Qué pueden hacer los jóvenes

Voz Populi, 24 de enero de 2021

La semana pasada terminé una tribuna sobre la educación en España prometiendo explicar qué podemos hacer para revertir la penosa situación que atraviesa. A juzgar por los comentarios recibidos, la demanda de soluciones es notable.

Para empezar, procedería discutir las causas de que hayamos llegado a esta situación. Las recomendaciones sólo pueden ser fiables si se asientan en un diagnóstico sólido; pero ni hay paciencia para diagnósticos ni demasiada confianza en que fueran eficaces. Por ello, más que intentar descubrir las causas directamente, intentaré ponerlas de relieve de forma indirecta, mediante el examen de qué medidas podemos aplicar los diversos agentes implicados y, sobre todo, qué resistencias encontraríamos por el camino. Confío en que esas resistencias nos ayuden a desvelar las causas, identificar culpables y entender por dónde podría quizá ir la solución.

Empezaré hoy con los protagonistas de la educación: los propios jóvenes, que son no sólo los clientes del proceso educativo, como supone erróneamente la falsa pedagogía imperante, sino también su materia prima y su principal fuerza de trabajo.

La respuesta parece sencilla: en la medida en que el fallo central de la educación sea una baja exigencia, el remedio ha de pasar por elevarla. Ciertamente, semejante solución puede ser engañosa por, al menos, dos motivos. Por un lado, el diagnóstico puede ser erróneo, por no existir tal caída de estándares de exigencia o porque, aun existiendo, la menor exigencia no representa un papel tan importante en la crisis educativa. En segundo lugar y es un riesgo bastante más probable, porque esa caída de la exigencia no es una variable que la mayoría de los interesados en la educación, incluyendo padres y profesores, estemos en buenas condiciones de manejar individualmente.

Es éste el caso, es especial y sobre todo, de los propios jóvenes, a quienes exige establecer una lucha con su propia naturaleza para autoimponerse elevados niveles de exigencia personal; y se lo exige cuando la exigencia externa es reducida y, por tanto, al menos a los buenos estudiantes se les dice que están cumpliendo más que satisfactoriamente. ¿Qué incentivos tiene un estudiante para estudiar más o mejor si su instituto y su universidad le regalan buenas notas con una preparación mediocre, a menudo basada en memorizar “apuntes”, y le suelen escamotear su rendimiento relativo incluso dentro del propio centro? A menos que sus padres sean muy conscientes de la situación (adivinen quienes llevan ventaja en esa tarea: cierto, los profesores), ¿no tenderá, más bien, a interpretar esas buenas notas como señal de que su formación ya es excelente?

Por este motivo, el joven español con ganas de prosperar ha de ser consciente no sólo de la pobre formación que recibe, produce y acumula sino de las limitaciones de su voluntad en semejante entorno de relajación inducida. En consecuencia, habrá de imitar a Ulises cuando ordenó a sus hombres que le atasen al mástil para resistir el canto de las sirenas. Sus decisiones deben dar prioridad a estudiar y trabajar en entornos de alta exigencia, aunque ello suponga sacrificios en términos de su especialización o de sus preferencias subjetivas de aprendizaje o empleo. Unas preferencias éstas que, en todo caso, suelen estar mal informadas y ser efímeras: no sólo están desfiguradas por la última ficción televisiva y el gozar de una abundancia de recursos a menudo igual de ficticia, sino que las posibilidades de “realización” personal varían más entre profesionales que entre profesiones.

En el orden cronológico más habitual, esa estrategia de compromiso con la exigencia implica decisiones como: (1) matricularse en el colegio e instituto más duro, aunque estén lejos del domicilio familiar o haya de irse a vivir con los abuelos; (2) cursar el Bachillerato de Ciencias, aunque esté pensando en estudiar carreras plagadas de “marías”, como suelen ser todas las de Letras y Sociales; (3) elegir una carrera y una universidad relativamente difíciles, aunque las preferidas o las más cómodas hubieran sido más fáciles o estén ubicadas cerca del domicilio familiar (con dolorosa claridad: no estudiar ADE o Económicas si la selectividad le da para Matemáticas o para una Ingeniería de las pocas que ya quedan de verdad difíciles); (4) desde uno o dos años antes de terminar la carrera, identificar y tener en mente como objetivo para cuando se gradúe puestos de trabajo exigentes y con retribución diferida (aquellos que durante los primeros años van a pagarle más en formación que en dinero); y, posteriormente, (5) complementar la especialización y formación que le proporcione ese primer empleo con un posgrado necesariamente de nivel internacional.

Asimismo, aquel joven cuyas decisiones previas le hayan dejado atrapado en carreras y universidades poco exigentes (por desgracia, la inmensa mayoría), debería ignorar toda norma social de no competencia y prestar atención sólo a su rendimiento relativo, aspirando a que no sea inferior del top 5%, pero haciéndolo compatible con un empleo productivo de su abundante tiempo libre. Para ello, debería emprender actividades que le supongan un desafío complementario y “subsanador” de las debilidades que haya exhibido hasta ahora, desde el deporte duro y bien hecho hasta ejercer bien como delegado de curso, jugar en serio a la política, organizar sociedades de debate, dar clases particulares, aprender idiomas, o, lo mejor, trabajar; por ejemplo, como reponedor en Mercadona. Lo esencial es respetar los dos requisitos de que sean exigentes y complementarios en el desarrollo de su personalidad, evitando tanto el eco depresivo de las redes sociales (puro cotilleo que debe aprender a controlar) como el reconfortante “empolle” de apuntes al que acaba siendo adicto mucho buen estudiante, sólo para mejorar inútil y marginalmente sus calificaciones.

Por supuesto que la opción más recomendable para aquellos con verdadera fuerza de voluntad es la de estudiar a fondo algunas de las materias por las que sientan especial predilección. En teoría, la mejor manera en que debería poder educarse un estudiante universitario es estudiando más y mejor. Sin embargo, para aquellos con una capacidad normal de autocontrol, es imprescindible que estructuren su actividad de modo que la exigencia sea exógena. En la realidad que viven la mayoría de los jóvenes y de las carreras, cualquier empleo de verdad (que no siempre, ojo, las prácticas subvencionadas y menos aún los erasmus turísticos) proporciona un complemento formativo de mayor valor.

Es revelador de las causas que la principal dificultad con que se enfrenta esta estrategia de buscar la exigencia exógena es la escasa oferta de centros de enseñanza exigentes, a todos los niveles y ya sean públicos o privados. Para centros públicos y concertados, podríamos echar la culpa al torpe y trasnochado sectarismo de quienes han promulgado la legislación educativa y, aún más, de sus inspiradores intelectuales. Ambos tienen sin duda gran parte de la responsabilidad. Pero, amén de que cuentan con el respaldo de sus votantes, la caída que han experimentado los centros y universidades privados, y el que dicha caída —aunque quizá menor— se observe también en otros países occidentales, apuntan a causas más profundas. ¿De dónde vienen esas normas sociales de bajo esfuerzo que imperan en nuestra sociedad occidental y que sustentan el apoyo de esa pedagogía lúdica en la que nos hemos instalado? ¿Qué podemos hacer para reconducirlas? De momento, jóvenes, denlas por supuesto e intenten prosperar en su seno; pero no se engañen. Sepan que no sólo van a enfrentarse con competidores productivos, sino también extractivos. El propio futuro de Occidente quizá dependa de esa batalla.