Independencia y dignidad judicial
The Objective, 29 de mayo de 2022
Si bien la gran mayoría de los jueces españoles son independientes y, salvo contadas excepciones, no muestran signos de corrupción, sus niveles más altos están excesivamente ligados al poder político. Coinciden en esta censura muchos profesionales del derecho y el Grupo contra la Corrupción del Consejo de Europa. Señalan al respecto cierta dependencia política del Tribunal Constitucional y, sobre todo, del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano que supervisa y decide ascensos y nombramientos en la carrera judicial. Critican, asimismo, que los parlamentos regionales determinen nombramientos en los tribunales superiores de ámbito autonómico, justo aquellos que eventualmente habrían de enjuiciar a esos políticos; así como un régimen demasiado flexible de “puertas giratorias” entre puestos políticos y jurisdiccionales.
La esperada renovación del CGPJ tiene una importancia capital. Un nuevo pacto colusorio entre partidos para repartirse las vocalías nos condenaría a que nuestro edificio institucional siguiera tambaleándose, por la fragilidad de uno de sus pilares: la separación de los tres poderes del estado y, en especial, la independencia del poder judicial, que es requisito indispensable para el buen funcionamiento de la democracia.
Sin embargo, aunque sería un paso en la dirección correcta, no basta con que, como exige la Constitución, sean los jueces quienes elijan directamente a los vocales del CGPJ, pues la politización de buena parte de la judicatura seguiría generando un grado indeseable de dependencia política. Son necesarias reformas más profundas.
La primera es elegir a los vocales del CGPJ por sorteo entre jueces con experiencia. Como argumenta Jesús Fernández Villaverde, este método de insaculación aseguraría la presencia de un buen número de jueces no ligados a las asociaciones judiciales afines a los partidos políticos. Dado el elevado número de vocales (20 más el presidente), la composición del Consejo sería también representativa de las corrientes corporativas y de las distintas ideologías presentes en la sociedad.
Asimismo, convendría estrechar el abanico retributivo que existe entre los jueces (a los que pagamos relativamente poco) y los miembros del CGPJ, el TC y el TS (a los que pagamos relativamente mucho, como ponen de relieve los datos de la Comisión para la Eficacia de la Justicia del Consejo de Europa). La brecha genera efectos nocivos a ambos niveles, pues incentiva a complacer a quien decide ascensos, continuidades y nombramientos; y a que los aspirantes manipulen los elementos objetivos del sistema de evaluación.
Sucede también algo similar con las actuales “puertas giratorias”, por lo que una medida obvia consistiría en cerrarlas. El juez que accede a la política no puede volver a la judicatura, pues conviene evitar que acabe haciendo política en vez de justicia.
Por último, procede reducir de forma drástica los aforamientos. No sólo sería saludable para la política, sino que minoraría el interés de los políticos en controlar a los tribunales superiores, pues pasarían a ser juzgados por jueces ordinarios. Cierto que entonces sufrirían la mayor variabilidad y ocasional arbitrariedad política e ideológica que exhiben algunas actuaciones judiciales; pero quizá así se interesarían en reducir esa variabilidad y acercarla a un nivel más razonable.
Todas estas medidas son necesarias y difíciles; pero, por desgracia, son insuficientes. Observen que la utilización política de la judicatura sólo ha sido posible porque buen número de jueces se ha prestado a ella. Lejos del corporativismo que a veces se les achaca, lo que sufrimos es su desprofesionalización, un fenómeno común a todo el sector público cualificado.
Ha contribuido a esta desprofesionalización el deterioro de muchos atributos de la Justicia en las últimas décadas. El factor primordial es la masificación, fruto de unas tasas judiciales insignificantes y de la subvención formativa y el escaso control de calidad en el acceso a la abogacía. Nuestros jueces dedican la mayor parte de su tiempo a despachar trámites burocráticos y asuntos de escasa trascendencia, cuando no relativos a litigios frívolos y oportunistas. Mientras tanto, los casos socialmente importantes huyen de la Justicia.
Muchos otros hechos apuntan en el mismo sentido, desde la ubicación de los juzgados en edificios indignos, a la escasez y autonomía del personal auxiliar, o la supresión del desacato, con la consiguiente proliferación de conductas impropias. Por no hablar de algunas leyes e indultos del actual Gobierno.
La solución de fondo pasaría por prestigiar la carrera judicial, disponiendo de menos y mejores jueces pero mejor pagados. Obviamente, eso requiere que la sociedad evolucione a otra cultura judicial, que aprenda a valorar los dos servicios que proporciona la Justicia. Hoy en día, se piensa en la Justicia como un servicio que proporciona utilidad de forma directa a quienes acuden a ella. La tratamos así como un bien que consumimos individualmente. Sin embargo, su función esencial es más similar a la de una vacuna: su valor social depende sobre todo de que beneficie a terceros ajenos al litigio. Hasta el Círculo de Empresarios promueve la mera productividad judicial en un sentido cuantitativo (tiempo y número de sentencias), sin apreciar que para el bien común es mucho más útil que las sentencias sean pocas y buenas que muchas y mediocres. Una sentencia de buena calidad evita litigios futuros; una sentencia mala los anima: ambas producen externalidades, pero de signo opuesto, positivo y negativo.
Desde esta perspectiva, la paradoja de que la independencia de la Justicia española sea menor en sus niveles más altos sirve las miopes preferencias de los españoles. Por un lado, es independiente para los litigios entre particulares porque esa independencia es necesaria para proveer el tipo de justicia-consumo que demanda la sociedad. Por otro lado, es dependiente en sus escalones más altos porque, simplemente, no valoramos la separación de poderes.
Observen que la sociedad española mantiene una visión simplista tanto de la política y la legislación como de lo público, en la que el estado (que hasta la RAE manda escribir con mayúscula) es el responsable primordial del bienestar del individuo; las leyes se conciben como plasmación automática de la realidad deseada; y el político como el encargado de que ese aparato estatal, con sus leyes, configure dicha realidad. En esta visión primitiva, común incluso entre nuestros mejores intelectuales y académicos, tanto de izquierdas como de derechas, la separación de poderes no representa papel alguno. El político es fuente directa de bienestar, un cruce entre Papá Noel y Robin Hood, no un gestor de los asuntos públicos, y aún menos un catalizador de las actividades productivas de los ciudadanos.
En esa visión idealista, el conflicto entre los órganos y poderes del estado se concibe como un fallo, una pelea distributiva y un impedimento que impide la actuación del gobernante, no como una manifestación de que los órganos contendientes estén controlando mutuamente sus actuaciones. Podemos comprobarlo en la buena prensa que tiene entre nosotros el consenso, pese a que suele consistir en una colusión de intereses privados a costa del interés público. Por el contrario, el conflicto se percibe como un mal en sí mismo. Por eso se da la paradoja de que se haya percibido negativamente la no renovación colusoria del CGPJ, cuando, en realidad, esta ha sido una de las pocas manifestaciones esperanzadoras que ha dado nuestra democracia en los últimos años. Y los ejemplos abundan en toda nuestra política, desde la aversión a la competencia entre comunidades autónomas, y entre éstas y la Administración central, a la tendencia de los partidos a elegir a sus líderes sin debate alguno, por temor a exhibir sus discrepancias.
Pero no seamos pesimistas. No debemos rasgarnos las vestiduras por tener dificultades para salvaguardar la independencia del CGPJ. Fíjense en la crisis que atraviesa el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, un país cuyo legislador constitucional, al contrario que el nuestro, sí tenía muy clara la prioridad de la separación de poderes. Sólo necesitamos dar pasos modestos en la dirección correcta. Lo que urge es frenar el deterioro que arrastramos desde que, allá por 1985, unos desaprensivos pactaran la muerte de Montesquieu. Observe Usted aquí, de nuevo, en ese pacto histórico de 1985, a nuestro peor amigo: el consenso colusorio.