España en el espejo
Arruñada, Benito (2010), “España en el espejo”, Expansión, 15 de mayo.
Los políticos de los estados europeos más débiles tildan de “especuladores” a aquellos inversores que, tras convencerse de que dichos estados serán incapaces de pagar sus deudas, se niegan a prestarles más dinero, piden una prima mayor por asegurar esas deudas y fuerzan, como acabamos de ver, mecanismos de rescate preventivo.
Olvidan nuestros políticos que dos no contratan si uno no quiere. Tanto el tipo de interés como la prima del seguro de impago (los credit default swaps, o CDS) son fruto del cruce de numerosas ofertas y demandas, y no de transacciones unilaterales. Ambos resultan de contratos entre dos tipos de inversores con expectativas opuestas: los unos, pesimistas, esperan ganar dinero si el deudor empeora su situación o acaba siendo insolvente; pero los otros, optimistas, esperan ganarlo si aquel mejora o se mantiene solvente. La prima de seguro, al igual que el tipo de la deuda, sólo es un subproducto de esas transacciones: de cuántos miles de inversores haya de cada tipo y de cuáles sean sus expectativas acerca de la solvencia del país.
Estas expectativas no son caprichosas. No es casualidad que los países puestos en la picota sean, de entre los más endeudados, los que cuentan con instituciones más débiles, ciudadanos menos preparados y una historia más conflictiva: los que suelen ser menos capaces de afrontar sus problemas. Y la formación de esas expectativas tampoco es fácil de manipular. Desde luego, no mejoran porque un Estado pague miles de anuncios en la prensa financiera con el eslogan “In Spain We Trust”, como si estuviera promocionando el sol de sus playas.
Además, a diferencia de muchos votantes, los inversores no se dejan engañar por trucos estadísticos, como el maquillaje de las cifras de paro; o por sutilezas contables, como el valorar hipotecas a precio histórico; o incluso por diferencias menores, como el que, hoy por hoy, la mayor parte de la deuda española sea aún privada y no pública. Los inversores intuyen cuál es el paro real; saben que las hipotecas se liquidan a precio de mercado; y temen que la devolución de la deuda, tanto privada como pública, acabe recayendo en los contribuyentes, dada la afición del Estado a rescatar todo tipo de insolventes.
Se fían aún menos de los que gastan hoy lo que no tienen, prometiendo ser austeros en el futuro. Aunque no duden de su buena voluntad al prometer, sí dudan de su capacidad para cumplir. Por eso exigen señales; y no hay señal más eficaz que aplicar medidas políticamente costosas, tanto más costosas cuanto más se retrasan.
Ciertamente, los mercados padecen modas y seguidismos. Aunque elijan la presa más fácil, no son cuadrillas de lobos sino rebaños. Por eso han tardado tanto en reevaluar a la baja las deudas de la Europa meridional. Por eso debemos darnos prisa, pues ese seguidismo, que hasta ahora había retrasado la rebaja de nuestra deuda, ha empezado a operar en sentido contrario. La protección europea sólo la ha suavizado y ralentizado, pero no se detendrá si no demostramos ser capaces de reducir de raíz el gasto público y eliminar los lastres institucionales que nos impiden crecer.
Hacer creíble esa capacidad también requiere demostrar que por fin comprendemos la situación, aceptando que somos sus principales responsables y los únicos que podemos remediarla. Nada peor en este sentido que intentar matar al mensajero de malas noticias, olvidando que es el mismo a quien creíamos a pies juntillas cuando, hace pocos años, nos traía buenas noticias. Los mercados y los operadores son los mismos, pero hoy nos exigen medidas dolorosas; y, en lugar de escucharles, nuestros líderes están tentados a echarles la culpa. Sería un error irreparable.
Los “especuladores” de hoy son los mismos inversores de ayer, muchos de ellos acreedores nuestros que, simplemente, se han vuelto pesimistas y han dejado de darnos crédito. Y, cuando alguno de nuestros políticos quiere aplicarles el código penal, les está dando la razón. Deteriora así las expectativas de todo tipo de inversor, dañando gravemente nuestra reputación como deudores. Lo que necesitamos es justamente lo contrario: convencerles de que su pesimismo es infundado. Pero ¿qué acreedor confiará mañana en nosotros si hoy le acusamos de ser un criminal porque, a la vista de nuestro derroche, ha osado dudar de que seamos solventes?
Semejantes propuestas de criminalizar al mensajero también dañan la opinión que merecemos a los inversores optimistas. Muchos dejarán de confiar en nosotros y empezarán a hacer caso a los pesimistas. Pensarán que todo deudor tiene interés en mostrarse optimista, pues opina de boquilla, mientras que todos los inversores opinan con su cartera. Quizá por eso nada les suscita más desconfianza que un deudor patológicamente optimista. Saben que le cuesta afrontar la realidad; temen que use sus propias especulaciones (“sutilezas o hipótesis sin base real”) para excusar sus errores; y que incluso llegue a creérselas, lo que le llevaría a nuevos errores.
Por todo ello, los inversores que aún confían en España dejarán de hacerlo si nuestros gobernantes se empeñan en matar al mensajero. Como tampoco lo harán los políticos europeos que este fin de semana, a regañadientes, “invirtieron” en España, aplazando así nuestro descalabro. Aprovechar la oportunidad de ese breve aplazamiento requiere autocrítica, no chivos expiatorios.