Sin vacuna para la eurocracia

Voz Populi, 31 de enero de 2021

La pandemia se está cebando en los ancianos, y nuestra senil Europa no es una excepción. Este 29 de enero, Israel había administrado dosis equivalentes al 52,64% de su población, Emiratos Árabes Unidos, 30,4%; el Reino Unido, 12,33%; Bahréin, 9,96%; Estados Unidos, 7,91%; Serbia, 6,27%; y España tan sólo al 3,15%, aunque por encima de Italia (2,97%), Alemania (2,65%) y Francia (1,82%).

Se desconocen aún muchos de los hechos relevantes pero los ya conocidos dibujan un panorama preocupante y que ya resulta familiar en las iniciativas europeas: el de una actuación centralizada cuyos buenos deseos acaban concretándose en efectos imprevistos peores que los males que se pretendían evitar.

En este caso, el retraso parece obedecer a la lentitud de la Comisión Europea para contratar, autorizar y abastecerse de la vacuna con la rapidez deseable. Hace meses, los gobernantes europeos decidieron centralizar en la Comisión la negociación y compra de las vacunas del Covid-19. Aparte de librarse así de trabajo y responsabilidades, querían evitar que el acceso a la vacuna acabase difiriendo entre países, lo que crearía mal ambiente y podría exacerbar las peleas por controlar su fabricación y distribución, como ya había ocurrido al inicio de la pandemia con todo tipo de recursos sanitarios. Les guiaba también su vieja querencia monopolista. Suponían que tendría más poder negociador un gran comprador como la UE que cada uno de sus estados miembros y que, por tanto, ésta lograría mejores condiciones, tanto de precio como de plazos de entrega.

Era de esperar que la Comisión no consiguiera ninguno de ambos objetivos. Por un lado, la ventaja de contratar como gran comprador se reduce cuando, como es el caso, existe un amplio número de vendedores potenciales. Ni siquiera está claro si le sale más caro comprar medicinas por separado a un país pobre que a uno rico. España, por ejemplo, siempre ha sido de los que menos paga por sus medicinas. Por tanto, no es seguro qué países se benefician más al centralizar las compras.

En todo caso, el meollo del asunto es que la confianza en que obtendría mejores condiciones supone, falsamente, que la Comisión Europea es un negociador eficaz, con unos objetivos y unos mecanismos de decisión razonablemente definidos. De hecho, está sujeta a muchas más restricciones porque la Comisión ha de respetar, cuando no obedecer, los deseos y ocurrencias de 27 socios. Unas restricciones que, además, no afectan sólo a la contratación, pues también han retrasado la autorización de las vacunas, un retraso que algunos observadores atribuyen a la preocupación que muestran algunos gobiernos europeos por la opinión de sus fanáticos antivacunas. En semejantes condiciones, mientras tenga detrás una jaula de grillos con preferencias e intereses tan dispares, la Comisión Europea no puede ser un contratante eficaz. El contraste con la evolución del Reino Unido ilustra, además, el coste que supone para la UE el Brexit en términos de menos diversidad y, como consecuencia, peores procesos de decisión.

Esta ineficacia explicaría cómo ha contratado la Comisión. Aunque sólo se conoce el contenido no censurado de uno de los contratos y los precios que el Gobierno belga ha tenido a bien divulgar, pese a estar obligado a guardar secreto, los indicios disponibles apuntan a que ha contratado tarde y probablemente mal.

Que ha contratado tarde es claro. El Reino Unido arrancó sus planes para financiar y adquirir vacunas a finales de abril, autorizó las vacunas con prontitud y empezó a redactar su plan de vacunación en otoño. Los demás estados miembros no le imitaron para no irritar a sus socios, aunque algunas noticias apuntan a que tanto Hungría como, sobre todo, Alemania sí han contratado grandes dosis de vacunas por su cuenta. (Si estas noticias se acabaran confirmando, ni siquiera habríamos evitado la desigualdad en el acceso).

La UE contrató unos tres meses más tarde que el Reino Unido, y ese retraso entraña que las empresas también hayan retrasado sus inversiones, en especial el arranque de la primera fase de su proceso productivo, dirigido a elaborar la “sustancia farmacológica”. Es justamente esta fase la que está causando el actual retraso en la producción de la vacuna de AstraZeneca, la empresa anglo-sueca con la que esta semana ha chocado estrepitosamente la UE, cuando, tras experimentar dificultades en su planta de Bélgica, reduce de 80 millones a 31 millones la estimación de cuántas dosis espera entregar a la UE en el primer trimestre de 2021. Una vacuna, por cierto, que el Reino Unido ya había autorizado en diciembre y que su servicio de salud administra desde hace tres semanas; pero que la UE no había logrado autorizar hasta este mismo viernes, 29 de enero.

Lo de contratar mal empieza por sugerirlo, curiosamente, el que, excepto en la vacuna de Moderna (que pagaremos un 20% más cara que Estados Unidos y de la que significativamente hemos adquirido muy pocas dosis), sí hayamos logrado precios inferiores en las demás (pagaremos un 24,3% menos en la vacuna de Pfizer y un 45,3% menos en la de AstraZeneca-Oxford, unas diferencias que no parecen estar justificadas por las ayudas proporcionadas para desarrollarlas).

Reducir el precio era un objetivo coherente con el deseo de hacerlo asequible a todos los estados miembros. No obstante, considerando el enorme coste de retrasar la vacunación y prolongar la pandemia, el precio de las vacunas debería ser un factor secundario, subordinado a los plazos de entrega y la disponibilidad. Así lo han valorado todos los países que van por delante en la vacunación, y que, no por casualidad, pagan precios superiores a los pactados por la UE. Lo mismo que todos los países sabían que era muy probable que fracasaran los procesos de investigación (como ha sucedido con los de Merck y del Instituto Louis Pasteur en Francia) y que se retrasara la producción (el caso también de Sanofi y Glaxo). De hecho, es para cubrirse contra esos riesgos por lo que todos los países, incluida la propia UE, contrataron con varios fabricantes y comprometieron un total de vacunas muy superior al de su población (la propia UE ha asegurado 5,7 dosis por habitante).

En cambio, quizá como consecuencia de que su tardanza en contratar da lugar a que, cuando por fin se decide, ya existan compromisos previos o quizá por la propia rebaja de precio, la UE no ha contratado plazos de entrega “en firme”, como sí parecen haber hecho los Estados Unidos y el Reino Unido (éste por las primeras 100 millones de dosis, de modo que las fábricas británicas de AstraZeneca sólo pueden exportar una vez satisfecha esa demanda). Por el contrario, su contrato con la UE sólo obliga a esta empresa a hacer sus “mejores esfuerzos” para cumplir un calendario “estimado” de entregas, que es lo que ahora le permite reducir las del primer trimestre de 2021. Incluso en su interpretación más favorable, la cláusula contractual relativa a la ausencia de compromisos previos sólo daría a la UE el derecho a una indemnización.

Todo ello no impide que, cuando las condiciones de esos contratos empiezan a materializarse y se atisba un retraso considerable en la disponibilidad de vacunas, las autoridades europeas renieguen y los interpreten a su gusto para exigir que AstraZeneca suministre a la UE desde sus plantas en el Reino Unido, desatendiendo incluso sus obligaciones previas con este país. Pero nuestras autoridades no parecen confiar mucho en su propia interpretación del contrato, porque en paralelo amenazan con bloquear las exportaciones comunitarias de todas las vacunas, incluida la de Pfizer. Sigue así la UE la estela de Donald Trump, quien prohibió la exportación de vacunas fabricadas en los Estados Unidos, prohibición que se encuentra en vigor y que su sucesor no muestra intención alguna de derogar.

No se engañen: la amenaza europea sólo es una muestra de impotencia para consumo interno. Las consecuencias de ponerla en práctica no se harían esperar: además de sufrir todos por el entorpecimiento general de las cadenas mundiales de producción, es dudoso que nuestra débil Europa pudiera salir vencedora tras las represalias que adoptarían los demás países. Apoya este juicio el que, pese al decreto de Trump, la amenaza haya dejado al margen a los Estados Unidos. Si estoy en lo cierto, la amenaza sólo apunta a ese deterioro lento pero continuado que padece el estado de derecho en una Europa cada vez más corporativista, menos competitiva y, sobre todo, más pobre. Es reveladora además de lo manipulable que puede llegar a ser nuestra opinión pública por el emergente nacionalismo europeísta, potencialmente tan peligroso como los que habíamos sufrido hasta ahora a escala nacional y regional.

Todo ello tan solo por la pretensión errónea de vestirnos con un traje uniforme que le queda mal a muchos de los estados europeos. El europeísmo siempre se niega a considerar la posibilidad de que no en todos los estados es óptima la misma elección entre, en este caso, eficacia, tiempo, seguridad y precio. En su afán igualitario, centraliza las decisiones y nos condena a la uniformidad. Con la vacuna, se empieza a hacer muy visible la consecuencia: la UE corre serio riesgo de conseguir que todos los europeos accedamos a ella al mismo tiempo, pero de la peor manera: llegando los últimos. Una vez más, el igualitarismo acaba por igualarnos hacia abajo.