¿Quién debe juzgar si el cliente "queda satisfecho"?
Caso de discusión publicado en Almacén de Derecho, 12 de octubre de 2020, extraído de Arruñada, B. (2020), “La seguridad jurídica en España”, FEDEA, Estudios sobre la economía española no. 2020-26, Madrid.
Hace ya varias décadas, El Corte Inglés fue pionero en España al ofrecer a sus clientes una garantía por la que, si el producto no les satisfacía, la empresa se comprometía a devolverles el importe de la compra. Durante muchos años, anunció esta garantía con el eslogan: “Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero”. En enero de 2001, los empleados de El Corte Inglés de Málaga se negaron a reintegrar el importe de un jersey de lana que se había deteriorado con el uso. El jersey había sido usado por el marido de la demandante en “tres o cuatro ocasiones” y le habían salido “pequeñas bolas”. La clienta litigó el asunto y un año más tarde, el juez le dio la razón, condenando a El Corte Inglés a devolverle el importe de la compra, 65,85 euros. El juez argumentó que el deterioro “anormal” de la prenda “justifica[ba] la insatisfacción” de la compradora, y amparaba la devolución en el cumplimiento de un lema comercial que, a estos efectos, viene a formar parte del contrato.
¿Quién tiene mejores información e incentivos para decidir?
¿Debería haberse abstenido (o, con la precisión propia de la doctrina jurídica “desestimado la demanda”) el juez de intervenir? Para contestar esta pregunta, debemos considerar que, además de señalar una buena calidad, superior a la prometida, la posibilidad de devolución facilita que el cliente pueda identificar mejor sus necesidades, ajustar mejor el producto a sus preferencias y comprar productos personales a través de otra persona. La garantía interviene en la relación en términos tanto de “incentivos” como de “coordinación”—esto es, resuelve problemas de asimetría y carencia informativa.
Sin embargo, al aplicar dicha garantía pueden aparecer conflictos entre la tienda distribuidora y el cliente, pues puede dar lugar a dos tipos de comportamiento oportunista. Obviamente, por un lado, la tienda puede negarse a devolver el dinero reclamado por el comprador. Por otro lado, el cliente puede reclamar la devolución aunque el producto le satisfaga plenamente, tras utilizarlo durante algún tiempo sin coste alguno. Algunos indicios apuntan la realidad de este riesgo. Por ejemplo, la existencia según las tiendas de auténticos “profesionales de las devoluciones” con prácticas consistentes en reclamar en grupo y en días en que las tiendas están llenas, sólo para protestar airadamente en caso de que la tienda se niegue a aceptar la devolución. Más importante es el dato de que el oportunismo en la devolución parece estar llevando a que las tiendas hayan ampliado las excepciones no cubiertas por la garantía. Desde un principio, habían quedado fuera de la garantía ciertos productos, como los discos de música, pero en fechas más recientes han sido excluidos, por ejemplo, los trajes de fiesta, un producto cuyo primer uso proporciona al cliente gran parte de la utilidad total. En la misma línea, varias tiendas online han empezado a cobrar al cliente los gastos de devolución.
La supervivencia de la garantía correría peligro tanto si la tienda fuese siempre oportunista, y por tanto no atendiera ninguna reclamación, como si muchas devoluciones fuesen oportunistas, pues satisfacer la garantía ocasiona un coste elevado y la tienda ha de repercutir ese coste entre los demás clientes no oportunistas. Para que la garantía funcione eficientemente probablemente sea necesario detectar y “separar” las devoluciones oportunistas. ¿Quién debe hacerlo? Existen tres posibles candidatos: el cliente, el juez o la propia tienda. Lo hará mejor aquél que cuente con mejor información e incentivos.
Por un lado, el cliente ha usado el producto, y sabe si ha hecho un uso correcto y qué grado de satisfacción le proporciona. No conoce tan bien, en cambio, qué grado de satisfacción o calidad cabría razonablemente esperar de ese tipo de producto. Y, sobre todo, sus incentivos en cuanto a la posibilidad de devolución son deficientes: sobre todo, porque no pone en juego su reputación.
Por otro lado, el juez tiene aun peor información que el cliente: ignora todo lo que éste ignora y gran parte de lo que éste conoce. Por ejemplo, generalmente desconoce cuáles son los niveles normales de deterioro del producto o qué constituye un uso normal por parte del cliente. Por ello, el juez sólo puede o bien aplicar la garantía de forma automática o bien abstenerse y dejar la decisión al arbitrio de las dos partes. En cuanto a sus incentivos, éstos pueden no ser tan perfectos como podría parecer en un principio: como todo ser humano, los jueces suelen preferir el monopolio, que en este caso se manifiesta en su preferencia por entrar a decidir en todo tipo de relaciones sociales. No decidir, esto es, abstenerse, dando libertad a las partes y, por tanto, desestimar sistemáticamente las demandas, supone reducir ese monopolio.
Por último, la tienda quizá sea quien tiene mejor información de lo que constituye un abuso por parte del cliente, estando así en buenas condiciones para valorar la razonabilidad de la devolución. No sólo conoce mejor las características del producto, sino que está en condiciones de acumular información sobre los clientes, para conocer por ejemplo si un cliente abusa repetidamente de las garantías. Además, los incentivos de la tienda para cumplir son mejores que los del cliente. La tienda está preocupada por su reputación, por lo que tenderá a no defraudar las expectativas del cliente. Si los clientes ven que la tienda no cumple su promesa, la publicidad se volverá en su contra.
Ciertamente, los empleados de las tiendas pueden tener peores incentivos que la empresa para conservar la reputación de ésta. Por ejemplo, si están sujetos a incentivos a corto plazo o piensan irse a otra empresa, les puede interesar incumplir con los clientes, aunque ello sea desastroso para la empresa. No obstante, la empresa tiene incentivos para controlar y minimizar estas conductas de sus empleados, por lo que, si bien es posible que se materialicen, deberían ser infrecuentes.
Es pertinente considerar otras dos cuestiones. Primero, cabe dudar hasta qué punto los intereses de la tienda y de sus empleados no les llevan a tolerar a menudo un exceso de oportunismo por parte de sus clientes comparado con el nivel que desearían sus clientes menos oportunistas. Recriminar al cliente oportunista requiere esfuerzo adicional por parte tanto de la tienda como de su empleado.
Los costes de reforzar el monopolio judicial
Por otro lado, tal vez constituya un mejor ejemplo de la proclividad al monopolio judicial negar la validez del contrato, esto es, afirmar que el contrato es nulo porque el cliente sufrió un vicio del consentimiento justificándolo a menudo con un estándar muy exigente para conformar la voluntad contractual (así ocurre, seguramente, en el ámbito de la contratación de préstamos hipotecarios y en los procedimientos de despido en el ámbito laboral). Desde un punto de vista general, anular esos contratos supone “liquidar” a un competidor esencial tanto de la ley imperativa como del propio juez: la autonomía privada. Este tipo de “activismo” judicial conduce a configurar al juez como el “valedor” de consumidores y trabajadores despreciando la capacidad de los mercados y la autonomía privada para lograr regular los intercambios de forma eficiente y justa.
Esta hipótesis del monopolio institucional, ¿ayudaría a explicar la notable y quizá creciente despreocupación que muestran tanto el legislador como la Administración y muchos jueces por la reputación de los individuos y el capital reputacional de las empresas? Téngase en cuenta que las empresas con grandes inversiones reputacionales resultan dañadas incluso cuando los jueces terminan dándoles la razón tras ser víctimas de denuncias falsas en las que a veces puede intuirse la presencia de elementos próximos al chantaje. Un ejemplo histórico fue la difamación que perpetraron hace décadas un par de anarquistas ingleses contra McDonald’s. La empresa litigó y ganó el pleito por libelo, pero perdió reputación: la denuncia figuró de forma prominente en las noticias, lo mismo que la demanda judicial y el pleito, que fue uno de los más largos hasta entonces en Inglaterra; sin embargo, la sentencia apenas fue reseñada en la prensa, la indemnización obtenida (40.000£) fue relativamente insignificante y su cobro dudoso. Un suceso en parte similar en España fue la denuncia a principios del año 2020 contra la firma de joyería Tous por una supuesta Asociación de Consumidores y Usuarios de Joyería (Consujoya) creada una semana antes (Rodríguez, 2020). Baste comparar a este respecto el desigual tamaño de estas dos noticias firmadas por Marraco (2020a y 2020b).
Entre nosotros, esta despreocupación por la reputación de las empresas y los empresarios resulta también patente al observar la práctica cotidiana de los procedimientos penales, como bien señala el Círculo de Empresarios (2018, pp. 37-42). Podría también contemplarse como tal el sistemático uso ejemplarizante que hace la Agencia Tributaria de todo incidente de inspección a personas famosas.
Extensión a los riesgos de “feudalizar” las relaciones económicas
El monopolio jurisdiccional —la primacía del juez sobre la voluntad de las partes— se introduce durante las revoluciones liberales con la intención de evitar que, por vía contractual, las partes retrocedan hacia situaciones feudales. Por ejemplo, un contrato que estableciera que todos los conflictos los resolviera una de las partes sin que la otra parte pudiera acudir a los tribunales o un testamento que pretendiera vincular indefinidamente una finca a una familia o entidad. Sin embargo, debemos preguntarnos si el poder que ese monopolio jurisdiccional concede al juez cuenta hoy en día con contrapesos suficientemente eficaces, sobre todo tras haberse diluido, supuestamente, la prioridad que la legislación liberal concedía a la voluntad contractual de las partes.
Aparecen en este terreno dos sesgos notables en la actuación judicial. Por un lado, contra la actuación “parajudicial” de las partes en contratos voluntariamente asimétricos en los que quienes contratan lo hacen en condiciones de aparente desigualdad, lo que invita a pensar que, en su intento de buscar el equilibrio, el juez corre el riesgo de alcanzar un desequilibrio en sentido opuesto. La contratación laboral es quizá el supuesto más importante de este tipo (Arruñada, 1993), pero puede darse el mismo fenómeno entre empresas grandes y pequeñas. Por ejemplo, los contratos entre fabricantes y concesionarios de automóviles (Arruñada et al., 2001 y 2005), así como, en general, entre franquiciadores y franquiciados o entre grandes distribuidores y sus proveedores (Arruñada, 2000).
Se observa, asimismo, cierto sesgo contra el arbitraje, cuyas decisiones tienden a ser revisadas en exceso por los jueces. Pese a que ya desde la Ley 36/1988, de 5 de diciembre, de Arbitraje, las decisiones arbitrales solo pueden ser anuladas por causas muy tasadas, sucede que, de todos modos, los tribunales superiores acometen en ocasiones un control más de fondo que formal, lo que afecta a la eficacia y ejecutividad de los laudos arbitrales.
En definitiva, se echa de menos la existencia de contrapesos o, al menos, de criterios doctrinales que frenen la intervención ineficiente, por excesiva, de los tribunales. Es también posible que se abuse del riesgo de re-feudalización, pues se usa como argumento contra la libertad contractual pero no para limitar la discrecionalidad del juez en cuanto a retroactividad o moralidad (unconscionability). Además, estas “manumisiones indeseadas” suelen acabar feudalizando a la parte débil con el Estado o con un solo empleador. El caso de la regulación laboral es claro a este respecto. Es bien sabido que la regulación española lleva a unas tasas muy elevadas de desempleo crónico. Ello no sólo genera bolsas de población parcial o totalmente subvencionadas, en algunos casos de por vida y con manifestaciones regionales de dependencia masiva y permanente, con un claro componente de “clientelismo” local. Además, la regulación de los contratos laborales “fijos” desanima la movilidad de los trabajadores que al cambiar de empleo perderían los beneficios de su antigüedad, quedando así “atados” a su actual empleador.