La energía como propaganda
The Objective, 16 de julio de 2023
El pasado lunes, la ministra Ribera llegó en bicicleta a la reunión de ministros europeos celebrada en Valladolid. La seguía un coche oficial desde el que su personal de apoyo se saltaba las reglas de tráfico para grabarla. Esta plusmarca de postureo, que por unos minutos la convirtió en un hazmerreír planetario, es una minucia comparada con la del borrador con que el Gobierno pretende actualizar el Plan nacional integrado de energía y clima (PNIEC), el cual acaba de someter a consulta pública.
Dicho borrador tiene visos de programa electoral: sus objetivos son tan ambiciosos como dudosos son sus medios. Para el año 2030, pretende consumir un 21 % menos de energía, reducir un 32 % respecto a 1990 las emisiones de gases de efecto invernadero, electrificar la economía nueve puntos porcentuales más que en 2019, llevar la cobertura de las energías renovables hasta el 48 % en cuanto al uso final de la energía y al 81 % de la generación eléctrica, alcanzar 19 GW de autoconsumo y 22 GW de almacenamiento, y reducir la dependencia energética exterior al 51 %, desde el 73% que teníamos en 2019. Respecto a los objetivos fijados hace tres años, el borrador aumenta un 34 % la potencia instalada, adelanta cinco años el objetivo de reducción de emisiones y mantiene el calendario para apagar las nucleares. Con tales diferencias, es lógico preguntarse si el planificador se equivocó en 2020, ahora o en ambas ocasiones.
En todo caso, si ya era improbable que alcanzáramos los objetivos del plan antiguo, su revisión lo hace poco menos que imposible. Habrá muy poco almacenamiento a medio plazo, por lo que, a juicio del propio operador del sistema y con base en las evaluaciones europeas, sin nucleares peligraría el suministro. El panorama empeora aún más si insistimos en regatear en el mantenimiento de las centrales de gas. El PNIEC confía en mantenerlas operativas hasta 2030 pero esas mismas evaluaciones europeas estiman que en los próximos años podrían reducir su capacidad en 10 GW, un 37,6 % de la potencia instalada. Ya en 2025 podríamos sufrir 6,7 horas/año sin suministro eléctrico.
Por lo demás, de alcanzar tales objetivos, nos situaríamos en varios de ellos a la cabeza de la Unión Europea. Incluso podríamos ser líderes mundiales. ¿Acaso padecemos el síndrome del nuevo rico a crédito? Que un país medianamente pobre y que apenas crece, como España, aspire a ese liderazgo es un síntoma más de la variante posmoderna del quijotismo, la propia de una ciudadanía que prefiere ignorar los costes de sus políticas públicas.
Perseguir esos objetivos será pues muy costoso, pero no entraré hoy a discutir si se compensan o no con supuestos beneficios. Me conformo con señalar otra contradicción flagrante en que incurre el Gobierno. Por un lado, a finales de junio, casi al inicio de la campaña electoral, publica este ambicioso Plan de energía, que requeriría gigantescas inversiones privadas: un total de 294.000 millones de euros, cuyo 85 % serían inversiones privadas. Incluso dejando a un lado cómo financiaríamos con deuda ese 15 % “público”, tan sólo el 85 % privado equivale grosso modo a todos los activos de Iberdrola, Naturgy, EDP, Endesa, Repsol y Red Eléctrica.
Lo más sorprendente es que esas inversiones habrían de ser financiadas por los mismos inversores que llevan meses preocupados por los ataques del actual Gobierno contra las empresas en que participan. Fueron de dominio público los insultos ad hominem a empresarios prominentes, así como los impuestos ad nutum a las grandes empresas de banca y energía, basados en que “estaban a tiro” y “se lo merecían”.
Es menos conocido, por ser materia técnica, pero tiene incluso más enjundia el intento gubernamental de alterar permanentemente las regulaciones europeas para, en el fondo, controlar todo el sector eléctrico español.
Nuestro actual Gobierno ha demostrado ser experto en utilizar todo tipo de crisis, desde la epidemia a la guerra, como excusa para ampliar su poder y saltarse todos los contrapesos legislativos y judiciales del estado de derecho. Por eso, no sorprende que haya liderado en los últimos meses un esfuerzo a escala europea para convertir en permanente la solución transitoria a la crisis de Ucrania, reduciendo el papel del mercado eléctrico a su mínima expresión. De tener éxito, hubiera convertido al Estado en comprador centralizado mediante contratos forzosos a precio fijo (precios “regulados… basados en costes”) de la mayor parte de la electricidad “inframarginal” (la de menor coste). Hubiera consagrado así la fijación administrativa de los precios y la socialización de los riesgos, estrechando hasta la insignificancia la contratación libre.
Al minimizar el mercado, ampliaría el papel de la planificación: esto es, el papel de la política y, con ella, el poder de los políticos nacionales, que tendrían mucha más libertad para decidir sin supervisión europea ni sujeción alguna a su actual mandato de neutralidad tecnológica. Podría por ejemplo el Gobierno —como siempre ha sido su deseo— discriminar entre las distintas tecnologías en cuanto a la remuneración que deben recibir por estar disponibles para paliar los déficits periódicos que provocan las tecnologías intermitentes, como la eólica y la solar.
La contradicción es flagrante. Con su fantasioso Plan de energía, el actual Gobierno convoca a los inversores privados a acometer nuevas inversiones gigantescas. Con su propuesta de control del mercado eléctrico pretendía situarse en condiciones de expropiar tanto sus antiguas como sus nuevas inversiones. Por mucho que el Gobierno en funciones aún intente ser protagonista presentando otro borrador de reforma, lo lógico para los intereses nacionales es que sea el futuro Gobierno el que resuelva esa contradicción, empezando por redefinir ante nuestros socios europeos cuál es la posición española en esta materia.
Por todo ello, si fuera ecologista, prestaría poca atención a las promesas del PNIEC. Aunque en su programa electoral el PSOE se comprometa a “revisar periódicamente” y “siempre al alza”, sus objetivos, ya brillan por su ausencia las referencias a la reforma del mercado eléctrico. Sí aparecen éstas en el programa de Sumar, de cuyo despiste da idea el que prometan crear una empresa pública para gestionar las centrales hidroeléctricas. Al contrario que los socialdemócratas de todos los partidos, mucho comunista aún no se ha enterado de que, en vez de dirigir empresas nacionalizadas, es más rentable para el político extraer las rentas de las empresas privadas vía despachos de influencias, puertas giratorias y negocios laterales, como el boyante tráfico de declaraciones de impacto ambiental. Sobre todo si se controla el mercado, como ha intentado controlar el PSOE.