿hay región que no lo recite?) y empezáramos a evaluar su costes y beneficios sin hacer las cuentas de la lechera. Sospecho que hoy la prioridad reside más en fortalecer las infraestructuras existentes y racionalizar su uso. Este verano, habrá podido usted comprobar el calamitoso estado de algunas autovías. No es el único caso en que empieza a ser obvia la necesidad de invertir más en mantenimiento, una tarea efectiva pero menos vistosa, pues no se presta a inauguraciones propagandísticas. Por otro lado, es imperativo corregir la miopía que nos está llevando a suprimir peajes, pues en proporción somos de los países europeos con menos kilómetros de peaje en vías de alta capacidad. De hecho, el mejor destino que podríamos dar a los fondos europeos en cuanto a infraestructuras sería introducir un sistema de peajes en autovías similar al que la Unión Europea obligó a instalar en las de Portugal, dotándolo además de precios variables con la demanda. No sólo aseguraríamos fondos para el mantenimiento, sino un uso eficiente de los recursos.
Pero no se preocupe por la poca imaginación de nuestros gobiernos. Se compensa de sobra con las propuestas de gasto que realiza todo tipo de “buscadores de rentas”, desde quienes empeñan en ello sus penachos científicos a los virtuosos del entrepreneurship subvencionado. Algo sacarán; aunque los principales rentistas potenciales son los partidos que integran el propio Ejecutivo, quienes seleccionarán estos nuevos “planes E” con vistas a maximizar sus votos en las próximas elecciones y sujetos a una sola restricción: la de retener el poder comprando como sea el apoyo de sus socios. Estén atentos a qué infraestructuras potencian, qué regiones favorecen, qué barrios rehabilitan y qué “opciones de movilidad” privilegian.
El Gobierno dice buscar proyectos “tractores” pero no hay obligación de creerle. No solo su interés es discutible, sino que carece de competencia alguna para encontrarlos. Dudo que ningún burócrata haya sabido nunca identificar dónde reside la ventaja comparativa de la actividad económica. Cuando pretende hacerlo sólo demuestra ignorar las ventajas que sí son propias del sector público. En la Galicia de hace cuatro décadas y desde un despacho, una universidad pública o una consultora privada sin skin in the game, ¿hubiera apostado alguien por el sector textil? Sin embargo, sí había la posibilidad de crear grandes ventajas comparativas, como demostró el crecimiento de Zara. Lo mismo cabe pensar del azulejo levantino o de que haya habido verdadera innovación tecnológica en Almería, quizá el lugar más alejado de la piñata de subvenciones del “I+D+i”. Pero da igual. Nuestras mentes privilegiadas quieren hacernos creer que esta vez sí saben en qué y dónde invertir el dinero ajeno. Desprecian al empresario que se juega su propio dinero pero les encanta gastar el dinero de los demás en subvencionar “emprendedores” y artistas varios, siempre que sean de su cuerda y de su vecindario.
Baste observar que muchos de los proyectos que han puesto en circulación suman ya reiterados fracasos, junto con incidentes de corrupción y amiguismo. Es éste el caso, como les decía, de la digitalización de la Justicia o de las políticas de empleo, por no hablar de la concesión de licencias para energías renovables. Esta larga lista de fracasos debería alertarnos de que las dificultades de esos proyectos son excesivas y que no van, por tanto, en el camino correcto. ¿Por qué entonces nuestros gobernantes y sus augures insisten en relanzar proyectos fracasados? Aparte de votos, ¿qué otros fines persiguen?
Los motivos solo son variados en apariencia. Lo de “digitalizar” quizá pueda sonar aún a moderno, lo mismo que la cantinela de la investigación científica; la ecología, concita adhesiones inquebrantables entre los más creyentes; y las políticas de empleo son un eficaz señuelo de esperanza. Se compran así votos con la promesa mágica de lograr riqueza, sabiduría, salud y colocaciones, y todo ello sin ningún esfuerzo. Esta magia de la felicidad sin sacrificio convierte estos gastos en indiscutibles: tan grande es el deseo de creer en ellos que su discusión deviene en sacrilegio. Ni siquiera nos permitimos cuestionar el qué, cómo, cuánto y dónde sino que todo aumento de gasto viste pátina de santidad.
Otro factor esencial de que un proyecto, incluso aunque esté condenado al fracaso, resulte atractivo para este tipo de decisor y de los lobbies a los que se asocia es el que favorezca formas más o menos sutiles de corrupción. Sucede así con todo proyecto que, por sus características, ofrezca buenas posibilidades de desviar recursos. Es el caso de la intangibilidad del software o la evaluación de los “modificados” en la construcción de infraestructuras, proyectos ambos en que es muy difícil verificar de manera fehaciente precios y condiciones.
Por todo ello, el panorama de la ayuda europea es desalentador. Somos una familia en quiebra y nuestros parientes ricos nos han echado una mano. Quizá sería mejor que no lo hubieran hecho, porque corremos el riesgo de gastarlo en “cambiar los muebles”, y solo tras haber derrochado una gran parte en compra de voluntades, peleas y corruptelas. Si es así, contribuirá, para bien o para mal, a aplacar la crítica al Gobierno y reforzar su poder, máxime si en el reparto implica a la oposición y a las fuerzas vivas. Si consigue gastarlo rápido, también anestesiará otros pocos meses a la ciudadanía. Sin embargo, ni la censura, ni el falso consenso ni la analgesia resuelven nada, de modo que la crisis —social, política, económica e institucional— seguirá agravándose.
Está en nuestra mano el evitarlo; pero a ninguno de nuestros gobiernos ni a la pléyade de buscadores de rentas se le ocurre una solución descentralizada y mucho más simple y democrática (y que sí se proponen aplicar Francia e Italia): dedicar los fondos a reducir impuestos (sobre todo al empleo, dada su penosa situación). No sería difícil convencer a los socios europeos más frugales, que a estas alturas desconfían menos de los ciudadanos españoles que de sus gobiernos. Además, tampoco requiere nuevas burocracias ni disipar recursos en competir por los fondos, ni en las corruptelas a que dan lugar.
El maná europeo es de todos. No toleren que se lo lleven los magos habituales a cambio de obsequiarnos con otra sesión de falsas esperanzas.