Los límites de la magia política
Artículo publicado en El Mundo, 11 de diciembre de 2015, p. 13.
Los populismos revolucionarios y separatistas han fracasado. Quienes hoy parecen tentados a imitarles harían bien en aprender la lección, y dosificar su creciente oferta de emociones: quien se pasa, pierde.
La proliferación de debates y charlas de sofá con políticos confirma el temor de que aumentar la competencia entre partidos, lejos de mejorar la calidad de la discusión política, la trivializa.
Es preocupante que los principales partidos, a la vez que arrinconan sus diminutas propuestas de reforma, hayan empezado tan pronto a repartir privilegios entre todo tipo de intereses particulares, desde los guardias municipales a los oligarcas sindicales. PP y PSOE nos sirven continuidad, edulcorada por la derecha con regalos tardíos y adornada por la izquierda con derogaciones imposibles. Ambos, con la retórica de principios y objetivos tan grandiosos como vacíos.
La novedad era Ciudadanos. Inició su andadura nacional proponiendo una discusión racionalista; pero, ahora, cuando no claudica al reparto de privilegios como el IVA cultural o la expropiación de pisos, modula su mensaje en el plano emocional. Ha pasado de cuestionar los beneficios del AVE a proponer un estatismo que sabe trasnochado, pero que tiene demanda; y a apelar, en esencia, a la frescura y simpatía de sus líderes. Tras este giro, sus perspectivas electorales han mejorado. Por tanto, no le culpen. Hace bien en huir del racionalismo, pues la simpatía y el pastoreo estatista venden más que la reflexión y la responsabilidad individual.
Desde siempre nos hemos quejado de que falta un debate político de calidad. Hoy observamos que esa calidad empeora al aumentar la competencia y la fragmentación. El motivo es el mismo que lleva a la telebasura a liderar la audiencia incluso el día en que ocurre un grave atentado terrorista. Como en la tele, la competencia asegura que los partidos sirvan lo que los votantes pedimos. No sólo en cuanto al contenido de las políticas sino acerca de cómo debatir y decidir sobre ellas.
Nuestra democracia es eficaz. El debate nos ofrece lo que queremos: indicios de que el aspirante “es de los nuestros” o de que “sabe cuál es la solución”. Su clave reside en que el escéptico pueda identificar afinidades y el convencido combatir adversarios.
Ni siquiera en su versión más intelectual se busca comparar los costes de las distintas opciones disponibles, recitando la lúgubre letanía del “nada es gratis”. Basta y sobra la pretensión de identificar quién pueda venir a “resolver” el problema.
La pobreza del debate guarda así relación con nuestro pobre concepto de decisión social: no queremos elegir por nosotros mismos y entre opciones costosas, sino por persona interpuesta e, idealmente, entre magias alternativas. Tanto es así que, si un problema se enquista, lo achacamos a que falta “voluntad política” o “consenso”.
Nos gusta tan poco el verdadero debate que, por estar en campaña, preferimos que los políticos pacten no hablar de asuntos difíciles, como el terrorismo. O apostamos tontamente por el consenso para reformar la educación. No queremos ver que, en cuanto a las variables pedagógicas fundamentales (quizá la verdadera causa del problema), llevamos instalados en el consenso al menos desde 1970. Es cierto que discrepamos sobre la lengua o la religión en la escuela, pero se trata de “discrepancias habituales”, poco más que excusas para no confrontar los asuntos de fondo.
Dada esta función ocultadora de nuestros pactos políticos, su ruptura, en contra de lo que parece, es poco costosa, pues suele referirse a lo accesorio. Incluso es informativa, pues despierta al ciudadano para decirle que el problema sigue sin resolver. Y, en todo caso, permite que los partidos vuelvan a pactar, recreando la ilusión de que han resuelto el problema.
¿Tenemos remedio? Sí, como confirma el agotamiento de los populismos más primitivos y tribales, cuya magia radical ya no vende. Su versión revolucionaria hace esfuerzos ímprobos por disfrazarse; y la separatista también querría mutar, pero no acierta aún a saber cómo. No le den alas, pero denle tiempo. Ambas versiones sufren el castigo por sus excesos. Al prometer el cielo y acercarnos al precipicio, han animado al ciudadano a salir del pasotismo y la abstención. Que tomen nota los partidos aficionados al electoralismo emocional: quien se pasa, pierde; y me temo que unos y otros están tentados a pasarse, tanto ahora, para ganar las elecciones, como después del 20-D para alcanzar pactos que les permitan gobernar.
Ni siquiera estamos condenados a la adolescencia perpetua. Debemos elevar la calidad del debate político poco a poco, con paciencia, confiando en que la mundialización de nuestra sociedad y, sobre todo, su exposición al exterior —que ya demanda otro tipo de individuo— también demande otro tipo de ciudadano.
Lo prioritario es no cometer grandes errores, aquellos que en el pasado frenaron nuestro progreso durante décadas, o que incluso ahora abonan el campo para las magias radicales. Basta con cambiar de actitud: abandonar la creencia —ingenua en la masa, soberbia en los líderes— de que existen o tenemos “soluciones” fáciles, que son, en realidad y sin excepción, el primer paso de esos grandes errores.
El contenido de los debates electorales ilustra uno de ellos, no por contraintuitivo menos importante: la mayor competencia política a la que nos ha llevado la crisis no va, por sí misma, a resolver nada, y puede empeorar las cosas. Si es así, debemos ser escépticos y extremar la prudencia al reformar las instituciones, sobre todo cuando esa reforma aumenta la competencia sin mejorar la información. Y no me refiero a la información que proporcionan la educación y los medios, de valor discutible en este ámbito, sino a la que el ciudadano recibe, aun sin quererlo, en su vida cotidiana, al pagar impuestos o elegir entre servicios públicos; al confrontar, en suma, el coste de sus deseos.