Moralidad del despido
Nuestro país perdona todo tipo de pecados, pero tolera mal la herejía. Días atrás, la inquisición mediática intentaba quemar en la hoguera del desprestigio a Adolfo Domínguez, por afirmar algo que muchos piensan pero que pocos se atreven a decir en público: que España debería modificar sus leyes para que las condiciones de despido pudieran ser negociadas por las partes del contrato de trabajo — lo que erróneamente se conoce como “despido libre”. Erróneamente, porque en los países en que existe libertad para ello, las partes negocian e incluyen o no en el contrato, según les convenga, que el despido requiera o no a la empresa indemnizar al trabajador, y que el abandono del puesto de trabajo requiera o no al trabajador indemnizar a la empresa.
En otros países, las partes contratan una gran variedad de fórmulas laborales. Lo hacen con la presencia o no de sindicatos, tanto mediante convenios como con contratos individuales, e incluyendo indemnizaciones tanto explícitas (recurribles entonces judicialmente) como implícitas (basadas en la reputación y la necesidad de mantenerla para seguir contratando trabajadores).
Emplean unas u otras fórmulas según las condiciones de la actividad. Incluyen más restricciones cuando necesitan garantías a largo para invertir en capital físico o humano cuyo valor esté ligado a la continuidad de la relación. (Lo que se conoce como activos “específicos” desde los estudios de Oliver Williamson, el último Nobel de Economía). Las empresas son la primeras en ofrecer empleos permanentes cuando necesitan una plantilla estable a largo plazo. Los empleos vitalicios japoneses son un paradigma. Pero no hace falta ir tan lejos: el Corte Inglés proporciona a sus empleados permanentes condiciones superiores a las legales.
Los contratos de trabajo libres incluyen menos restricciones, en cambio, en actividades en las que interesa a ambas partes, trabajadores y patronos, mantener un régimen de terminación a voluntad. El interés de los trabajadores proviene de que desean protegerse contra los errores de selección y la presencia de holgazanes. Todo lo contrario de lo que ocurre en España, donde no es raro que un equipo laboral cuente con incompetentes y con uno o varios expertos en escaquearse. Además, muchos trabajadores toleran este oportunismo. Quizá creen que es el patrón, y no ellos mismos, quien paga a los holgazanes. Una excepción notable es la de los pesqueros: cuando algún marinero escurre el bulto, son sus propios compañeros, que van “a la parte”, quienes exigen al patrón que no lo embarque en futuras mareas.
Cierto que la contratación libre sufre dificultades, sobre todo si no hay competencia, o cuando el poder negociador está desequilibrado. Pero no con carácter general, como presuponen nuestras leyes laborales. Además, para resolver esas dificultades, existen muchas otras soluciones, tanto sindicales (convenios), como jurídicas (como, por ejemplo, reglas dispositivas de indemnización por despido) y judiciales (regulación por el juez de los contratos laborales, de modo similar a los de adhesión). Soluciones flexibles, que presentan problemas relativamente manejables y que no provocan el alto grado de oportunismo que sí originan las reglas imperativas hoy vigentes.
Reglas éstas que, además, por su extremismo, protegen sólo a la élite laboral menos necesitada de protección: los funcionarios y los trabajadores de grandes empresas. Todo el mundo sabe hoy del chantaje de los controladores aéreos, pero en el fondo no es muy distinto al que practican, por ejemplo, los “colocados” en el sector del automóvil, quienes condicionan la supervivencia de la industria auxiliar a que subvencionemos a los fabricantes, para que éstos no se vayan y sigan pagándoles sus inflados sueldos.
Dada la penuria en que vive la mitad de los españoles que no disfruta de una colocación en el sector público o en una empresa de este tipo, procede más que nunca denunciar la inconsciente hipocresía de quienes se oponen a una negociación más libre de las condiciones laborales. Inconsciente, porque creen en su superioridad moral. Hipócrita, porque la élite laboral sale ganando doblemente con la actual situación: se libra de competidores y los tiene a su servicio.
Por ello, mi doble enhorabuena para Adolfo Domínguez. Por ser uno de los pocos empresarios que se atreve a decir en público lo que piensa; y porque acierta en el diagnóstico. Sólo la libertad contractual sensatamente regulada puede lograr la prosperidad y la justicia propias de una sociedad abierta. La mala teología prohibió durante siglos el préstamo de dinero con interés. Eso no impedía que parte de la Iglesia se beneficiase de comprar censos, que eran una especie de préstamos indefinidos. Las nuevas ortodoxias se comportan a veces de forma parecida. Al fin y al cabo, cuando actúan como patronos, los sindicatos también evitan los contratos fijos.