El precio de Ucrania
The Objective, 27 de febrero de 2022
Produce desazón contemplar el espectáculo de los políticos occidentales. Se exhiben compungidos por la suerte de Ucrania mientras se niegan a ayudarle y a castigar a su agresor. Pero no les culpen, porque son bien representativos de nuestra miopía. Su hipocresía es fiel reflejo de la opinión dominante en este Occidente aún rico y poderoso, pero cuyo olvido de la historia es tan evidente como su declive moral.
La invasión y control de Ucrania era previsible desde el momento en que Estados Unidos dejó claro que el castigo sería meramente económico. Lo que se le estaba diciendo a Putin es que Ucrania estaba en venta. Putin decidió comprarla, a sabiendas de que el precio era bajo y de que además, ya nos encargaríamos los europeos de hacerle todo tipo de descuentos.
El precio es bajo, porque las sanciones son costosas, sobre todo, para Alemania, que ha huido del riesgo nuclear para esclavizarse al gas ruso. Por eso nos negamos a excluir a Rusia del sistema SWIFT de comunicaciones bancarias, una exclusión que sí podría dañar seriamente su economía. Pero las sanciones también son costosas para los demás europeos occidentales, tenazmente incapaces de sacrificar nuestros lujos cotidianos; incluso quienes sólo los gozamos gracias al crédito de los vecinos.
Por si fuera poco, las sanciones tienen un impacto decreciente, pues China, que ni siquiera considera lo de Ucrania como invasión, colabora activamente con Rusia. Para mayor escarnio, al reforzar a China, esa colaboración debilita aún más a Occidente y encierra un grave peligro de que, más pronto que tarde, Taiwán sufra un destino similar.
Así es que nuestra valentía se reduce a iluminar edificios con los colores de la bandera ucraniana e imponer sanciones “proporcionadas” y “calibradas”; o sea, simbólicas, como la de expulsar a Rusia de Eurovisión. La prioridad real es que sean aparentes, para que nuestros figurantes habituales puedan presumir de hacer algo; pero que nos duelan poco, aunque sean ineficaces. De hecho, ni siquiera pueden ser dolorosas para Rusia, no vayamos a enfadar a su líder.
Una muestra de nuestra debilidad, bien adornada de frivolidad y estulticia, la dio Josep Borrell (el “Alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad”; o sea, nuestro figurante mayor) con un tuit en el que, justo antes de la invasión, amenazaba a los oligarcas rusos con que ya no podrían irse de compras a Milán o de juerga a Paris. El Sr. Borrell, que retiró el tuit enseguida, ya nos tiene acostumbrados. Lo grave es que seguía los pasos de su correligionaria, la ministra de Defensa de Alemania, Christine Lambrecht, que ya en diciembre declaró a Bild que “los responsables de la agresión afrontarían consecuencias personales, como no poder ir de compras a los Campos Elíseos”. Si Putin albergaba alguna duda sobre qué tipo de enemigo confrontaba y qué precio tendría que pagar, seguro que terminó de resolverla en ese momento.
El precio de las sanciones era bajo pero, además, contenía la promesa de sucesivos descuentos. El motivo es que semejante amenaza carece de mecanismos que nos comprometan a adoptar sanciones efectivas. Putin pudo así confiar en que le rebajaríamos el precio, que es justo lo que hemos hecho en los últimos días. A la hora de la verdad, una mente tan ingenuamente racional no sólo es previsible sino que tiende a volverse atrás. Carente de un compromiso emocional fuerte, como sería el que se hubiera derramado la sangre de los suyos, y ante lo irremediable de unos hechos ya consumados, prefiere minimizar nuevos daños. Esta torpeza vuelve a manifestarse con el gradualismo de las sanciones, que insisten en presentarnos como una fórmula sofisticada cuando sólo sirve para indicar a Putin cuál es el precio máximo de su siguiente agresión, reduciendo así su riesgo; para que, a la hora de la verdad, le otorguemos otro descuento.
El pasado viernes, el primer ministro de Letonia comprendía que no estuviéramos dispuestos a derramar sangre, pero se quejaba de que ni siquiera aceptásemos pagar el coste de unas sanciones económicas de verdad, las que habíamos prometido. No le faltaba razón, aunque sólo sea porque acabaremos pagando un precio muy superior. Es así porque, desde ahora mismo y por tiempo indefinido, habremos de defender a los vecinos de Ucrania, ya en peligro de invasión; y todo ello para que, tarde o temprano, también acabemos pagando en sangre. Como en el Múnich de 1938, entre el deshonor y la guerra elegimos el deshonor, y eso hace más probable que acabemos en guerra.
Incluidos los españoles porque, si bien Ucrania nos queda lejos, estamos muy cerca del Magreb; y si no compramos gas a Rusia, sí lo compramos a su aliado argelino. Como llevamos dos siglos peleándonos más entre nosotros que con extranjeros, rehusamos gastar en defensa; y nuestros políticos nos obedecen servilmente. En 2021, salvo Luxemburgo, fuimos el país de la OTAN con menos gasto militar: un mísero 1,02% del PIB frente al 2,69% que gastaron los demás países; y muy lejos del 4,28% y 6,66% que en 2020 dedicaron, respectivamente, Marruecos y Argelia. Del 2,3% de las dos últimas décadas del siglo XX hemos pasado a un promedio del 1,35% en lo que llevamos del XXI. Es tal nuestra miopía estratégica que la defensa opera ya a niveles casi homeopáticos.
Urge repensar nuestras prioridades. La cobardía de quienes cedieron ante Hitler tenía su razón de ser en el horror de la Primera Guerra Mundial. La de los países más occidentales de la Unión Europea no tiene excusa. Es fruto del adanismo en que nos hemos instalado, que nos lleva a creer que la libertad es gratis; a henchirnos, hasta ayer, de falsa superioridad moral para tratar con condescendencia a nuestros socios orientales; y a desterrar, en suma, toda consideración estratégica al tomar decisiones sociales.
Por ejemplo, los ecologistas occidentales, ¿son hoy conscientes de que sirven a Putin? ¿Se sienten acaso responsables de lo que hoy sufren los ucranianos? Deberían, porque nos han impuesto una estrategia energética suicida: gracias a nuestra dependencia del gas ruso, somos los europeos occidentales los que hoy pagamos la invasión de Ucrania.
Han quedado a la vista las consecuencias de su miopía y de su egoísmo, un egoísmo propio de niñatos para los que el agua caliente siempre salió del grifo. Y un adanismo no menor, por cierto, que el que profesan en este asunto nuestros nacionalistas de todas las banderas, desde los que estos días titubean ante la agresión de Putin a aquellos que hace apenas un lustro se ofrecían a Rusia como cabeza de puente.