El empresario, especie en extinción

The Objective, 26 de marzo de 2023

Desde finales de los años 1950, hemos dado algunos pasos para liberalizar la economía. Echamos a andar con el Plan de Estabilización de 1959; seguimos en los años ochenta, con la reconversión industrial y la normalización del sector financiero; y aceleramos en los noventa, al privatizar una parte sustancial del sector público. Tras la crisis de 2008, también hicimos las reformas que nos exigieron nuestros socios europeos para salvarnos de la insolvencia.

Acometimos todos esos cambios sin convicción, casi como mal menor. Por eso, las reformas siempre fueron incompletas, de modo tal que mantuvimos o reintrodujimos enseguida restricciones absurdas, sobre todo en los mercados de trabajo y vivienda, o en el comercio; protegiendo además de la competencia muchas actividades.

Estas limitaciones nos han impedido alcanzar buena parte de los beneficios potenciales de las reformas; pero éstas, aun siendo tímidas, iban en la dirección correcta. Además, favorecían un mayor protagonismo del empresario, cuya figura, en cada uno de esos episodios, incluso adquirió momentáneamente cierto prestigio.

Sucede lo contrario con el actual Gobierno, cuyas políticas suponen una regresión en todos estos terrenos, propiciada por la complacencia de la actual Comisión Europea. Con las excusas de la pandemia y la guerra de Ucrania, sumadas al comodín del cambio climático, el Gobierno de coalición ha logrado reintroducir muchos de los elementos característicos del más rancio franquismo económico.

No sólo ha aumentado el gasto y la deuda pública hasta niveles insólitos, que, de no estar en el Euro, hubieran multiplicado aún más la inflación y provocado varias devaluaciones. También ha reforzado el intervencionismo político en todo tipo de materias, y sin control alguno.

Pensemos en la discrecionalidad con la que el Gobierno decide sobre esos nuevos “circuitos privilegiados de financiación” que constituyen los fondos europeos; en su manipulación electoralista de los precios de la energía, los tipos del IVA o las tarifas de los transportes públicos; en la invención de nuevos impuestos, alguno de ellos de más que dudosa constitucionalidad; en la erosión radical de los procesos de selección para acceder y ascender en la función pública; o en la derogación, formalmente temporal, pero de hecho indefinida, de cláusulas contractuales tan fundamentales como las relativas a la actualización de los alquileres o el impago de préstamos.

Ante la proximidad de las elecciones y a pesar de este renovado protagonismo discrecional del estado en la economía, el Gobierno culpa ahora a autónomos y empresarios de los malos resultados que producen sus propias políticas. Para el Gobierno, son ellos los responsables de la inflación, como si el desaforado gasto público y la expansión monetaria que lo financia no tuvieran nada que ver. Son también los supuestos culpables de que las empresas huyan al extranjero, como hemos visto con Ferrovial.

Autónomos y empresarios sólo le resultan útiles al Gobierno como chivos expiatorios, apelando a la envidia; y como excusa para crear burocracias de dudosa utilidad. Con este último fin, los utiliza dos veces. Primero, para vigilarlos y ordeñarlos, haciéndoles la vida imposible. Después, para reinventarlos con subvenciones a amiguetes y cursilerías semánticas como “emprendedor”, “social”, “circular”, “sistémico”, “sostenible” o “inclusivo”. Por ejemplo, la Presidencia del Gobierno contó desde enero de 2020 hasta el pasado 14 de febrero con un “Alto Comisionado para España Nación Emprendedora” que sólo sirvió para impulsar una ley de startups peor que deficiente. Sus sucesores están ahora entretenidos en constituir sociedades mercantiles en unas pocas horas, como si ese fuera el problema y no pudieran adquirirse ya preconstituidas.

Con tales antecedentes, no debe sorprendernos que, según el Eurobarómetro, el 74 % de los jóvenes españoles prefieran ser empleados, frente a un promedio europeo del 55 %; y que el 48 % rechacen la idea de ser empresarios, frente al 29 % de nuestros vecinos.

Estas preferencias invitan a preguntarse quién les ofrecerá esos empleos a los que aspiran. No es casualidad que haya crecido tanto el empleo público (un 8,33 % en los últimos ocho años) a la vez que ha caído el empleo privado. Según Eurostat, y pese a que nuestras tasas de actividad y empleo son muy inferiores, ya tenemos un 15,58 % de empleados públicos. Entre países comparables, esta cifra es aún inferior a la de Francia (21,23 %) pero ya tenemos más funcionarios que Alemania (10,63 %), Países Bajos (11,71 %) o incluso Italia (13,21 %). Además, en España han aumentado desde 2000, mientras que en esos países han descendido de forma notable.

Tal parece que, a nuestra crónica desproporción entre pensionistas y ocupados (agravada por la reciente subida de cotizaciones sociales), el aumento del empleo público añade otro círculo vicioso dentro de los ocupados. Cada vez habrá más personas cobrando sueldos y pensiones del estado; pero cada vez serán menos quienes trabajen en el sector privado para pagárselos, pues no habrá empresarios dispuestos a emplearlos.