Antes libres que verdes

The Objective, 27 de marzo de 2022

Con la guerra de Ucrania, el futuro ya no es lo que era: es más incierto y menos verde. El cálculo social está empezando a adaptarse; pero es un proceso lento y problemático. Las discusiones de estos días son parte de esa adaptación.

Es una adaptación conflictiva incluso desde el punto de vista psicológico, pues nos cuesta más cambiar de creencias que inventar excusas confirmatorias. Máxime al mal gobernante. Odia reconocer que ha errado y, al cambiar de rumbo, dañaría las intereses que le movieron a equivocarse.

Por eso en tiempos de mudanza tienen más demanda que nunca las falacias. La más común es afirmar el carácter exógeno y, por tanto, transitorio de las crisis. En su versión más simple, las achacan en exclusiva a algún factor exógeno, como la locura de Putin. Nos incitan así a creer que, suprimida su causa, volveríamos a una normalidad que suponen óptima.

Si echa Usted la vista atrás, recordará cómo el presidente Zapatero y sus ministros negaban que nos fuera a afectar aquella remota crisis financiera, tan lejana ella. O cómo el pasado año sus sucesores nos querían convencer de que la inflación era un fenómeno pasajero. No se sorprenda de que, ante una situación que ya se le ha escapado de las manos, el actual Gobierno aún insista en que basta con tomar medidas temporales.

Ciertamente, como todas las crisis, la actual tiene elementos exógenos; pero la decisión de Putin respondió en gran medida a la debilidad europea, y esa debilidad es a su vez fruto de nuestras políticas militar y energética. Por eso, es esencial corregirlas y hacerlo con los pies en la tierra.

También es justo y necesario proteger a los más débiles; pero sólo tras reconocer los errores, empezando por nuestro caprichoso mix de tecnologías energéticas. De lo contrario, esa protección de los votantes débiles funciona como un analgésico paralizante: al quitar el dolor, impide el aprendizaje y bloquea toda respuesta política correctora. Viene a ocultar los costes para reincidir en el error. Las medidas que se anticipan para el Consejo de ministros del próximo martes van en esa dirección anestesiante, desde intervenir los precios del gas a maquillar las estadística del paro, prohibiendo el despido objetivo y reactivando los expedientes de regulación temporal de empleo inventados con el covid. Una vez más, lo transitorio se hace permanente.

La segunda falacia consiste en atender sólo a los cambios que confirman las creencias previas, olvidando aquellos otros que las desmienten. Así, los políticos nos repiten estos días que las subidas en los precios del gas y del petróleo refuerzan la necesidad de insistir en las energías renovables. Olvidan, en cambio, que el aumento en los precios de la electricidad se debe en buena medida a una transición energética con políticas (como los cierres de plantas térmicas y nucleares o el racionamiento de los derechos de emisión de CO2) que ignoran las limitaciones de esas energías renovables, derivadas de que su producción es discontinua y no almacenable. Ahora echan también de menos el poder adquirir electricidad de las nucleares francesas cuando siguen sin extender la vida útil de las nuestras y hace nada renunciaban a ampliar las conexiones transfronterizas. Olvidan, por último, que esa política energética ha llevado a Europa a depender del gas ruso, una dependencia que animó a Putin a iniciar la guerra; y por la que aún hoy estamos pagándole cerca de mil millones de euros diarios.

Esta atención selectiva se refleja en el argumento en pro de que las medidas se ciñan a ayudar a los sectores más perjudicados (subvencionando, por ejemplo, a cada camión) pero sin bonificar ni reducir el precio del combustible, en especial el impuesto especial sobre hidrocarburos. Se nos dice que éste no tiene finalidad recaudatoria sino que tan sólo carga al usuario el coste social extra que representa dicho consumo para el medio ambiente, lo que los economistas solemos llamar “externalidad negativa”, de modo que la presencia del impuesto haría así coincidir el óptimo individual con el social. Pero semejante distinción entre estos impuestos “pigouvianos” y recaudatorios tiene mucho de bizantina: haya o no externalidad, tanto Hacienda como quien los paga sabe bien de su función recaudatoria. Lo sustantivo es que, al fijar su nivel o al reducirlo, ya sea a todos o a unos pocos, debemos considerar todos los efectos de la decisión, tanto en términos de recaudación como de qué y cuántas externalidades queremos.

Además, la guerra ha modificado notablemente las externalidades, al menos por dos vías. Por un lado, la crisis ha desvelado que la propia política ambiental (impuestos de hidrocarburos, permisos de emisión, cierres de plantas) nos debilita; y en esa medida es la propia política la que desencadena externalidades negativas similares a las que ocasionó la pandemia. Como ahora, al colocar a la vez en dificultades a muchas empresas, existe un riesgo de reacción en cadena, de modo que acaben cerrando muchas empresas viables. La causa de esta epidemia financiera es hoy en gran medida la política energética. Desde este punto de vista, no sólo debemos reorientarla, para hacer que la economía europea sea menos frágil en el futuro. A corto plazo, la presencia de esa externalidad negativa también aconseja abaratar los derechos de emisión, así como reducir los impuestos sobre hidrocarburos, al menos a los sectores más afectados.

Por otro lado, la guerra nos dice que el futuro está menos garantizado de lo que creíamos, y por tanto debe pesar menos en la elección social. Tiene poco sentido sacrificarse para salvar el planeta si tales sacrificios nos acercan a una guerra nuclear o nos hacen esclavos de una tiranía. En el límite, no tendría sentido sacrificarse hoy por salvar un planeta que fuera a desaparecer mañana.

Lo lógico es sacrificarse hoy mejor para asegurar que tengamos futuro, y ello exige considerar factores no sólo ecológicos sino estratégicos. Se complica así doblemente el cálculo social. Ya en el plano técnico es difícil ponderar el efecto de las políticas ambientales en nuestra posición relativa respecto a rivales y competidores, militares y comerciales. Pero es en el plano moral donde la batalla se torna más difícil. La simple consideración de los costes que entrañan los beneficios ambientales suscita el rechazo emocional de muchos ecologistas. Éstos consideran la naturaleza como intocable, como parte de ese “círculo moral” donde no se tolera que haya cálculo de costes y beneficios.

En el fondo, al negarnos a considerar variables estratégicas en nuestras decisiones sociales, evitábamos cruzar esa frontera moral. Mi esperanza es que la guerra nos ayude a decidir mejor, abandonando ese daltonismo moral de las últimas décadas para devolver la libertad al núcleo de nuestro círculo moral, la posición que ha ocupado durante siglos en la cultura occidental. Por cierto, como vemos diariamente, esa posición central es la que ya ocupa para los ucranianos.