Solo la libertad de precios en el mercado eléctrico asegura el interés social
El Economista, 13 de febrero de 2024.
La reforma del mercado eléctrico se ha convertido en una de las más polémicas y con mayores elementos de fricción en el seno de la Unión Europea (UE). En especial, desde que se hizo pública la propuesta del Gobierno de Pedro Sánchez, que implicaría sustituir en gran medida el establecimiento competitivo de los precios por su fijación por el Estado.
Desde el inicio, ha levantado ampollas y desatado muchas críticas, no sólo de los protagonistas del sector —desde empresas y patronales a supervisores—, sino incluso de los estados miembros y de numerosos europarlamentarios. También entre los expertos, como Benito Arruñada, catedrático de la Pompeu Fabra, investigador asociado de FEDEA y coordinador de Foro Mercado Libre.
¿Por qué es tan relevante esta reforma del mercado eléctrico?
La reforma que resulte de la batalla que se está librando estos meses en las instituciones europeas no solo va a determinar el precio de la luz, sino la viabilidad de la industria europea durante varias décadas. El problema es que, si los ciudadanos no entendemos el recibo de la luz, difícilmente nos interesaremos por la partida de póker que se está jugando, donde el Gobierno de Sánchez pretende destruir el mercado de electricidad, la fijación marginalista y competitiva de los precios, lo que acabaría desincentivando tanto el ahorro de los consumidores como la inversión de las empresas, rompiendo además la unidad de mercado.
¿Qué es ese sistema "marginalista" de fijación de precios?
Jerga de economistas que esconde algo muy simple, pero que da a veces lugar a error. En todo mercado competitivo, el precio se establece en el nivel donde se igualan la demanda del consumidor y del productor 'marginales'. Por el lado de la demanda, este es el consumidor que menos valora el producto y, por tanto, menos está dispuesto a pagar por consumirlo. Por el lado de la oferta, es el productor que le resulta más costoso —en términos de costes económicos, 'de oportunidad' o incrementales— producirlo, el menos eficiente.
Este resultado es automático. Si el precio fuera inferior, entrarían a comprar en el mercado aquellos consumidores que valorasen el consumo por encima del precio, y saldrían algunos productores que les costase más de lo que cobran. Por ambos motivos, subiría el precio y el mercado se movería hacia el equilibrio. Sucedería al revés, en dirección opuesta, si el precio estuviera por encima del equilibrio marginal.
Por el contrario, en ese equilibrio, los consumidores y productores marginales que definen el precio son indiferentes entre consumir y producir, o no, esa 'última' unidad marginal. Todos los demás consumidores obtienen utilidad neta, por encima del precio que pagan (lo que llamamos 'excedente del consumidor') y todos los demás productores logran un beneficio económico (el 'excedente del productor'). Ambos excedentes son los canales por los que consumidores y empresas obtenemos utilidad de la actividad económica: ¿verdad que cuando encendemos la luz solemos valorarla mucho más de lo que pagamos por ella?
¿No falló ese sistema marginalista en la reciente crisis energética? Se ha dicho que con ese sistema pagamos las sardinas a precio de caviar.
Es una afirmación engañosa. Como le decía, todos los consumidores y productores obtenemos excedentes en nuestras actividades económicas. Casi todo lo que compramos lo valoramos muy por encima del precio que pagamos. A veces, quienes hacen ese tipo de afirmación ven solo el excedente del productor y además también olvidan que el cálculo marginal se realiza en términos de costes de oportunidad, los cuales, en ocasiones, pueden ser muy bajos respecto al coste total. Dan así lugar a confusión porque solo tienen en cuenta los costes variables o, mejor dicho, incrementales. Estos son mínimos, por ejemplo, para producir energía nuclear, hidroeléctrica o, cuando hay viento o sol, eólica y solar. Pero, lógicamente, a largo plazo también es necesario retribuir las inversiones fijas necesarias para construir esas centrales, y colocar esos molinos y paneles solares. Además, si queremos que en cada momento se tomen las decisiones socialmente óptimas —por ejemplo, para elegir entre tecnologías de generación eléctrica—, debemos enviar a todos los productores las señales correctas acerca de la escasez, de cuánto valen los distintos productos y cómo de útiles son esas tecnologías en cada circunstancia. Y eso solo se consigue con precios competitivos y marginales, no con precios políticos, que requieren centralizar información y realizar estimaciones, y que están por tanto sujetos a todo tipo de distorsiones contables.
Pero ¿no hubo fallos entonces en la reciente crisis energética?
Claro que hubo fallos. La clave reside en identificar sus causas y atribuirlas correctamente al mercado y la política. Tras la invasión rusa de Ucrania, los precios de los mercados diarios de electricidad —los que guían los ajustes y despachos de energía a muy corto plazo—se multiplicaron varias veces, a la vez que se hacían muy volátiles, especialmente por el tirón de los precios del gas. Pero no se trataba de un fallo del mercado porque esa elevación momentánea de los precios reflejaba una grave y muy real escasez de recursos, fruto de fallos estructurales, cuya responsabilidad se sitúa fundamentalmente en el terreno político. La señal contenida en los precios era correcta y nos alertaba y movía en la dirección correcta: consumir menos e invertir en tecnologías fiables. Nos decía que esa electricidad adicional era muy cara y, sobre todo, nos recordaba que llevamos años siendo poco previsibles. Redujimos capacidad más estable, como hicimos al cerrar las nucleares alemanas o las de carbón españolas. Y conste que esos cierres pueden ser razonables por cuestiones medioambientales o de seguridad. Pero es insensato no haber tomado simultáneamente decisiones de inversión en almacenamiento y en tecnologías de generación menos sujetas tanto a la intermitencia que padecen las renovables como al aumento de precios de los combustibles fósiles, las dos grandes causas de que subieran los precios.
¿Cree que las instituciones actuaron correctamente?
Cuando la situación se hizo políticamente insostenible y sin atender a los perjuicios a medio y largo plazo, los políticos europeos pactaron una serie de medidas para paliar los daños más aparentes a corto plazo, a la vez que silenciaban los fallos políticos de fondo que estaban señalando los precios. Por un lado, fijaron topes al precio del gas y, por otro, cargaron con impuestos adicionales a las empresas que, supuestamente, se beneficiaban del aumento de precio de la electricidad. Dado que el escenario era excepcional e imprevisto, estas medidas probablemente tuvieron cierto sentido político, aunque no dejaban de ser discutibles y de contener efectos indeseados. Limitar precios ha frenado el ajuste necesario ante una nueva escasez, que no está del todo claro que sea transitoria, ha generado inseguridad jurídica y ha desanimado la contratación a largo plazo y la inversión. Las medidas no mataban al mensajero, pero lo silenciaban. Solo son justificables si evitaron un daño mayor en términos de estallido social o una bola de nieve de quiebras industriales; y, sobre todo, si se demuestran que en verdad son transitorias, como intenta la Comisión Europea.
En este sentido, lo más grave de estas medidas excepcionales es que algunos políticos han visto en ellas la ocasión para convertirlas en permanentes e instaurar un sistema planificado, como ha sido el caso de los socialistas españoles, quienes lideraron una ofensiva en Bruselas contra la propuesta de la Comisión, que se centra en restaurar y fortalecer los mercados eléctricos, estimulando la superación de los fallos que la crisis puso de manifiesto.
¿Cuáles son los principales riesgos de la propuesta española?
El Gobierno de Sánchez hubiera querido reducir el papel del mercado a su mínima expresión, convirtiendo al Estado en comprador centralizado mediante contratos forzosos a precio fijo de la mayor parte de la electricidad inframarginal (la de menor coste), consagrando así la fijación administrativa de los precios y la socialización de los riesgos, estrechando la contratación en los mercados.
Ampliaría, en consonancia, el papel de la planificación que —no nos engañemos con las palabras— no es otra cosa que ampliar el papel de la política y, con ella, el poder de los políticos nacionales, que tendrían entonces mucha más libertad para decidir sin supervisión europea ni sujeción alguna a su actual mandato de neutralidad tecnológica. Por ejemplo, permitiría al Gobierno discriminar entre las distintas tecnologías en cuanto a la remuneración que deben recibir por su disponibilidad.
¿Una electricidad más cara, una independencia energética y descarbonización mucho más costosas, y en la práctica, inalcanzables?
Ciertamente. Pero, sobre todo, un grave riesgo de sufrir apagones. No podemos seguir aumentando el peso de las energías renovables sin aumentar el almacenamiento y garantizar capacidad ociosa de generación con tecnologías no intermitentes. En cuanto al almacenamiento, el Plan nacional de energía prevé un gran aumento de capacidad, pero nadie se cree sus previsiones, pues las inversiones en tecnologías probadas están muy retrasadas, lo mismo que las de nuevas tecnologías, como el hidrógeno, con el agravante de la incertidumbre asociada a su novedad. Algo parecido sucede con la capacidad, ya que los planes de cierre de nucleares y la ausencia de un mercado de capacidad pone en peligro el mantenimiento, tanto de las nucleares como de los ciclos combinados. Por lo fantasioso de estos planes, da la impresión de que algunos responsables de la política energética están atrapados en sus propios sueños, prejuicios y preferencias, en vez de afrontar la realidad y respetar las preferencias de la mayoría de los ciudadanos.