La excusa del buen gobierno

Publicado como «¿Más o menos Estado?» en El País, 12 de marzo de 2015, pp. 31-32.

Cuanto mayor es el campo de decisión de políticos y funcionarios, más favores distribuyen y más fuertes son sus tentaciones. De ahí que la corrupción esté tan ligada al peso del estado. Para reducirla, los gobernantes deberían tomar menos decisiones; pero el español aún cree que el estado es la solución de todos sus problemas, y los políticos le dan lo que pide. Igualmente, lejos de limitar la actuación del estado, muchas propuestas de regeneración sólo buscan mejorarla, dando por supuesto que ello es posible. Si no lo es, y aun en el caso de que esa actuación ideal fuera deseable, estas propuestas aumentarían las oportunidades de corrupción y despilfarro. Con la pretensión de intervenir mejor, acabarían por intervenir más.

Esta crítica no es una enmienda a la totalidad de los esfuerzos regeneradores y regulatorios. Tan sólo a los que omiten dos condiciones “coasianas”: comparar todas las opciones relevantes, incluyendo las de un menor estatismo, y considerar las experiencias previas como un indicio de qué posibilidades reales ofrece cada una de las opciones.

Pero muchas propuestas incumplen ambas condiciones. Sobre todo, cuando suponen que una reforma será eficaz sin más que cambiar la ley, crear un nuevo órgano o reemplazar al decisor, un voluntarismo ordenancista que es muy común.

En lo económico, suelen padecerlo las ideas relativas a la independencia de los órganos reguladores. No sólo prejuzgan que tales órganos son siempre necesarios, sino que pueden ser en verdad independientes; y ello en un país que aún no ha logrado separar el poder ejecutivo del judicial. Está claro que no basta con sustituir a las personas, pero tampoco con trasplantar reglas formales. Si somos incapaces de regular bien, lo más lógico quizá sea regular menos.

En lo político, las propuestas para cambiar los mecanismos de representación también padecen un defecto similar: al no comparar de forma exhaustiva, dan por hecho que el resultado será favorable a sus reformas favoritas. Suponen, por ejemplo, que reformar el sistema electoral engendraría más competencia política y ésta llevaría a elegir mejores líderes, quienes sí racionalizarían el sector público. Olvidan que son muchos más quienes apoyan reformas parecidas porque creen que, por el contrario, nos llevarían a aumentarlo.

En lo institucional, también se defienden a veces cambios radicales y costosos sin contemplar escenarios alternativos. Sucede así cuando se proponen rupturas institucionales que prometen el bienestar de forma automática. Es lo que hacen las propuestas más populistas, tanto nacionales como regionales. Pero muchas otras, en apariencia mucho menos emocionales, también tienen algo de magia, pues sugieren cambios cuyos beneficios se limitan a suponer. Su retórica es más sofisticada, pero tampoco suelen comparar opciones reales, sino una realidad parcial, descrita por sus peores atributos, con un paraíso virtual.

Las propuestas más simples son incluso explícitas en este punto: se limitan a sustituir reguladores, gobernantes o sujetos de soberanía, pero no se molestan en definir nuevos incentivos, ni a ciudadanos ni a políticos. Tan sólo confían en que los nuevos decisores se comporten mejor que los anteriores. Y ello pese a que, al no cambiar cultura ni incentivos, parece sensato suponer que todos ellos lo harían de forma similar.

Cierto que algunas propuestas sí modificarían los incentivos, en especial las que lograsen intensificar la competencia entre partidos. Pero también caen en el idealismo, pues suponen que la cultura y en especial las actitudes ciudadanas, incluso en el corto plazo, carecen de importancia. Por desgracia, esas actitudes hacen que no sea obvio a qué nivel conviene aumentar la competencia política. Ni siquiera está claro que sea bueno aumentarla con una ciudadanía que sabemos poco predispuesta a informarse y contribuir con su esfuerzo al control de lo público. En tales condiciones, hasta es probable que aumentar la competencia entre partidos sólo genere más populismo, como sucedía en la década de 1930, y como en parte ya hemos presenciado, a raíz de la creciente competencia política que ha traído la crisis.

Incluso sucede algo similar con la competencia dentro de los partidos. Se cree que el control que ejercen sus cúpulas es excesivo, que inhibe la discusión de ideas y la selección de buenos líderes. Es una crítica verosímil, pero algunos indicios empíricos la ponen en duda. Las escisiones a escala local y autonómica han sido numerosas y, lo que es peor, a menudo han dado lugar a partidos de calidad cuestionable. De un lado, las escisiones indican competencia interna. De otro, esa baja calidad confirma la conjetura de que, en este ámbito, los efectos de la competencia pueden ser negativos. No olvidemos, por último, las dudas que suscita el funcionamiento de las primarias, ni que los nuevos partidos, pese a tener reglas internas diferentes, exhiben algunos vicios similares a los de los antiguos.

Las reformas institucionales son, sin duda, necesarias. Pero debemos ser rigurosos en su planteamiento. Además, es esencial complementarlas con un remedio más simple y democrático, pero que requiere un enfoque radicalmente distinto, mucho más bottom-up. En vez de cambiar tan sólo los liderazgos, su ilustración o su benevolencia, mejoremos la información que nutre las preferencias ciudadanas, muchas de las cuales no reflejan nuestros valores. Me refiero, en especial, a la información sobre los servicios públicos y el pago de impuestos, información que hoy distorsionamos mediante todo tipo de gratuidades ficticias e impuestos invisibles. Hagámosla más clara e ineludible, de modo que el ciudadano ya no haya de esforzarse tanto para votar mejor, ni menos aun depender de la buena voluntad de los nuevos “predicadores”, ya se trate de políticos, periodistas o intelectuales. No ocultemos las diferencias de rendimiento y calidad en los servicios públicos, desde las escuelas a los hospitales, o la cuantía de nuestra futura pensión. Y dejemos de engañarnos, como hacemos con la falacia de las cargas sociales “a cargo de la empresa”, como si éstas no fueran parte del impuesto al trabajo. En una palabra, hagamos que el ciudadano sienta qué paga y qué recibe, de tal modo que pueda prescindir tanto de la mera transparencia documental como de homilías interpretativas.

No es una propuesta espectacular, pero ofrece una gran ventaja: en vez de prometer un maná inaccesible para, en el fondo, suplantar la voluntad del ciudadano, busca tratarle como adulto, para que sea él quien en verdad decida la cuestión clave: dónde quiere más o menos estado. La propuesta cobra todo su valor al ponderar que, sin ciudadanos adultos, los cambios institucionales ni se intentan; o, si se intentan, generan graves conflictos y no suelen perdurar.

En otro caso, también el buen gobierno corre el riesgo de convertirse en una excusa al servicio de quien lo predica. Ello en modo alguno justifica el mal gobierno que, hoy como ayer, padecemos; pero el regeneracionismo ha de evitar volver a equivocarse, un error con el que sólo iniciaríamos un nuevo ciclo de frustración colectiva.