La excepción liberal del servicio doméstico
Voz Populi, 7 de junio de 2020
Se hace eco la prensa de las dificultades que sufren las empleadas de hogar para acceder a la ayuda por desempleo prometida por el Gobierno a raíz de la pandemia. Este trato desigual no es novedad. En España, se da la paradoja de que, mientras amordazamos con reglas imperativas las relaciones laborales generales, mantenemos unas reglas muy flexibles para el servicio doméstico.
En éste, el despido es prácticamente a voluntad del empleador y la indemnización obligatoria mucho menor. Además, la ausencia de inspecciones permite que florezca la economía sumergida, sin que las partes hayan de pagar impuestos ni seguridad social. Es de destacar el régimen de terminación, pues el legislador permite que en cualquier momento el empleador pueda desistir del contrato sin alegar causa justificativa alguna, tan sólo con un preaviso de entre siete y veinte días y pagando una indemnización de doce días por año trabajado hasta un máximo de seis mensualidades. En cambio, la indemnización por despido improcedente en el régimen general es de 33 días por año con un tope de 24 mensualidades.
Esta dualidad de regímenes no parece plantear mayor problema jurídico ni ético a los jueces y legisladores que, sin embargo, aplican a los demás contratos de trabajo reglas bien diferentes. Recordarán que a finales de 2011 el Gobierno del PP dio marcha atrás a la obligación que, tan sólo semanas antes, había impuesto el anterior Gobierno del PSOE a todo empleador de trabajador doméstico que le prestase sus servicios durante menos de 60 horas al mes, de solicitar su afiliación así como de cotizar a la Seguridad Social. Lo más notable es que la respuesta de expertos, políticos, jueces y opinión pública fue… el silencio. Un silencio que contrastó vivamente con la ruidosa protesta con la que obsequiaron la reforma laboral emprendida pocas semanas más tarde. Ésta mereció incluso que la asociación “Jueces para la Democracia” emitiera un comunicado público de repulsa.
Debemos preguntarnos por qué uno de los mercados de trabajo más intervenidos de Europa cuenta con esta isla liberal. ¿Tiene sentido alegar, como a veces se hace, que quienes empleamos a servidores domésticos “no somos empresarios”? ¿No se incurre con ello en una racionalización nominalista carente de contenido sustantivo? ¿No será sólo un truco para salvar la disonancia cognitiva que surge entre las creencias y los actos de quien, por su propio interés, defiende aplicar soluciones diferentes a situaciones semejantes, cuando no idénticas?
Este nominalismo alcanza incluso a los textos legales. Por ejemplo el preámbulo del decreto regulador justifica lo especial de las reglas específicas y diferenciadas del servicio doméstico con el argumento del ámbito en que se desarrolla y la consiguiente confianza que requiere, hablando para ello de “las condiciones particulares en que se realiza la actividad de las personas que trabajan en el servicio doméstico… De modo principal, el ámbito donde se presta la actividad, el hogar familiar, tan vinculado a la intimidad personal y familiar y por completo ajeno y extraño al común denominador de las relaciones laborales, que se desenvuelven en entornos de actividad productiva presididos por los principios de la economía de mercado; y, en segundo lugar y corolario de lo anterior, el vínculo personal basado en una especial relación de confianza que preside, desde su nacimiento, la relación laboral entre el titular del hogar familiar y los trabajadores del hogar, que no tiene que estar forzosamente presente en los restantes tipos de relaciones de trabajo”.
La más curioso de esta sarta de excusas es la afirmación de que el servicio doméstico no forma parte de la economía de mercado. Como si no se prestase a cambio de una contraprestación económica, en su mayor parte monetaria. Por mucho que le cueste creerlo al redactor del decreto, las empleadas domésticas no trabajan por placer ni amor al arte, y aún menos por devoción a sus empleadores.
En la misma línea escapista, para identificar al empleador, el decreto recurre al subterfugio de dotar al hogar de un “titular”. Sin embargo, en la práctica, para identificar al empleador hay que acudir al concepto general de empresario laboral, definido en el Estatuto de los Trabajadores, por el cual, “serán empresarios todas las personas,… que reciban la prestación de servicios de las personas referidas en el apartado anterior”, esto es, la de aquellos “trabajadores que voluntariamente presten sus servicios retribuidos por cuenta ajena y dentro del ámbito de organización y dirección de otra persona”.
De igual modo, es dudoso que la confianza pueda justificar la excepcionalidad del régimen. ¿Es en verdad esa confianza tan importante o excepcional? Pensemos que los activos de los hogares suelen ser menos valiosos que los de las empresas. ¿No será, acaso, que el legislador valora más sus propios activos que los ajenos? Además, si la confianza fuera el motivo real, lo lógico sería diferenciar la regulación del mercado de trabajo de acuerdo con la importancia de la confianza, la cual depende de ese valor de los activos gestionados por el trabajador. Sin embargo, al menos fuera del ámbito de los contratos de dirección, esa variable parece tener muy escaso protagonismo en la regulación laboral.
Sospecho que la razón de esta excepcionalidad reside simplemente en que en el servicio doméstico los empleadores no son un pequeño número de “empresarios” sino un enorme número de ciudadanos “normales y corrientes”, dispuestos, cuando les conviene, a negar su condición de empleadores. Es más, los propios reguladores y jueces son ellos mismos empleadores de servicio doméstico y, por tanto, partes afectadas. Lógico que se doten de un régimen que algunos observadores verán como favorable al interés de los propios reguladores-empleadores y otros simplemente como eficiente y, por tanto, favorable para ambas partes, empleados y empleadores.
Esta última posibilidad es la más atendible, de modo que el marco regulador del servicio doméstico parece ser más eficiente que el general. Así lo indica el que, en un país como el nuestro, con récord de desempleo y predominio del autoservicio mecanizado en todo tipo de actividades (desde las gasolineras al pedido de comida rápida), un elevado porcentaje (14,4% según el INE) de nuestros hogares cuenta con servicio doméstico prestado de forma regular. Además, los españoles gastamos mucho más en servicio doméstico que otros europeos, tanto en términos absolutos como relativos (por ejemplo, en 2015, gastábamos unas tres veces más que los alemanes, según Eurostat).
No abandonemos, pues, la esperanza de que en el futuro nuestras leyes dejen de impedir que podamos contar con un mercado de trabajo moderno. A la luz de lo que sucede con el servicio doméstico, sólo hace falta que jueces, legisladores y demás personas con influencia tengan el valor de mirarse al espejo, ser sinceros y… reconocerse como lo que son: empresarios.