Aires soviéticos
The Objective, 7 de agosto de 2022
Cuando arrecia la escasez de recursos, como sucede hoy con la energía, es preciso ajustar tanto la producción como el consumo. El ajuste puede tener lugar en el mercado, mediante decisiones libres de los individuos, o en la política, mediante decisiones coactivas de nuestros representantes. En el mercado, productores y consumidores adaptan su producción y consumo a las variaciones de precios. Como pauta general, es la solución más eficiente, sobre todo porque ambos agentes económicos tienen buenos incentivos y saben cuál es la mejor manera de adaptarse. El consumidor es quien puede valorar qué utilidad le proporciona consumir más o menos calefacción o aire acondicionado.
Cierto que el ajuste vía precios puede dañar nuestros deseos de equidad, al impedir consumir a los más humildes; o al causar cierres de empresas rentables cuando las crisis son en verdad transitorias. Puede entonces ser razonable tomar decisiones políticas para suavizar el ajuste; pero esa ayuda no debe manipular los precios ni interferir en su funcionamiento. Puede ser lógico transferir renta a los necesitados, ya sea directamente o reduciendo su IRPF; pero sin subvencionar su consumo, de modo que preservemos sus incentivos para adaptarse a las nuevas condiciones de escasez. Quizá proceda, por ejemplo, subir las pensiones mínimas; pero no reducir el precio que esos pensionistas pagan por la electricidad.
Por desgracia, lo que insiste en hacer el Gobierno es justo lo contrario, a menudo con seguidismo de la oposición. Primero, reduce de forma artificial los precios, lo que anima a consumir más energía. Lo ha hecho directamente, al subvencionar el gas natural o los combustibles; e indirectamente, al rebajar los impuestos al consumo. Pero, a continuación, como hizo el pasado lunes, decreta un maremágnum de reglas con las que, pese a no molestarse ni en cuantificar sus efectos, pretende obligar a empresas y ciudadanos a consumir menos.
Esta contradicción es disparatada en lo económico, pues derrocha recursos y pospone el necesario ajuste a la nueva realidad de escasez. También empeora la calidad de nuestra democracia.
Es disparatada porque ningún Gobierno sabe cuál es el consumo óptimo de energía de un determinado establecimiento productivo. Una virtud primordial de la organización económica basada en la libertad de mercado es que permite a cada empresa y a cada consumidor adaptarse a sus particulares condiciones. Para que la temperatura de un centro comercial sea socialmente óptima basta que el precio incorpore el coste social. La empresa ya tiene entonces incentivos para compararlo con la utilidad que le proporcione a ella, a sus clientes y a sus empleados el desviarse de los promedios óptimos de 21º en invierno y 24º en verano. Fijará así la temperatura que maximiza la utilidad total neta, tras considerar no sólo el coste social de la energía sino el bienestar de sus clientes junto con la salud y la productividad de sus trabajadores.
La ventaja del empresario a la hora de decidir reside en que, además de incentivos, tiene más y mejor información sobre todos esos factores, pues varían con las condiciones específicas de cada establecimiento, por lo que el conocimiento relevante suele ser local. Si, en cambio, esa decisión la toma un Consejo de Ministros, está condenado a errar, porque ni sabe ni puede adaptarse a las circunstancias particulares, y tampoco tiene las capacidades y los incentivos para liderar esa adaptación.
Considere, por ejemplo, en cuanto a las capacidades, que el Gobierno ha mantenido la libertad para regular la temperatura de los domicilios, pero no la de los restaurantes y centros comerciales. Si semejante restricción llegara a ser efectiva, el consiguiente encierro domiciliario arruinaría a muchos bares y restaurantes, pero es dudoso que lograse ahorro alguno de energía. Antes al contrario, pues nuestras casas son menos eficientes energéticamente que muchos establecimientos comerciales.
En cuanto a los incentivos, el riesgo es que los gobiernos usen estas ocasiones como excusa para aumentar su poder y favorecer a sus partidarios. Por ejemplo, el nuestro va a obligar a los establecimientos a informar sobre la temperatura y las medidas de ahorro, dando así pie a que sus amigos ecologistas actúen como milicia climática. Y no basa las excepciones en los costes y beneficios sociales, sino en el cálculo electoral, el motivo real de que se proponga exceptuar de nuevo a peluquerías y gimnasios. También el de que haya pospuesto un mes la limitación de velocidad a 100 km./h., librando a los votantes que viajen por vacaciones en agosto, que por algo suman muchos más votos que quienes han de viajar por trabajo en los meses posteriores. Para algunos gobernantes, el ocio siempre tiene prioridad.
Si las consecuencias económicas de estos dislates son graves, aún lo son más las consecuencias políticas, pues las medidas permiten al Gobierno ocultar la crisis, escamotear su solución y aumentar su poder.
De entrada, como sucedió con el covid, al situar la crisis energética en primer plano evade doblemente su responsabilidad. Por un lado, mientras discutimos los errores, las contradicciones y los inminentes cambios de este decreto, olvidamos que las cifras de paro de julio han sido las peores desde 2001 y que tenemos la inflación más alta desde 1985, fenómenos ambos —paro e inflación— muy anteriores a la guerra de Ucrania y en los que somos líderes a escala europea.
Por otro lado, el énfasis en la demanda también le permite al Gobierno esconder que está en sus manos emprender las políticas de oferta que sí serían eficaces a futuro, y que ya han adoptado muchos de nuestros vecinos, como el construir nuevas centrales nucleares o al menos alargar la vida de las existentes, así como recuperar algunas centrales de carbón y legalizar la producción nacional de gas natural.
Además, al centrar la discusión en la demanda, el Gobierno traslada la responsabilidad al ciudadano. Máxime tras adornar las medidas con una moralina de solidaridad que, de forma insólita, profesa hasta la oposición. Según este falso consenso moral, sólo es buen ciudadano quien obedece los caprichos del gobernante. Condena, en cambio, a quien está dispuesto a pagar por sus deseos incluso un precio que han inflado artificialmente por el susodicho déficit de políticas de oferta.
Volviendo al fondo del asunto, observe que ni estos fallos ni el propio carácter contradictorio de la respuesta del Gobierno son errores, sino que le sirven para duplicar sus oportunidades de comprar votos. Primero, le permiten posar como gran benefactor al manipular los precios con subvenciones, por más que seamos los propios beneficiarios quienes las pagamos con impuestos. Después, al restringir las conductas y modular a su placer reglas y excepciones, distribuye discrecionalmente premios y castigos. En particular, al dotarse de nuevos poderes de inspección y sanción, se posiciona para encajar la ley al grado de fidelidad que le muestren los afectados.
Sobran por todo ello motivos para ser críticos con estas ocurrencias oportunistas. De seguir por esta senda, corremos el riesgo de dejar de ser ciudadanos para convertirnos en esclavos. Al final del camino, nuestros señores seguirían yendo a los conciertos en Falcon y Súper Puma. Pero habrían dejado de usar corbata, con lo que tal vez serían más felices sus feligreses… de todos los partidos.