Más mercado y menos política en la universidad
Publicado en El espectador incorrecto: Una mirada liberal al mundo, núm. 3, mayo de 2016, pp. 92-94 (suplemento de Actualidad Económica, 27 de mayo de 2016).
Para examinar con un mínimo de eficacia las causas y remedios de la situación universitaria, conviene cuestionar de entrada una creencia que suele dificultar el análisis: la de que la educación y, en concreto, la universidad no deben estar “al servicio del mercado”. Este imperativo es, más que erróneo, ilógico. Tanto el mercado como su alternativa, la política, son mecanismos de decisión para asignar recursos escasos. La cuestión clave es cómo decidir el uso de los recursos para que estén realmente al servicio del ciudadano. Éste puede decidir a través del mercado o a través de la política. Lo importante es la eficiencia y justicia de la asignación de recursos, y no cuál sea el medio —política o mercado— que emplee para decidirla.
Ambos, política y mercado, son sistemas en parte sustitutivos y en parte complementarios que sirven para procesar información y tomar decisiones en un mundo no sólo de recursos escasos, sino de ignorancia e información dispersa, asimétrica y no transmisible. La dificultad de numerosos analistas para entender esta equivalencia funcional de política y mercado proviene de su maniqueísmo analítico. Por un lado, en política, todo lo consideran posible. Para lograr cualquier fin, a menudo afirman que basta con ejercer un grado suficiente de algo que, con aparente candidez, denominan “voluntad política”. Sin que acaben de entenderlo, están de hecho depositando todas sus esperanzas en la eficacia de la coerción. Por otro lado, en cambio, se encuentran con que el mercado actúa por consentimiento y, en consecuencia, bloquea semejante voluntarismo. Les expulsa así del paraíso imaginario en el que, al suponer recursos ilimitados, todas sus ocurrencias parecen viables. Por ejemplo, durante los peores momentos de la Gran Recesión se quejaban de que la política estaba rendida al mercado. Sin embargo, en realidad, el mercado era sólo el mensajero de que los españoles consumíamos un 10% más de lo que producíamos y ya nadie nos prestaba los fondos precisos para mantener nuestro tren de vida. La política había vivido en la inopia y el mercado tan sólo la devolvía a la realidad.
Esta problemática se plantea de lleno en el caso de la educación, pues es posible organizarla mediante mezclas muy distintas de política y mercado, y ello sin renunciar a ningún objetivo que los ciudadanos podamos considerar meritorio. Lo imperativo es analizar en pie de igualdad las diversas opciones decisionales, tanto en lo relativo a la estructura de la información como a los intereses de los decisores.
Nuestra universidad es el resultado de la política, no del mercado
Observemos, de entrada, que nuestra universidad está organizada casi por entero desde la política y su brazo administrativo, con una participación mínima del mercado. El motivo es que desde la política: (1) hemos decidido sustituir a la iniciativa privada mediante universidades públicas, y (2) hemos optado por privilegiar esta educación universitaria sobre las demás, dando lugar a que los jóvenes acudan masivamente a la universidad para paliar los déficit de la educación secundaria y profesional. En consecuencia, no tenemos ni una cosa ni la otra, pues en buena medida hemos convertido a las universidades en institutos y a los institutos en guarderías. La oferta laboral acaba así teniendo una estructura anómala de titulaciones, con forma parecida a la de un reloj de arena. Además, también hemos decidido políticamente (3) proporcionar educación universitaria a un precio muy inferior a su coste (en 2009, las tasas sólo cubrían el 13% del coste); (4) abrir nuevos centros para reducir el coste privado asociado al desplazamiento del estudiante, con pérdida de economías de escala; y (5) reducir la cuantía media y la exigencia académica de las becas, de modo que un sistema de becas que intentaba aprovechar el talento y favorecer la igualdad de oportunidades se ha desviado hacia simples y masivas reducciones de precio. Simultáneamente, y también mediante decisiones políticas, en especial la Ley de Reforma Universitaria de 1983, (6) adoptamos para las universidades públicas un sistema de gobierno peculiar, que les da autonomía sin exigirles responsabilidad, y que éstas han usado de forma casi unánime para promocionar a su propio profesorado, desembocando en un alto grado de endogamia, cuando no de nepotismo.
El engaño de la masificación universitaria
Todo ello ha favorecido la masificación. En 2009, tenía estudios universitarios un 28% de los españoles entre 25 y 64 años mientras que en la UE ese porcentaje era del 23%. Ya entonces el número de nuestros universitarios era similar en volumen absoluto al de Francia o Alemania. Sin embargo, el que nuestra universidad esté masificada y sea fácilmente accesible, lejos de ser un logro social, es un espejismo, cuando no un engaño. Salvo excepciones, el pasar por la universidad aumenta poco la productividad y apenas proporciona señales creíbles de calidad, actitud o carácter. España está entre los países de la OCDE en los que cursar estudios universitarios menos incrementa los ingresos, y, al contrario que en otros países, la prima salarial de la educación incluso se redujo entre 1995 y 2006, sobre todo la de estudios universitarios. Este déficit en el valor que añade nuestra universidad resulta lógico: no sólo entran en ella un alto porcentaje de malos estudiantes, sino que la mayoría de ellos acaba obteniendo el título, por muy poco esfuerzo que hagan y muy poca formación que adquieran. En consecuencia, la universidad cumple mal su doble función de educar a los estudiantes (creación de capital humano) y distinguir a los mejores (producción de “señales” para el mercado de trabajo). Tan sólo sirve como aparcamiento y fábrica de frustraciones. Crea así nuevas generaciones de “hidalgos” que, como los de antaño, padecen una brecha sustancial entre su baja productividad y sus infladas expectativas. Y el reconfortante mito de la “generación mejor preparada” agranda la brecha y empeora sus consecuencias.
Esta masificación y estos resultados promedio son compatibles con que en la universidad y, en general, en buena parte de la educación española, se observe considerable polarización, con productos medios de calidad baja y excepciones de calidad alta. Así en la universidad se producen, por un lado, buenos médicos e ingenieros; y, por otro, graduados en especialidades sin demanda y a menudo de calidad cuestionable (no sólo poco cualificados en aptitudes sino también en actitudes, por ejemplo con una notable inmadurez personal). No debe sorprendernos que acaben trabajando en puestos inferiores a su “titulación”. Falta sintonía con el mercado de trabajo, y no es sólo por culpa de éste. Es notable que los datos del INE muestren diferencias muy notables en cuanto a la “empleabilidad” de los graduados en distintas carreras. En promedio, la universidad exige poco, pese a lo cual sufre una tasa elevada de abandono, y proporciona al mercado de trabajo una “señal” poco informativa sobre la aptitud del graduado. Es revelador que la excepción a esta pobreza de la señal la constituyan las facultades de Medicina o las pocas escuelas de Ingenieros Superiores que, contra viento y marea, han conseguido mantener unos altos estándares de exigencia. (Una exigencia no siempre relacionada con la formación de capital humano o el aumento de la productividad, lo que apoya la tesis de que la efectividad de estos estudios de Ingeniería se centra en el signaling).
Las consecuencias no son positivas ni siquiera en términos de igualdad, pues se ha resentido la calidad media del estudiante, la cuantía de la inversión por estudiante y, lógicamente, el valor de los estudios universitarios. Si bien un mayor nivel educativo aún ayuda a tener salarios más altos, a sufrir menos desempleo y a tener un empleo más estable, existe un grado importante de “sobre-titulación” o “subocupación”. Por una parte, el 47% de los titulados trabaja en puestos inferiores a su cualificación teórica, frente al 34% de la Unión Europea. Además, al contrario que en otros países, la prima salarial de la educación ha descendido.
La universidad ha perdido así la poca eficacia que algún día pudo haber tenido como escalera de movilidad social, ya que las élites tienen a su alcance la posibilidad de perpetuarse comprando buena educación. Y no sólo las élites económicas: las élites intelectuales que controlan el propio sistema educativo lo tenemos muy fácil, como “enterados” que somos, para explotar gratis y en beneficio propio los rincones de buena calidad del sistema.
La necesidad de introducir competencia
A la vista de este fracaso de la universidad, es improbable que la solución de sus problemas pase por abundar en su politización, sino por aplicar al menos algo de mercado: más en concreto, por reorientar la competencia, hoy implícita y disfuncional, de una forma más productiva y justa.
La competencia es un elemento clave de la solución porque es un mecanismo de responsabilidad. Desde 1983, las universidades españolas disfrutan de considerable autonomía en muchos ámbitos (por ejemplo, en las decisiones de gasto y de selección y promoción del profesorado) sin un desarrollo equilibrado de su responsabilidad.
Además, la competencia es compatible con la financiación y cobertura pública mediante una política basada en: la libertad de elección por los usuarios; la libertad de organización e incentivación de los centros; la responsabilización de usuarios y centros de las consecuencias de sus decisiones; y el suministro de información a los decisores, tarea en la puede tener ventaja comparativa un agente central, aunque no necesariamente público.
Esta política puede ser gradual. Por ejemplo, cabe introducir elementos de competencia como el permitir que los buenos departamentos se “independicen” de sus universidades negociando directamente con la Administración; o el fomentar la competencia entre estudiantes permitiendo que cada estudiante tenga derecho a que se le certifique qué puesto ocupa en su clase o cohorte.
Por último, introducir fórmulas de competencia explícita es necesario para evitar las disfunciones a que lleva hoy la competencia informal de carácter implícito. Esta competencia informal es poco visible y, por tanto, pasa inadvertida, si bien es generalmente improductiva, ya que no competimos para hacer un producto mejor sino para capturar una parte mayor del presupuesto. Competimos por rentas, y una gran parte de esas rentas se disipa en el propio proceso competitivo. Quizá el ejemplo más notable de esa disipación de recursos sea el papel que representa la competencia entre estudiantes a la entrada de la universidad. Como consecuencia del peculiar sistema empleado para racionar la escasez de puestos en las mejores carreras con base en la “nota de selectividad”, se derrochan gran cantidad de recursos al preparar esas pruebas selectivas y, sobre todo, al elegir carreras sin atender a la vocación.
Un primer paso para racionalizar el sector sería elevar sustancialmente las tasas, hasta el punto en que, por ejemplo, invirtiéramos la proporción de lo que se financia con tasas y con fondos públicos. En 2009, las tasas representaban unos 1.000 euros por alumno y año, lo que equivalía a un 13% del coste medio, que se cifraba en 7.700 euros. Como se estima que el rendimiento privado de seguir estudios universitarios es de un 7% y el rendimiento social alcanza sólo entre el 1 y el 3%, tendría más sentido que el estudiante sufragara una porcentaje muy superior a ese 13% actual.
Este cambio permitiría abandonar nuestro perverso sistema de financiación, en el que las universidades reciben la mayor parte de sus recursos en función del número de estudiantes y con independencia de su calidad. Iríamos a un sistema en el que los centros competirían entre sí por los fondos que pagasen los alumnos. Fondos que procederían tanto de los propios alumnos como de las becas, que habrían de ser mucho más generosas y selectivas. Probablemente, conviene aumentar la cuantía y reducir el número de becas, elevando los requisitos de mérito. Las becas deben ser sustanciales, de modo que la persona que lo merece pueda elegir con libertad qué y dónde estudiar. En resumen: menos becas, pero de mayor importe y más ligadas al mérito académico.
Otro paso más sencillo consistiría en proporcionar información para la toma de decisiones de empresas, padres y jóvenes. Por ejemplo, a las empresas les ayudaría conocer el puesto que ocupan los estudiantes en su promoción. Similarmente, a los jóvenes les ayudaría saber sobre la empleabilidad de los graduados: cómo se colocan y cuánto ganan los titulados de distintas carreras, universidades y centros. Una vez sepan las diferencias que existen, quizá comiencen a exigir que la Administración les devuelva su derecho a elegir, de modo que ese derecho esté al alcance de todos los ciudadanos, y no sólo de los pocos privilegiados que, por unas u otras vías, hoy pueden permitírselo.