La agonía del negacionismo ecológico

The Objective, 9 de febrero de 2025

Europa ha vivido las últimas décadas gobernada por un consenso ecológico unánime entre los líderes políticos e intelectuales pero frágil entre el resto de los ciudadanos. Empezó a entrar en crisis con la invasión de Ucrania y ahora está siendo tan cuestionado que muchos interpretan los regates retóricos de la nueva “Brújula” europea como un primer paso hacia un giro mucho más radical.

Durante años, el consenso se ha consolidado mediante la negación de sus costes, lo que ha impedido una discusión racional de los pros y contras de las distintas opciones. También nos ha llevado a establecer objetivos maximalistas y contrarios a nuestras ventajas comparativas, como la prohibición de vender coches nuevos con motores de combustión interna, que debería entrar en vigor en 2035.

La ocultación de los costes ha conducido a políticas erróneas y descoordinadas. Desde provocar cierres prematuros, como los de las centrales nucleares en Alemania y España, a desalentar inversiones en redes y almacenamiento que hubieran reducido los costes de la transición energética.

La tergiversación se ha centrado en destacar que las energías renovables tienen costes bajos en promedio; pero escamoteando que, dada su intermitencia, también padecen costes muy variables. Tanto es así que su coste marginal llega a ser infinito en ciertos momentos: prueben a generar energía solar de noche, o energía eólica sin viento.

Para compensar esta intermitencia, se necesitan soluciones complementarias, como el respaldo de otras fuentes de generación menos volátiles y el almacenamiento, ya sea en baterías u, hoy por hoy, en embalses reversibles. Pero, en vez de reconocer esas limitaciones y afrontarlas, los responsables han recurrido a todo tipo de argumentos para negar los costes que esas limitaciones ocasionan. O bien han reconocido la realidad de los costes, pero sólo de boquilla, sin darles el papel protagonista que merecen ni extraer las consecuencias lógicas que de esos costes se derivan para el desarrollo de las políticas regulatorias.

De este modo, minimizaban la necesidad de respaldo tecnológico convencional con térmicas y nucleares a la vez que exageraban la futura contribución de tecnologías nuevas de respaldo y almacenamiento que no acaban de ser económicamente viables, como el hidrógeno y las baterías. En paralelo, como última línea de defensa, escondían los costes de las centrales de respaldo convencionales y ya disponibles, incluso cuando su uso incurre en costes elevados, no sólo económicos sino también estratégicos e incluso ecológicos. Este es el caso de la dependencia de combustibles fósiles, como el gas natural que consumen los ciclos combinados o el carbón importado que quemaba esta misma semana la central de Aboño.

De modo similar, cuando, tras la invasión de Ucrania, la consiguiente subida de precios amenazaba con despertar bruscamente a los votantes, nuestros gobernantes se desvivieron para limitar el dolor que ello pudiera producirnos, tratando de evitar que reaccionáramos en consecuencia. Para lograrlo, escondieron una vez más el coste real mediante subsidios y rebajas fiscales, pero sin decirnos que éramos nosotros mismos quienes pagábamos esos falsos remedios con otros impuestos y recargos.

Con esta dosis masiva de tranquilizantes fiscales, mantuvieron con vida el consenso, pero éste se seguido debilitando con la crisis de la industria alemana, en especial tras la segunda victoria de Donald Trump. Su apuesta por el pragmatismo ambiental deja a los líderes europeos solos en la escena internacional, y muchos ciudadanos empiezan a preguntarse cuál es la verdadera causa de semejante soledad.

Es revelador el giro que acaba de dar la Comisión Europea con su reciente Competitiveness Compass. Es un giro tímido y ambiguo, que ni menciona el papel de las tecnologías que respaldan a las renovables (las centrales térmicas y nucleares); pero sus nuevas prioridades son claras, e incluso se concretan ya en un seguro aplazamiento y una probable eliminación de los objetivos sobre vehículos eléctricos.

Se trata de una maniobra difícil, pues siempre es más fácil meter que sacar el camión del garaje. Sobre todo, un camión tan enorme y que aún conducen quienes lo han llenado de rentas y falacias. Los rentistas se resistirán a perder privilegios y los predicadores habrán de esforzarse para descreer sus falacias.

Por lo demás, España es un exponente exagerado de este negacionismo de costes. Al contar con más ventajas naturales para generar energía renovable, necesitamos más inversiones complementarias en redes, respaldo y almacenamiento. Por desgracia, en vez de confrontar los tradeoffs y facilitar esas inversiones, nuestros gobernantes también prefieren desplegar comodines argumentales para, a la hora de la verdad, comportarse como si esas inversiones no fueran necesarias.

Por eso, pese a los ambiciosos objetivos que contempla el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) en cuanto a redes, respaldo y almacenamiento, su plasmación apuesta de hecho por diversificar la capacidad renovable: Lo hace tanto entre tecnología solar y eólica como entre ubicaciones, con la esperanza de mitigar así el riesgo de que la demanda exceda la oferta y se produzcan apagones.

Se trata de una apuesta costosa y tan arriesgada que ya empieza a demostrarse temeraria. Costosa, porque no elimina ese riesgo para ciertos momentos, y es un riesgo tan grave que no debemos asumirlo, por lo que necesitamos un respaldo fiable. Además, exige una inversión en nuevas redes y en generación que tropieza con una creciente burocracia y litigiosidad. Sobre todo, confronta una rentabilidad dudosa. Por un lado, se ha de invertir en ubicaciones menos eficientes. Por otro, en ausencia de almacenamiento adicional —que está previsto en teoría pero que no se ha hecho viable en la práctica—, al aumentar la capacidad y la diversificación, es de esperar que proliferen los períodos con exceso de capacidad, durante los cuales el precio mayorista de la electricidad es cero o negativo, lo que reduce la rentabilidad de las inversiones.

Ante esa eventualidad, los gobernantes suelen recurrir al comodín de la contratación de electricidad a precio fijo, que debería asegurar al inversor una rentabilidad estable. Pero son esos mismos gobernantes quienes desaniman los contratos a precio fijo cuando, ante cualquier crisis grave, promulgan medidas excepcionales que limitan la subida de precios, por lo que muchos consumidores optan por contratar a precio variable. Al hacerlo, buscan beneficiarse de precios bajos a sabiendas de que, si suben los precios, el Gobierno acudirá a rescatarlos, como hizo tras la invasión de Ucrania.

Ante ese panorama tan incierto, no es de extrañar que la inversión en eólica se haya ralentizado y vaya por detrás de lo previsto. Si nuestra resistencia a sostener una discusión racional y tomar decisiones basadas en costes y beneficios ha sido mayor que en el resto de la Unión Europea, es de temer que persistamos más tiempo en el error y tardemos más en cambiar de rumbo, como pone de relieve la obstinación en cerrar las nucleares. Y quizá con independencia de quien gobierne, a la vista, por ejemplo, del nacionalismo energético que acaba de exhibir la Xunta de Galicia.