Sangrías keynesianas
Voz Populi, 15 de noviembre de 2020
En medio de la enorme crisis que padecemos, triunfan hoy las doctrinas “keynesianas”, que defienden aumentar la deuda y el gasto público para sostener, gracias a sus efectos supuestamente multiplicadores, la demanda agregada, con la esperanza de acelerar la recuperación de la economía. La receta es bien recibida porque promete sacarnos de la crisis rápido y sin dolor. Por desgracia, sus versiones más populares tienen más de crecepelo que de medicina; e incluso algunas de las más técnicas dejan mucho que desear.
Como en toda corriente intelectual, hay keynesianos de muy diversa condición. Por ejemplo, hoy casi todos reconocen que para gastar ahora convendría haber ahorrado durante los años previos de crecimiento económico. Sin embargo, por aquel entonces la mayoría permanecían callados o afirmaban que aún no había llegado el tiempo de ahorrar, una tarea esta que siempre se antoja inoportuna a los recalcitrantes.
Algo falla en estas doctrinas o en nuestra psicología social cuando en todas las crisis reincidimos en la misma pauta: en las expansiones, nuestro Estado ahorra poco o nada, de tal modo que las recesiones siempre nos pillan desnudos. Practicamos un keynesianismo de piñón fijo, quizá porque ni el volumen ni el tipo de gasto responden nunca —ni en la expansión ni en la recesión— a consideraciones racionales de utilidad económica, ni siquiera keynesiana, sino a un miope electoralismo de muy corto plazo.
Una aberración bien actual y hasta impúdica, pero en modo alguno inusual, es que, en plena pandemia, con la deuda y el déficit público desbocados, y a pesar que ya tenemos expectativas de inflación negativa, el proyecto de Presupuestos proponga subir las pensiones y los sueldos públicos, propuesta que acaba de recibir el reproche del Fondo Monetario Internacional. Pues así y todo, los keynesianos gubernamentales defienden esas subidas como parte de una política anticíclica dirigida a mantener la demanda agregada. Esconden que una política en verdad keynesiana, tal que buscara recuperar el consumo y la actividad, y no solo comprar votos, usaría esos recursos para reducir impuestos y cargas sociales a quienes más han perdido con la pandemia. Al fin y al cabo, es de esperar que sea su consumo —que no el de los funcionarios— el que más se haya resentido. Pero los Presupuestos, en vez de aliviar su carga fiscal, la elevan, sobre todo a los más humildes.
Por fortuna, existe mucho keynesiano independiente que no solo critica al Gobierno por gastar cuando debiera ahorrar sino por gastar mal. Confía en que, si él ostentara el poder, vencería toda tentación electoralista, rechazando los proyectos inútiles, y sabría elegir aquellos que tienen efectos multiplicadores sobre la actividad económica. Por desgracia, su confianza bien pudiera estar infundada. Por un lado, cuanto mayor sea su compromiso por el bien común, menos probable es que ningún Gobierno le haga caso. Por otro lado, aunque le hiciera caso, es dudoso que supiera encontrar el elixir multiplicativo.
Da buena idea de la magnitud de ambas dificultades el punto del que partimos: a la hora de elegir proyectos con los proverbiales efectos multiplicadores, cuando no reinan el electoralismo y la corrupción lo hace la estulticia, como demostró el “Plan E” del Sr. Rodríguez Zapatero que, amén de llenar el país de rotondas inútiles, financió algunas obras cuyo coste principal era el letrero en que hacía publicidad de su Gobierno. Pero no se rían de ZP. Con ser ridículo, su Plan E no era una anomalía. Cuando los expertos escriben cartas a los Reyes Magos, algunos de sus proyectos presentan multiplicadores más que discutibles. En una reciente propuesta de reconstrucción se defiende alguna idea de la cual cabe dudar, no ya de que tuviera efectos multiplicadores, sino de que sus efectos fueran positivos incluso en términos brutos (esto es, sin siquiera computar su coste). Por ejemplo, contratar más “orientadores” para la enseñanza primaria y media, “reforzar el papel del profesor como tutor” y desarrollar las “competencias” de los alumnos en “pensamiento crítico, compromiso cívico, resiliencia”, olvidando su flagrante déficit de contenidos.
No son delirios aislados. Surgen dudas similares cuando contemplamos algunos de los rescates empresariales ya en marcha o cuando vislumbramos el consenso corporativista que se está incubando ante la cálida expectativa de la ayuda europea. Ya es grave, en cuanto a los rescates, que, mientras la pandemia lleva al cierre a muchas empresas perfectamente rentables, se comprometan fondos públicos para prolongar la agonía de otras que ya estaban prácticamente en quiebra antes de la pandemia. Pero es aun más grave que el nuevo corporativismo haya consensuado gastar el maná europeo en lujos de tan dudosa oportunidad como reducir la contaminación, digitalizar la Administración o dotarnos de más investigadores.
Ya antes de la pandemia esas estrategias no respondían a nuestras ventajas comparativas reales sino a las ínfulas de modernidad de nuestros pensadores y a los intereses de nuestros rentistas; pero esa brecha se ha ampliado ahora que somos más pobres. Es hoy menos prioritario que nunca dotarnos de más energía verde, pues ya contaminamos menos que nuestros vecinos más ricos, y solo lograríamos hacer la industria más inviable (recuerden el reciente cierre de Alcoa en San Ciprián). Aun es menos sensato —es, más bien, contraproducente— digitalizar procesos en la Administración Pública sin pararse a reestructurarlos antes. Amén de generar oportunidades de contratación pública muy difíciles de supervisar, solo acaba por acelerar el garbage in, garbage out que, muy a menudo, termina en desbarajuste, como ya ha sucedido varias veces en nuestros juzgados y registros civiles. Por último, tampoco conviene financiar más investigación de cuestionable eficiencia, que produce muchas publicaciones, pocas patentes y cero royalties, y que está desconectada de la realidad empresarial, desconexión de la que, quizá para curar en salud, ya se ha puesto de moda culpar a las empresas por su supuesta “impermeabilidad”, como si fueran ellas las que debieran servir a los investigadores antes que a sus clientes, trabajadores y accionistas.
Por todo ello, es lógico que el keynesiano mejor informado sea escéptico. No solo no se cree que, al seleccionar proyectos, el Gobierno elija aquellos con mayor potencia multiplicadora y más capaces de favorecer el crecimiento de la economía. Teme que, en cambio, derroche en los que mejor sirvan los intereses creados. Pero, además, incluso si lográramos superar tales intereses creados, ese keynesiano culto e independiente duda hoy de los efectos multiplicadores. El motivo es que la economía ha experimentado profundos cambios estructurales, desde el envejecimiento de la población al crecimiento del sector servicios o la menor inversión en bienes de equipo e infraestructuras, todos los cuales añaden nuevos interrogantes a la lógica tradicional de los efectos multiplicadores del gasto público.
Con todo, no obstante, incluso este keynesiano escéptico está tentado a poner sordina a sus dudas para agarrarse al clavo ardiendo de que, ante la desastrosa situación en que la pandemia deja a la economía, esta vez no queda otra salida que activar todos los recursos de gasto del sector público. Desde un punto de vista cognitivo, es comprensible que toda crisis en curso siempre nos parezca insólitamente grave, y que, por ello, tendamos a creer que merece medidas excepcionales. Además, confrontado con una crisis económica, el ciudadano del siglo XXI, que da por resueltos problemas tan difíciles como volar, hablar a distancia o llegar a la luna, exige “hacer algo” y tiende a creer que es mejor hacer más que menos. Demanda así políticas que, sobre todo en manos de gobernantes oportunistas y pese a lo malo de la situación actual, acaban por llevarnos a otra aún peor.
Más que mirar al pasado, convendría mirar al futuro. La triste realidad es que, con ser muy dura la actual crisis, la crisis siguiente, la que vendría a agravar esa reincidencia en el gasto inútil, puede ser aún peor que la actual. Recuerden que así ocurrió en 2008, cuando la situación también se consideraba excepcional. El Sr. Rodríguez Zapatero liquidó entonces en los fuegos artificiales de su “Plan E” nuestra capacidad soberana de endeudamiento, solo para que unos pocos años más tarde acabáramos sufriendo un rescate. Lo peor estaba entonces por llegar, y es posible que hoy suceda igual. Miren, si no, a qué precios cotizan nuestras principales empresas en relación a las extranjeras, quizá el mejor indicador de nuestro negro futuro. No parece que los inversores estén muy convencidos de las bondades que ofrece nuestra grandiosa planificación económica. No olviden que, a diferencia de los expertos, ellos opinan con su cartera y no de boquilla.
La clave reside en que los problemas sociales, incluidos los económicos, son mucho más complejos y difíciles que los resueltos por las ciencias naturales. Como consecuencia, el desarrollo de la economía en estos asuntos quizá no supere al que tenía la medicina siglos atrás. Si es así, nuestros expertos no son más sabios de lo que eran los médicos de entonces y deberían guiarse por la prudencia del juramento hipocrático: no hacer daño al enfermo y emprender sólo medidas con consecuencias claramente positivas, como serían, en España, el restaurar un mínimo de confianza en las instituciones y aumentar la competencia en los mercados.
Cierto que muchas de esas medidas son impopulares. Precisamente por ese motivo, los economistas deberíamos centrarnos en explicarlas y convencer a nuestros conciudadanos. De lo contrario, siempre tendrán más demanda las recetas mágicas, aunque, al concretarse en ofertas reales, estas solo redistribuyan renta a favor de los más privilegiados (como hace la subida de sueldos públicos) y sus excusas (la de moda es el estribillo de los “proyectos tractores”) apenas disimulen la sangría de la parte más productiva y menos rentista de la sociedad.