La hipocresía de la compasión hipotecaria
Publicado como “La compasión hipotecaria” en Actualidad Económica (núm. 2.779, mayo de 2017, 77).
El Gobierno ha decidido ampliar la protección de los deudores hipotecarios vulnerables. Tanto la opinión pública como la oposición política apoyan estas medidas. Si acaso, hay quien las considera insuficientes y querría extenderlas a un mayor número de deudores.
Este apoyo se basa en la satisfacción que a todos nos produce ayudar a quien atraviesa dificultades. Sin embargo, esta protección del deudor hipotecario sólo resuelve un problema para crear otro mayor. En esencia, para proteger a los deudores que hoy son vulnerables, castiga sin acceso al crédito a todos aquellos que pudieran serlo en el futuro. Aunque inspirada por buenas intenciones, esa protección es por ello gravemente injusta.
El motivo de fondo es que, en vez de resolver una emergencia pública con medidas de derecho público (como podría hacerse suplementando la renta o proporcionando vivienda a las personas necesitadas), pretende atajarla con medidas de derecho privado, con las cuales deroga retroactivamente varias cláusulas de los contratos hipotecarios vigentes, impidiendo los alzamientos y ampliando los derechos de los deudores.
A políticos y contribuyentes, esta fórmula les sale gratis porque, sin subir los impuestos, les permite hacer política social con el dinero de los acreedores. Pero esta consecuencia distributiva, por mucho que duela a los propietarios de los bancos (incluidos los contribuyentes respecto a las antiguas cajas de ahorros), es menor. Lo más grave es que las medidas son ineficientes y, sobre todo, contienen otro efecto redistributivo, oculto y más lamentable.
Su ineficiencia es triple, ya que no sólo, con su retroactividad, dañan de nuevo nuestra maltrecha seguridad jurídica.
Además, empeoran la definición de los derechos de propiedad. Tras el impago, el acreedor ya no podrá instar la venta y sus derechos quedan limitados. De hecho, nadie será propietario, pues se crean nuevos derechos parciales e imperfectos de alquiler y rescate. Las medidas destruyen valor porque, al diluir casi indefinidamente la propiedad, empeoran los incentivos para mantener los inmuebles. Recuerden, en este sentido, cómo, tras congelar Franco los alquileres, bastaron unas décadas para arruinar el casco antiguo de nuestras ciudades.
Por último, y esto es lo más grave, las medidas reducen el mercado de crédito hipotecario. A partir de ahora , los deudores que en el futuro pudieran caer en situaciones de vulnerabilidad habrán de pagar tipos más elevados, ofrecer garantías adicionales o, simplemente, se verán expulsados del mercado legal. Habrán de recurrir al crédito personal y, sobre todo, al crédito informal, cuyos mecanismos de enforcement no pasan precisamente por los juzgados, sino por el uso de la violencia. Ocurre ya en ámbitos cada vez menos marginales, donde proliferan “tiburones” usurarios que han diversificado hacia el crédito sus anteriores negocios, aprovechando la ventaja comparativa que ya disfrutaban para hacer cumplir ilegalmente sus contratos.
Si nos guiamos por la larga experiencia de los Estados Unidos en este tipo de políticas falsamente proteccionistas, con ellas no sólo florecerán estas mafias del crédito sino que, a medio plazo, en cuanto los efectos empiecen a ser obvios, los legisladores obligarán a los bancos a conceder un cierto porcentaje de créditos a personas en situación de posible vulnerabilidad. Al hacerlo, estarán creando también aquí una fuente regulatoria de hipotecas basura, fuente que tuvo un papel protagonista en la crisis de las hipotecas subprime.
Es este estrechamiento del mercado el que produce esa otra redistribución oculta, más grave e injusta. Observen que las medidas sólo expulsarán del mercado legal a aquellos deudores potenciales más humildes y cuyos ingresos sean más volátiles. No lo serán los trabajadores que disfrutan empleos permanentes, sobre todo si son funcionarios o poseen segundas residencias (éstas no quedan afectadas por las medidas).
Como estos últimos es improbable que acaben siendo vulnerables, seguirán teniendo acceso al crédito. Cabe incluso que, tras salir del mercado los deudores potencialmente vulnerables, mejoren las condiciones crediticias de los demás. A la dualidad laboral, habremos añadido la dualidad crediticia.
Por ello, resulta lógico que estos ciudadanos privilegiados prefieran cerrar sus ojos a la realidad. Gracias a unas medidas tan ineficientes como injustas, pueden seguir juzgándose compasivos, hasta incluso moralmente superiores; y, además, lo han logrado con dinero ajeno. Si mantienen sus ojos bien cerrados, ni siquiera atisbarán cuán hipócrita es su compasión.