El futuro de la izquierda
The Objective, 24 de noviembre de 2024
Tanto en Europa como en los Estados Unidos, la socialdemocracia confronta el desafío de reconstruir su proyecto político tras sufrir toda una serie de derrotas a manos de nuevas mayorías nutridas en parte por sus antiguos apoyos electorales. Como de costumbre, España, sólo es excepcional en los tiempos. Nuestra izquierda oficial también se ha desconectado de sus votantes de centro y sólo la mantienen en el poder el maná europeo y la incompetencia de una oposición que, anclada en el pasado, aún no sabe qué quiere ser de mayor. Más pronto que tarde, ambas habrán de afrontar una reorientación estratégica que rechace el extremismo identitario y abrace el pragmatismo.
Podrían aprender de Bill Clinton. En 1984, Ronald Reagan también obtuvo una victoria aplastante frente a Walter Mondale, al alcanzar un 58,8 % de los votos y 525 de los 538 compromisarios del colegio electoral. En esa tesitura, los demócratas sensatos entendieron que el haberse alineado con extremistas los condenaba a la irrelevancia. Pocos años más tarde, Clinton confirmaba el cambio de rumbo al romper con los socios más radicales. Se distanció de líderes identitarios como Jesse Jackson y se erigió en defensor de la clase media.
Pero no sólo Clinton se quedó corto en su divorcio del extremismo. Años más tarde, Obama desperdició su ingente capital político al reincidir en un identitarismo que, por su propia naturaleza, antepone la igualdad de resultados a la de oportunidades, pese a ser este último el único salvavidas eficaz para el idealismo socialdemócrata.
Hoy, tanto el Partido Demócrata estadounidense como las izquierdas españolas de todos los partidos necesitan emprender un rumbo similar al de Clinton. Han cedido demasiado espacio a unas minorías que no sólo están desconectadas del ciudadano medio sino que lo desprecian. Si no recuperan el centro político, corren el riesgo de perpetuar esa desconexión e incluso de desaparecer, como ya han hecho muchos de sus hermanos europeos.
Ilustra bien este riesgo la huida de opinadores e intelectuales progresistas de Twitter (ahora, X) a su imitadora Bluesky. Como buen microcosmos de la sociedad moderna, Twitter siempre ha sido un espacio imperfecto, poliédrico y hasta caótico, donde conviven mal que bien voces diversas y antagónicas. Muchos de los que ahora teatralizan sus salida no se quejaban cuando, antes de ser comprada por Elon Musk en 2022, Twitter practicaba una moderación centralizada de contenidos que, en la práctica, estaba tan sesgada que le llevó a cerrar la cuenta de Donald Trump a la vez que mantenía abiertas las de Nicolás Maduro o Alí Jamenei.
Musk relajó la moderación de contenidos, aunque manteniendo la prohibición del contenido ilegal. También reemplazó la mayor parte de esa moderación centralizada, que muchos veían como censura ideológica, por una verificación descentralizada. Gracias a ella, los usuarios pueden ahora publicar “notas de comunidad” para señalar en tiempo real la falsedad de una información. El rápido desmentido del bulo generado por la Agencia EFE y difundido, entre otros, por La Vanguardia sobre un supuesto accidente en la Torre de Cristal de Madrid demuestra la eficacia de esta herramienta para combatir la desinformación.
Musk también permitió que el usuario eligiera si la red le presenta cronológicamente lo que dicen las cuentas a las que sigue o bien un timeline diverso pero ajustado a sus intereses. Aunque ambos sistemas estén diseñados para generar tráfico, le permiten elegir entre una burbuja de amigos o el mundo real. Lo que no le permiten es recrear un mundo ficticio al gusto de sus amigos.
Este enfoque doblemente descentralizado, con refutación abierta y libertad de elección, parece haber resultado excesivo para quienes se habían habituado a un discurso hegemónico. Pero el actual conflicto sobre Twitter también refleja una evolución mucho más profunda y que viene de antiguo: el debate público cada vez está menos bajo el control de especialistas. Para bien y para mal, se ha abierto a la participación de todos los ciudadanos.
Quienes se retiran de espacios como Twitter refuerzan la percepción de que añoran el mundo de ayer, un pasado aristocrático en el que las élites intelectuales dictaban el código moral y político. En la Edad Media, dominaban las élites religiosas; luego, con la imprenta, las intelectuales y científicas; y, finalmente, en pleno siglo XX, las mediáticas. Luchaban entre sí por el poder, pero nadie cuestionaba su función especializada.
Hoy, esa misma especialización está en crisis, por lo que quienes se retiran de Twitter están exiliándose en el pasado. Quizá sean felices pero vivirán aislados. Ningún discurso precocinado en una cámara de eco tiene posibilidades de triunfar en el mundo real. Seguirá habiendo expertos, pero nadie hará caso a los que sigan instalados en torres de marfil, escuchando tan solo sus propios altavoces.
La modernidad ya no se construye con sistemas centralizados que controlan el debate. El futuro se juega con soluciones descentralizadas como las notas de comunidad de Twitter, que usan la propia viralidad de las redes sociales para mejorar su veracidad. En el fondo, cooptan nuestras emociones mal adaptadas en ayuda de la razón, como ha hecho siempre todo desarrollo cultural que se precie. Cierto que estas herramientas aún son imperfectas, pero nos acercan a un mercado de ideas más competitivo, por lo que merecen que les dejemos evolucionar sin someterlas a las insolencias regulatorias a las que es adicta la Unión Europea. Tampoco olviden que la inteligencia artificial reduce aún más las barreras de entrada en ese mercado, quizá el motivo de que se oponga a ella tanto intelectual ludita.
En ese contexto, si desean conservar su relevancia, las izquierdas deben abrirse al nuevo debate democrático y abandonar su pretensión de controlarlo. El futuro pertenece a quienes sepan adaptarse a una realidad plural, diversa y a veces, como todo lo humano, antipática. Aprendan de Clinton y abracen el caos creativo de plataformas como Twitter. No es solo una estrategia política: es cuestión de supervivencia. Les servirá al menos como vacuna ideológica, para desarrollar inmunidad.