La excepción laboral como tapadera

Voz Populi, 4 de octubre de 2020  

En una reciente campaña en redes sociales, el Gobierno presume de exigir a las empresas detallados “planes de igualdad” con la pretensión de eliminar “cualquier discriminación por razón de género en el ámbito laboral”. Más allá de si la regla es o no sensata, debemos preguntarnos si al promulgarla, hemos producido y agregado correctamente la información y las preferencias de la ciudadanía. En este sentido, llama la atención que solo se exijan esos planes a las empresas de más de 50 trabajadores. Se trata de una excepción muy común, pues nuestras leyes suelen obligar solo a aquellas empresas que traspasan ciertos umbrales de tamaño. Con frecuencia, estas excepciones nos reconfortan pero, en realidad, deberían alertarnos de que muchas de las reglas correspondientes son perjudiciales para el bien común.

Estas excepciones abundan en las normas que pretenden proteger a los más débiles (trabajadores, deudores, inquilinos, consumidores, etc.). Una excepción muy notoria es la del servicio doméstico, para el cual el legislador permite al empleador (por tanto, también a sí mismo) contratar esas trabadoras en un régimen relativamente liberal. Esta libertad contractual ayuda a explicar que en España el servicio doméstico no padezca desempleo y que lo usemos  mucho más que en otros países ricos. Que el empleador sea un individuo también explica que el sector sufra un exceso de personalismo, una productividad deficiente y un notable fraude fiscal.

El propio Estatuto de los Trabajadores también establece un sistema de representación cuya rigidez y coste aumentan notablemente con el tamaño de la empresa. Las empresas reaccionan para aprovechar las excepciones y no traspasar los umbrales. Como les explicaba la semana pasada, la distribución por tamaño de las empresas españolas muestra que un número desproporcionado de ellas cuenta con 49 empleados, justo por debajo del umbral de 50 en que pueden verse obligadas a crear comités de empresa, evitando así los costes y la rigidez que ello acarrearía en sus relaciones laborales.

Estas excepciones en beneficio de las empresas más pequeñas parecen sensatas porque en una empresa pequeña se perciben mejor cuáles son los costes y beneficios de aplicar una determinada regla legal. Resulta en cambio menos obvio pero es, a menudo, aún más insensato aplicar dicha regla en la gran empresa.

Veamos el caso del Derecho laboral. En principio, debemos suponer que el empleado está más protegido cuanto mayor es el tamaño de su empleador. La empleada doméstica aislada en un domicilio particular está menos protegida que el trabajador de una microempresa; éste menos que quien trabaje en una empresa mediana; y el de la empresa mediana menos que el de la grande. Cuanto mayor es la empresa, más probable es que el trabajador forme parte de un equipo, lo que favorece la observabilidad, y que también sean más importantes las consideraciones reputacionales que desaconsejan aprovecharse de posibles ventajas en los tratos con empleados concretos. Además, esta correlación positiva entre protección laboral y tamaño de la empresa tiene el respaldo empírico de que los trabajadores no solo ganan más en empresas grandes sino que prefieren trabajar en ellas. Por tanto, si acaso procediera establecer alguna diferencia en las reglas laborales, lo lógico sería endurecer las reglas aplicadas a las empresas más pequeñas, justo lo contrario de lo que hacen nuestras leyes.

Tampoco justifica la excepción que el coste de cumplir estas reglas legales sea mayor en la empresa pequeña. Por un lado, de ser cierto ese mayor coste, la excepción estaría favoreciendo la competencia desleal de las empresas pequeñas hacia las grandes. En esta dirección apunta, por cierto, parte de la evidencia empírica. Pero, además, por otro lado, ese mayor coste ni siquiera es real para aquellas reglas cuyo cumplimiento disfruta de “economías de escala”, pues los correspondientes servicios de compliance son contratables a especialistas, quienes alcanzan fácilmente dichas economías y proveen así tales servicios a menor coste. Lo demuestra cada día el que la inmensa mayoría de pequeñas empresas no los produzcan por sí mismas sino que los adquieran a asesorías fiscales y laborales.

Nos encontramos, en suma, con la paradoja de que aplicar a individuos y pequeñas empresas las reglas de las que hoy disfrutan excepciones probablemente sería más útil y no más costoso de lo que resulta aplicarlas a las grandes empresas. Si estoy en lo cierto, la única explicación razonable de que se las exceptúe es porque fallan el proceso político y su corolario legislativo. La presencia de estas excepciones por tamaño viene así a desmentir la justificación paternalista del Derecho laboral. Apoya, en cambio, que su falso paternalismo obedece en realidad a una miope operación expropiatoria que, si acaso, beneficia solo a quien, cuando se adopta la nueva regla, tenga un empleo fijo en un gran empresa.

La posibilidad de que fallen los procesos sociales de decisión replantea mi pregunta inicial. En este asunto, somos muy dados a criticar, con razón, que la economía de mercado falla cuando existen “asimetrías de información” entre compradores y vendedores, entre acreedores y deudores, o entre empresarios y trabajadores. Es sobre esa base de los fallos del mercado sobre la que se pretende justificar gran parte de la intervención reguladora de la actividad económica, en especial la que dice proteger a consumidores y trabajadores.

Tendemos a olvidar, en cambio, que similares desigualdades informativas originan fallos similares en los procesos de decisión política y en su principal producto: la legislación. Ese olvido es potencialmente muy grave, porque es de esperar que, a menudo, estos fallos de la política sean incluso más graves, debido a que, a diferencia de consumidores y empleados, el votante tiene escaso interés en informarse acerca de las consecuencias generales de su voto. Además, a diferencia del empresario, el decisor político rara vez paga por sus errores.

Estas desigualdades informativas son exacerbadas por el legislador cuando gestiona con astucia las excepciones, de modo y manera que estas oculten a la mayoría de votantes el verdadero coste de las leyes. En el terreno laboral, las actuales reglas imponen un sobrecoste a las empresas grandes, es de suponer que en beneficio de quienes en ellas trabajaban cuando tales reglas se promulgaron, y a menudo condenando a sus empresas a cerrar unos años más tarde, como bien indica la desindustrialización galopante que hoy padecemos. Pero ese sobrecoste, que es poco visible para los empleados actuales de las empresas que hayan sobrevivido (y que aún lo es menos para sus clientes), es del todo invisible para los trabajadores potenciales de aquellas empresas que, a causa de esas reglas, ni siquiera han llegado a abrir. A la mayoría de votantes, estas regulaciones le resultan ajenas cuando las sufre la gran empresa. Como consecuencia, por muy disparatadas que sean, su adopción apenas entraña coste electoral.

La lección es meridiana. Deberíamos desconfiar de toda regla en la que se exceptúe a los agentes económicos más pequeños y, por tanto, más numerosos, tanto si se trata de individuos que contratan servicios domésticos como si alquilan sus viviendas desocupadas. A cambio de darles, como mucho, una cuestionable ventaja competitiva, consigue amordazarles, contribuyendo a que la mayoría de ciudadanos no se enteren y, por tanto, consientan con leyes nocivas, cuyas consecuencias todos acabamos pagando.

Como bien sabía el legislador del XIX, el que que configuró las bases legales sobre las que aún se asientan la democracia y la economía de mercado, aplicar la igualdad ante la ley es esencial porque, con frecuencia, las excepciones son solo una tapadera.