Señora ministra: ¿riders o drones?
Voz Populi, 5 de julio de 2020
Habrán leído en la prensa que la Sra. Ministra de Trabajo pretende competir con nuestros tribunales “de lo Social” para acabar con la contratación de repartidores (riders) como autónomos. Una vez más, nuestro hipócrita paternalismo está tentado a abortar un nuevo sector económico, enviando al paro a multitud de jóvenes.
La mayoría son trabajadores humildes, a menudo inmigrantes, que sólo acceden a empleos de esta índole y a menudo con carácter temporal. No suelen lucir ínfulas universitarias ni disponer del paraguas familiar que les permita opositar a judicaturas, o hacer la carrera en alguno de nuestros partidos.
Les invito a que reflexionen sobre qué sectores económicos prosperan en España en las últimas décadas. Además de éste del reparto, piensen en la transporte de mercancías por carretera, la abogacía, la hostelería y, mucho más que en otros países, el servicio doméstico.
¿Qué tienen en común actividades tan diversas? Muy sencillo. Aplican soluciones contractuales, tanto formales como informales, gracias a las cuales su contratación de trabajo evita el régimen laboral general, el que ahora pretenden imponer a los repartidores.
Esta contratación relativamente libre del trabajo explica por qué esos sectores crecen en España más que en los países vecinos. O, con más precisión, que todos los demás sectores, en la medida en que no pueden escapar del régimen laboral general, tengan aquí una escala muy inferior a la que correspondería a nuestra ventaja comparativa.
También explica fenómenos tan curiosos como que la introducción del GPS llevase en Estados Unidos a reemplazar autónomos por asalariados, al mismo tiempo que aquí seguían aumentando los “autopatronos”. Tanto en España como en Estados Unidos, las tecnologías asociadas al GPS permiten saber cómo se usan los camiones. Por ello favorecen su integración, de modo que la empresa sea propietaria y contrate conductores asalariados. Sin embargo, en España, a diferencia de Estados Unidos, esa información es mucho menos útil a la hora de gestionar las relaciones laborales, lo que requiere poder premiar a quien lo hace bien y castigar a quien lo hace mal. Como eso aquí es poco menos que imposible, por más tecnología de control que se aplique, optimizar el uso de los camiones requiere que nuestros conductores se hipotequen para comprar su camión. (Por cierto una propiedad ésta la del valor del activo que nuestros magistrados suelen creer relevante, como indicador de sofismas igual de bizantinos, como los de “dependencia” y “ajenidad”, para considerar o no como laboral la relación entre empresa y conductor).
La libertad contractual también explica, por último, fenómenos mucho más importantes, como que las empresas dedicadas a la construcción residencial pasasen en pocas décadas de tener miles de empleados a subcontratarlo casi todo con cuadrillas minúsculas de autónomos. Lógico que, cuando en la primera década de este siglo, el tipo real de interés era muy negativo, gran parte de la inversión se dirigiera al “ladrillo”. ¿Qué otras empresas hubieran podido expandir tan rápido la producción sin ampliar correlativamente sus compromisos laborales? La construcción es (y lo era aún más antes de la reforma laboral de 2012) de las pocas actividades en donde el capital no queda atrapado en relaciones laborales permanentes, en un matrimonio donde ninguna de las dos partes puede evitar que una de ellas —el empleador— cargue con casi todas las obligaciones sin ostentar apenas ningún derecho.
Por supuesto que esas soluciones mercantiles son ineficientes comparadas con el first best contractual. Lo sabe hasta el Ministerio de Transportes et al. que durante décadas ha estado subvencionando a los autopatronos para que “abandonen la actividad”. Unas empresas tan fragmentadas no pueden desarrollar la escala ni las tecnologías óptimas, ni invertir en capital humano. Como mínimo, han de usar híbridos asociativos que a menudo distan de ser eficientes. Además, asignan mal el riesgo: como ha puesto de relieve la pandemia, el autónomo asume mucho más riesgo que el empleado.
Por eso, la dualidad de nuestro mercado de trabajo no sólo es ineficiente porque la mitad protegida esté demasiado protegida. También lo es porque la mitad desprotegida está tan a la intemperie que ha de vivir al día, minimizando todo tipo de riesgos y desaprovechando todo tipo de oportunidades.
Para evitarlo, muchos empresarios y autónomos preferirían suscribir contratos laborales… si pudieran hacerlo bajo las reglas legales de —digamos— Alemania, Gran Bretaña o Estados Unidos, y si sus conflictos fueran decididos por jueces imparciales, y no —aún con demasiada frecuencia— por antiguos sindicalistas colocados como jueces “de lo social”.
Sin embargo, que el régimen de autónomos y similares sea un second best no justifica el desatino de nuestros laboralistas. Si tiene alguno a tiro, pregúntele bajo qué régimen laboral contrata a sus empleadas domésticas. Le dirá que él no es empresario; pero, a poco que lo apriete, descubrirá que ésa es sólo una excusa de mal pagador, cuando no de peor patrón.
Seguramente, también le dirá que muchos repartidores están disconformes con sus contratos, sobre todo aquellos que han litigado para que los jueces les conviertan en empleados. Olvidan que sí estaban contentos cuando firmaron el contrato; olvidan que su descontento es posterior a la rescisión, cuya causa desprecian; y olvidan, en suma, que, de no haberlo firmado como autónomos, tampoco lo hubieran firmado como empleados. La razón es sencilla: nadie les hubiera ofrecido el contrato laboral que nuestras leyes permiten ofrecer, un contrato redactado por quienes también suelen olvidar (salvo cuando ellos son parte) que dos no contratan si uno no quiere.
Es más, ni siquiera está claro que la mayoría de repartidores quieran ser empleados; pero nadie, y menos la Sra. Ministra, escucha a aquellos repartidores que, en vez de litigar, prefieren seguir trabajando. Como quizá creen saber lo que les conviene, no juzgan necesario ni escucharles.
Les dirán, por ello, que es de justicia convertirles en empleados. Pero también están olvidando que la productividad de un autónomo no es la misma que la de un empleado, y que si se obliga a contratarles como empleados es probable que, simplemente, no se les contrate. Optan por ignorar, en suma, a todos aquellos futuros repartidores a quienes condenan al paro.
¿Por qué insistimos en hacer estos disparates? De acuerdo con lo anterior, porque una élite así lo decide. En este caso, una ministra podemita y unos magistrados que, pese a su diversidad ideológica, suelen comulgar en el corporativismo. Sin embargo, por favor, basta ya de excusarnos en las élites. Si desvarían es porque la mayoría de ciudadanos lo permite, o, lo que es peor, porque así lo desea.
En efecto, de hecho, el promedio de la opinión pública es poco favorable a liberalizar el mercado de trabajo. Sospecho que el motivo es que a la mayoría ya le va bien: al menos, a esa mitad “protegida”, a la que las restricciones no le afectan porque está o aún se siente “por encima”. O porque, cuando le podrían afectar, bien que logra disponer unas reglas legales que le permitan contratar eficientemente (baste mencionar, de nuevo, el caso del servicio doméstico).
La dualidad del mercado de trabajo no es sólo la que se da entre trabajadores permanentes y temporales sino también —quizá sobre todo— la brecha que existe entre asalariados y autónomos. Si no liberalizamos el régimen laboral general, para que cada “matrimonio” pueda adaptar la relación a su circunstancia, seguiremos desperdiciando mucho del desarrollo potencial de nuestra economía.
Esa dualidad es su lastre fundamental porque perjudica gravemente la asignación de recursos. No sólo lleva a que sectores enteros estén en trance de desaparecer, como es gran parte de la industria. También fuerza a que otros sectores subsistan con una mezcla distorsionada de recursos: utilizan poco trabajo y demasiado capital. Observen el doble despropósito: poco trabajo, pese a nuestro récord de paro; muchas máquinas, pese a que, debido a las dificultades de la industria, se trata generalmente de máquinas importadas.
Ese es justamente el futuro del sector del reparto si acabamos con los repartidores autónomos, porque las pocas empresas que se mantengan abiertas acabarán usando… drones. ¿Le parece exagerado? Lo es sólo en parte. Mire a su alrededor. Ya son muchos los sectores de la economía española que han sustituido trabajo por capital, desde las autopistas y los parkings, con sus sistemas de pago automático, a los bancos, con sus cajeros, los centros de logística, con sus robots, o los restaurantes de comida rápida, con sus quioscos automáticos de pedido. Por no hablar de aquellos sectores en donde casi toda la actividad se desarrolla en régimen de autoservicio, como los cines o las estaciones de servicio.
Observe que esta sustitución de trabajo por maquinaria y autoservicio ha sucedido antes en España, pese a ser el nuestro un país menos rico y con más desempleo que Alemania o los Estados Unidos; países ambos donde dicha sustitución de trabajo por capital va muy por detrás.
En conclusión, señora ministra, señorías: mientras no liberalicemos radicalmente el mercado de trabajo —como procede y confío que pronto nos obliguen a hacer—, mantengan los pocos márgenes de contratación laboral relativamente libre. Quizá sea un second best; pero es mucho mejor que el paro.