Un país de abrelatas
Voz Populi, 10 de enero de 2021
Es ya viejo el chiste de los tres profesores que naufragan en una isla desierta. Mientras que el físico y el ingeniero idean ingeniosos mecanismos para abrir la única lata de comida que salvaron del naufragio, el economista primero supone que tiene un abrelatas y luego elucubra sobre cómo utilizarlo.
El chiste es injusto con la mayoría de los economistas, pero solo porque el disparate de suponer soluciones mágicas está a la orden del día. Por ejemplo, mucho ciudadano de a pie cree que todo problema se soluciona con promulgar leyes, o con que gobiernen los buenos, sus afines. Por eso, siempre que estos gobiernan, dado lo infundado de las expectativas, fallan; entonces, necesita creer que le han traicionado, o que existen poderes fácticos que les han impedido gobernar.
Pero no culpen a los peones. Son peores nuestros caballeros intelectuales. Por más que hayan estudiado, los remedios que proponen para nuestros males siempre pecan de lo mismo. En vez de ponderar posibilidades alternativas, nos proponen que compararemos una realidad imperfecta con un abrelatas idealizado. No es casualidad que siempre gane el abrelatas.
Caen en esa trampa los oficiales de todas nuestras tropas intelectuales. Por ejemplo, algunos liberales critican las restricciones impuestas por los gobiernos para frenar la pandemia. Argumentan que, en vez de limitar la libertad de todos, mejor sería disfrutar de más libertad individual y castigar solo a quienes causan los contagios. Tendrían toda la razón si fuera viable identificar a quién contagia, medir qué coste provoca y hacer que lo pague. En realidad, desconocemos estos datos y, aun conociéndolos, sería difícil cobrar al causante. Es así lógico que la responsabilidad civil represente un papel menor en este terreno.
Ello no quiere decir que no debiéramos acentuar la responsabilidad individual. Por el contrario, bueno sería que hoy estuvieran en prisión los organizadores de las juergas navideñas, junto con todos los ministros, alcaldes y jefes de policía que las han tolerado. Pero mientras nos entretengamos parloteando sobre un sistema de completa responsabilidad individual, estaremos impidiendo una discusión fructífera sobre cambios incrementales, aquellos que sí son posibles.
Aunque parezca increíble, este idealismo libertario palidece ante el que practican nuestros estatistas. Si cuesta creerlo es solo porque, en rebaño, la mayor insensatez suele parecer sensata. Sucede que, en este Caribe europeo la mayoría estatista es tan aplastante desde finales del XIX (cuando algunos empiezan a escribir “estado” con mayúscula) que quienes no sean comunistas ya pasan por liberales, aunque su único abrelatas consista en promulgar nuevas leyes.
Sus diferencias con el peonaje son cosméticas. Más que de leyes, hablan de “regulación”. Suponen que puede arreglarlo todo con solo gastar más o invertir en su solución estatal favorita, ya se trate ésta de crear universidades muy “científicas”; abrir nuevos juzgados “dotados de nuevas tecnologías”; atribuir todo tipo de funciones a un nuevo juez “especializado”; nombrar un nuevo presidente “en verdad independiente y profesional” para la CNMV (¿recuerdan el caso?); invertir “sabiamente” en I+D+I, aun a riesgo de agotar el abecedario; fundar 17 agencias para defender consumidores desvalidos; recrear el INI para “avanzar el modelo económico del siglo XXI”; etcétera. Para apreciar la magnitud de semejante idealismo basta percatarse de la anomalía que supone el que nunca propongan prescindir de ninguno de los abrelatas ya existentes.
La segunda diferencia es que siempre subrayan que hay que “regular bien”, no como lo hemos venido haciendo hasta ahora. Es pasmosa la eficacia de este truco semántico. Eficacia, no para convencer a la ciudadanía, pues es tan estatista que está convencida de antemano, por eso nuestros caballeros llevan un siglo cabalgando detrás de los peones. Lo pasmoso del truco es su eficacia para el autoengaño: aparentemente, les basta para convencerse a sí mismos.
Aunque, bien mirado, es de agradecer que quieran regular bien. Solo que, cuando se les pregunta en qué consiste la buena regulación, flojean. Como acabo de describir, suelen definirla por las virtudes que debe reunir el abrelatas regulatorio (sabio, independiente, científico, imparcial, etc.) sin decirnos gran cosa sobre cómo pretenden asegurar y sostener esas maravillas. Para gestionar bien los fondos europeos, confiaba hace semanas un autor ilustre en que bastaría con constituir un comité “independiente” y establecer un buen “plan estratégico”. Dios le oiga.
No es un caso único. Por ejemplo, los juristas (un gremio tan aficionado al abrelatas como el de los economistas), se quejan con tristeza de que la “calidad técnica” de las leyes es deplorable. Sin embargo, muchos pretenden mejorarla creando nuevos órganos que revisen las leyes antes de que se promulguen. Es raro que no reparen en que ya tenemos muchos órganos con esa función; y que no se usan. Recuerden que, al gobernar por Decreto-Ley, el actual Gobierno esquiva de forma sistemática tanto al Consejo de Estado como al propio Parlamento. Peor aún, el Constitucional —ese controlador de controladores, abrelatas de abrelatas, tan pomposo como redundante— hace ya muchos años que optó por tolerar semejante abuso de poder.
El asunto es grave porque la historia de los abrelatas estatales enseña que rara vez funcionan como es debido. Peor aún: nadie sabe cómo evitar que, a menudo, sean peores que la enfermedad que pretenden curar. No basta con suponer que esa regulación de calidad es posible ni que existe tal cosa como un regulador sabio e independiente. La propia idea de una regulación “mejor” rebosa idealismo. ¿Estamos seguros de que es viable? ¿Es sostenible? ¿A qué coste? ¿Está bien adaptada al entorno político y cultural? ¿Será igual de viable cuando gobiernen sus rivales? ¿Qué nos dicen las experiencias previas? ¿De verdad eran menos listos o más canallas quienes intentaron regular en el pasado? ¿Por qué son más sabios o virtuosos quienes ahora aspiran a intentarlo? ¿No sería preferible pensar que, al menos a corto plazo, el grado de mejora es y será muy pequeño? Si es así, ¿no convendría contemplar, al menos como posibilidad, que tal vez, alguna vez, proceda ser menos ambiciosos, menos utópicos, y regular menos?
Liberales y estatistas cometen en esencia el mismo error: comparan una realidad imperfecta pero real con una visión idealizada de su solución favorita. El libertario critica los fallos del estado, de la política porque, como los ciudadanos somos ignorantes y egoístas, el representante político se aprovecha para explotarnos. Pero somos esos mismos ciudadanos egoístas los que hemos de operar en el mercado, y en parecidas condiciones de monopolio y asimetría informativa, por lo que también en el mercado nos timamos y nos dejamos timar; y, por ende, también el mercado resulta a menudo imperfecto.
El estatista hace algo parecido. Critica con razón los fallos de la actuación libre del mercado porque en muchas transacciones unos individuos egoístas se aprovechan de su monopolio o de que saben más para sacar ventaja. Estos fallos de la economía de mercado le llevan a proponer soluciones estatistas, regulatorias; pero, al hacerlo, en vez de suponer individuos egoístas y similares desigualdades informativas, supone, sin decirlo, que todos los decisores “políticos” (incluyan entre ellos no solo a legisladores y reguladores sino a concejales y funcionarios, incluido quien esto escribe) persiguen el bien común y no aprovecharán las ventajas informativas a su favor. En el fondo, compara un mercado real con un estado ideal. Cuando sus propuestas fallan, crítica al decisor político y pretende sustituirlo, pero no esperen que reconozca lo falso y engañoso de su razonamiento.
Ambos idealismos nos ayudan muy poco, ya no a resolver los problemas, sino ni siquiera a definir cuáles son nuestras opciones reales. El estado, la política y la regulación nunca son perfectos, lo mismo que tampoco es ni siquiera posible —ya no perfecto— el funcionamiento libre del mercado. Lo que necesitamos es comparar realidades, pensándolas generalmente en términos incrementales, y no entelequias idealizadas.
Lo razonable es buscar la complementariedad del mercado y el estado, identificar y explotar sus ventajas comparativas. Entre nosotros, eso requiere, como primer paso, abandonar el idealismo estatista y prescindir de trampas semánticas y argumentales que esconden el favoritismo apriorístico y automático —puede que hasta instintivo—, de casi todos nuestros caballeros por el peor intervencionismo, el que nos ha llevado a acumular tanta burocracia inútil. ¿Estoy cargando las tintas con los estatistas? Por supuesto. Escribo desde y para España, donde son una mayoría tan aplastante que ni se percatan de ello, y donde algunos hasta se creen liberales. Por tanto, se lo tienen más que merecido. Mucho de lo que nos presentan como “centro” es en realidad tan utópico como los supuestos extremos que dicen criticar.