Lujos que nos encadenan
Voz Populi, 25 de octubre de 2020
Argumentaba hace poco que aún subestimamos la profundidad de la crisis en que está cayendo la economía española. Sugería que tendemos, en cambio, a exagerar nuestra crisis política e institucional, la cual, con ser grave, solo es, en el fondo, el más caro de nuestros lujos. Cuando asumamos nuestra pobreza, tendremos la oportunidad de recobrar la sensatez. Apunta ahí un modesto rayo de esperanza.
Llevamos ya décadas viviendo del sacrificio de las generaciones pasadas y el menguante crédito de las futuras. Esa impostura no solo ha distorsionado nuestras decisiones sino también nuestra percepción de la realidad, de nuestra valía y, consiguientemente, de nuestras expectativas, prioridades y objetivos. Los errores se acumulan por esa pretensión de ser ricos, guapos y poderosos en la que aún vive buena parte del país, máxime cuando a la vanidad se une el supremacismo, ya sea cultural, moral o intelectual.
Llueve sobre mojado pues, a escala individual, el español medio ya solía tender a vivir alegremente. Aun sin irnos al pasado remoto, las encuestas sobre condiciones de vida venían mostrando que, entre los mayores países europeos y con la excepción de Italia, hay más españoles con “dificultades para llegar a fin de mes”, y no solo entre las personas más humildes. Desde la llegada del euro, el bajo tipo de interés alteró aún más nuestras decisiones. Más que preocuparnos por llegar a fin de mes, empezamos a vivir al día.
La miopía individual se acentúa a escala colectiva. Como decisores políticos que somos todos los ciudadanos también tendemos a consumir de forma irresponsable. Ha ocurrido así bajo distintos regímenes políticos, incluido el franquismo, que equilibraba el presupuesto con inflación y represión financiera, hasta tal punto que en 1959 se vio obligado a devaluar la peseta. Una tendencia que se acentúa desde que en el verano de 2012 el Banco Central Europeo empieza a regalarnos crédito barato pese a ser insolventes. Al principio, el miedo a la prima de riesgo contuvo nuestros peores impulsos; pero pronto el electoralismo de unos y otros pasó a primer plano, y el COVID ha acabado por desatarlos. Este crédito inmerecido ha distorsionado nuestras decisiones a nivel individual y colectivo, pero también nuestros valores y prioridades.
A escala individual, algunos ciudadanos sensatos y pudientes toman decisiones compensatorias y, a medida que el sector público se endeuda más y más, ellos aumentan su ahorro en previsión de que esa deuda pública se traduzca en mayores impuestos futuros, cuando no en el caos asociado a una salida del euro. Esta sustitución “ricardiana” tiene notable impacto entre la población más adinerada. No solo en cuanto al aumento de la tasa de ahorro sino también a su destino geográfico, como bien están notando ya desde antes del COVID-19 los bancos andorranos. Sin embargo, la dureza de las circunstancias no debiera cegarnos respecto a la realidad de que la mayoría de ciudadanos sigue consumiendo por encima de sus posibilidades.
A escala colectiva, es peor. Dar crédito a un Estado insolvente le ha permitido reincidir en sus vicios. Algunos de ellos son obvios. Respondiendo a la voluntad de la ciudadanía, hemos seguido ampliando un estado de bienestar que proporciona numerosos servicios de forma aparentemente gratuita, pero sin pagar los impuestos necesarios para financiarlos. Como consecuencia, no solo el usuario de estos servicios es rico a crédito sino que también lo somos quienes le proveemos los servicios. Tanto es así que a día de hoy, pese a los recortes masivos de sueldos privados, el actual Gobierno aún pretende elevar los sueldos públicos.
Otras distorsiones están más ocultas. Vivir a crédito ha consagrado una moral falsamente igualitarista que extirpa toda consideración económica en el acceso a la mayoría de servicios públicos, desde la sanidad a la vivienda, las autovías o la litigación. Somos de los países europeos con más vías de alta capacidad sin peaje y el que tiene menos tasas judiciales. Poco importa que, al suprimir los precios en dinero, los paguemos en tiempo y en especie, precios que generan atascos, enchufes y excrecencias, y no discriminan contra el rico sino contra el más productivo, ya sea este rico o pobre. Por igual motivo, cometemos también dislates tan hipócritas como el de apenas racionar costosos servicios sanitarios a la vez que somos, ya no ahorrativos, sino cicateros con las pensiones no contributivas.
Como el gasto público se financia a crédito también refuerza la ilusión de que es gratis. Como nadie lo paga, nadie vigila y tendemos a sacrificar lo más básico y común en los altares de la presunción, la ideología, la identidad y la compra de votos. Consumimos modernidad y buenismo a golpe de crédito. Piensen en cuánto sacralizamos ya el medio ambiente, motivo de que hoy contaminemos mucho menos que Alemania, y observen cómo la pandemia y la futura ayuda europea se están usando como excusa para hacernos aún más verdes. Hace pocas semanas, el presidente de la Diputación de Huelva justificaba la compra de un Tesla de 95.000 euros como coche oficial en aras de la “modernidad” y la “defensa del clima”.
Pero no culpen al Sr. Caraballo. Muchos otros mitos populares sirven para excusar el lujo. A quienes creen que tenemos las “generaciones mejor preparadas” no les preocupa dar título de bachiller a los suspensos. Quienes ensalzan una interpretación partidista de la “memoria histórica” ven con normalidad que en plena pandemia un municipio modesto haya gastado 65.000 euros en replicar un búnker de la Guerra Civil. Y quienes beatifican identidades locales no se sorprenden de que la Generalitat de Cataluña esté abriendo embajadas en Australia, Japón y Senegal.
¿Se trata de lujos anecdóticos? Más bien, de lujos representativos. Como una propuesta que acaba de presentar un numeroso grupo de expertos “académicos” como remedio a nuestros males, consistente en aumentar el gasto público en sus proyectos favoritos (que incluyen desde la robótica al big data pasando por el “esponjamiento” urbano y la contratación masiva de investigadores), dar más autonomía a quienes gestionan los servicios públicos y crear nuevas agencias evaluadoras, regulatorias y gestoras (por ejemplo, una “Agencia estatal de innovación disruptiva” que promovería “la inversión de riesgo allí donde no llega el capital privado”). Cuesta creer que nuestro sector público —que, en pleno disfrute de sus lujos, ha gestionado la pandemia peor que los muy recortados de Grecia o Portugal—, acertase al decidir esas inversiones, al conjugar autonomía de gestión y responsabilidad, o al evitar solapamientos con las actuales administraciones; pero resulta aún más insólito suponer que estas agencias actuarían con independencia en aras del bien común. Es este último un supuesto, más que optimista, temerario, dado nuestro déficit en separación de poderes y máxime cuando el Ejecutivo intenta agrandarlo. Tales supuestos de sabiduría, eficiencia e independencia regulatoria convertirían estos remedios, en caso de concretarse, en una colección de grandes lujos de utilidad perfectamente previsible: en términos académicos, equivaldría a cursar asignaturas de último curso sin haber aprobado las de primero.
Estos desvaríos intelectuales son graves porque enturbian la discusión pública. No obstante, disfrutamos un lujo aún más costoso: el de la división política, tanto ideológica como identitaria, a las que también contribuye a menudo el sueño de la razón y que también tiene mucho de consumo. Así lo sugieren los estudios sobre polarización, según los cuales estamos mucho más enfrentados sobre cuestiones ideológicas o territoriales que sobre las políticas concretas a aplicar: no solo discrepamos poco sobre cómo gestionar los servicios públicos (sobre todo los sanitarios, un área en la que nuestras opiniones son muy homogéneas), sino incluso en cuanto a los impuestos o la inmigración. Apunta en la misma dirección el que, incluso cuando son libres, todas las autonomías apliquen políticas similares y que cuando una no lo hace pugnen por normalizarla.
Este carácter consumista, expresivo, casi lúdico,de la polarización no es sólo una realidad demoscópica. Como indica la experiencia de Cataluña en los últimos años, incluso la virulencia de nuestras peleas es más aparente que real. Se trata, además, de un consumo muy “elástico”: en cuanto sube el precio o se tensa la restricción presupuestaria, cae la demanda de estas aventuras políticas que buscan excluir al vecino, al rival o al extranjero. Parece ser este, en concreto, el caso del separatismo catalán, según las encuestas autonómicas. Pero no es el supremacismo étnico-cultural la única patología que se puede curar con pobreza. Sucede igual con la superioridad moral, empezando por nuestra afición a satisfacer preferencias ideológicas sectarias a costa del común. Piense a este respecto en cuántos recursos derrochamos al subvencionar el cultivo de credos identitarios en los ámbitos político, cultural o de género.
Si estoy en lo cierto, mientras nos creamos ricos (a lo que contribuye que el Estado siga blindando a la elite intelectual contra la pobreza reinante), seguiremos enredados en discusiones artificiales y estériles. Ciertamente, asumir nuestra pobreza no es condición suficiente; pero sí necesaria para salir del laberinto de conflictos y ríos revueltos que hemos construido. Necesitamos centrarnos en lo básico, pero nos resistimos a hacerlo. Por favor, Frau Merkel, entienda que, gracias a su benevolencia, ya somos adictos al crédito. A crédito, construimos AVEs y universidades para no usarlas; a crédito, pretenden los sabios gobernar el Gosplán del siglo XXI; y, lo más perjudicial, a crédito seguimos fomentando mitos tribales y divisivos. Ayúdenos a desengancharnos ya. Cuanto más tarde, más penoso será el síndrome de abstinencia, menos previsible la reacción de los adictos, y más peligrosa la de los “clérigos” que han prosperado engañándoles.