Error y corrupción del regeneracionismo
Artículo publicado en El espectador incorrecto: Una mirada liberal al mundo, núm. 2, marzo de 2015, pp. 38-40. Entrevista de radio sobre el artículo (17 minutos).
Últimamente, ha vuelto a arraigar en España la falsa creencia de que la política transmite mal las preferencias ciudadanas porque los políticos persiguen sólo su propio beneficio o el de una “élite extractiva” que explota al resto de la sociedad. Esta explicación, tan simplista como maniquea, resulta atractiva en tiempos de crisis, sobre todo al aflorar casos de corrupción. Su atractivo es peligroso, pues no sólo anima al revanchismo sino que hace creíbles soluciones mágicas: aquéllas que, sin ofrecer garantía alguna de mejora, propugnan cambios drásticos, costosos y arriesgados en los mecanismos de representación política.
Hoy, estas propuestas se presentan en versiones aparentemente diversas, según a quién identifiquen como élite, a qué fenómenos presten atención, a las ideologías de que se nutran y a su ubicación en el paisaje político. Por ejemplo, critican tanto una nebulosa “casta” política como el supuesto bipartidismo del “PPSOE”, el establishment económico-empresarial, los antiguos sectores monopolistas, el corporativismo patronal y sindical, la banca, o el capitalismo “castizo”, “de amiguetes” o del “palco del Bernabéu”. Presentan también notable diversidad ideológica, pues ocupan todo el espectro político y técnico, en varias de sus dimensiones: desde la izquierda a la derecha; desde posiciones socializantes a anarco-capitalistas; desde ofertas políticas alternativas, que pretenden sustituir a los partidos establecidos, hasta fórmulas tecnocráticas que responsabilizan a los gobernantes y parecen querer reemplazarles. Incluso se plantean tanto en términos nacionales como regionales: por ejemplo, en el discurso del nacionalismo catalán, es la propia España quien representa el papel extractivo.
Cuando escribo estas líneas, se cumplen cien años de la conferencia de Ortega y Gasset sobre “Vieja y nueva política”, el principal manifiesto de varias generaciones de intelectuales que, sintiéndose marginados del régimen democrático de la Restauración de 1875, despreciaron sus logros, su democracia y, en especial, su pragmatismo e incrementalismo. Para avanzar su programa, no se privaron de construir una imagen distorsionada de España. Como hacen quienes hoy exageran la gravedad de la crisis, los intelectuales de 1914 fabricaron un relato hipercrítico, basado en mitos tales como el desastre de 1898, la falaz contraposición de “la España oficial y la España vital” o el carácter excepcional de los problemas españoles. Incluso interpretaron la historia de aquellos años como un fracaso, cuando España experimentaba un crecimiento notable durante el primer tercio del siglo XX. No contentos con eso, protagonizaron la ruptura del orden constitucional al apoyar la dictadura de Primo de Rivera (1923) y aliarse con movimientos revolucionarios de uno u otro signo para acometer una tabla rasa institucional. Tabla rasa de la que, como era previsible, se desengañaron enseguida, aunque pocos de ellos tuvieran el coraje de reconocer su propia responsabilidad.
Pese a sus diferencias, las propuestas regeneracionistas de hoy, como las de ayer, coinciden en exonerar al ciudadano de toda responsabilidad. Culpan preferentemente a los políticos como en otros momentos de la crisis culparon a los especuladores, a los banqueros o, antes, a los caciques y siempre, de un modo u otro, a los ricos. Cuando menos, se convierten así de hecho en aliados de planteamientos populistas que sitúan toda la culpa en la élite y prometen a las masas el bienestar a cambio de un esfuerzo político puntual para sustituirla. Se supone implícitamente que, a continuación, sólo tendría que seguir el dictado de los intelectuales de turno. Justifican así de hecho la aparición de élites alternativas, las cuales se supone que, una vez en el poder, decidirían en función del interés público, sin necesidad de que el ciudadano hubiera de ejercer una acción política continuada.
Para evaluar estos argumentos regeneracionistas, igual los de 1914 que los de 2014, conviene tener presentes dos aspectos prosaicos cuyo olvido suele dar lugar a no pocos errores: primero, el carácter inevitable de los fenómenos de corrupción o, con más precisión, de extracción de rentas; segundo, y en parte como consecuencia, la importancia de contener el volumen de rentas potencialmente extraíbles, y no tanto porque las rentas se capturen, sino, sobre todo, porque, para lograr su captura, derrochamos gran cantidad de recursos.
El porqué de la corrupción
De entrada, es preciso desterrar el idealismo para tener en cuenta que los fenómenos de extracción, apropiación o captura de rentas son inherentes a todo proceso de especialización e intercambio, ya se organice mediante instituciones, en la política, o mediante contratos, en el mercado. Para ser útil, toda especialización de funciones requiere intercambios que, a su vez, plantean asimetrías informativas; y éstas, en un mundo poblado por seres egoístas, ofrecen la posibilidad de extraer rentas. Es inevitable por ello que todo tipo de especialización e intercambio, genere oportunismo y dilapide riqueza.
Este reconocimiento debe llevarnos a evitar la falacia en que incurrimos al comparar implícitamente la realidad con un mundo ideal en el que fuéramos ángeles o no existiera desviación alguna de intereses entre los protagonistas de la especialización y el intercambio, tanto si éstos se refieren a vendedores y compradores en el mercado como a gobernantes y gobernados en la política, o a funcionarios y contribuyentes en la administración pública. Hemos de comparar la realidad con soluciones alternativas posibles, no con entelequias. Menos aún podemos comparar realidades distorsionadas con utopías. Hay aquí un lección importante para muchas posiciones que parecen radicales sin serlo, como es el caso de los idealismos de toda condición, tanto los socialistas, a favor de la política, como los liberales, a favor del mercado. También el de quienes proponen una nueva constitución cuando la sociedad está tan polarizada que difícilmente podríamos consensuarla, o el de los nacionalistas que prometen un estado-maná cuya organización ni se molestan en describir.
Intervencionismo y corrupción
Por otro lado, y tanto para valorar las diversas opciones como para repartir responsabilidades entre masa y élite, un reparto de notable trascendencia política, conviene entender que el volumen de rentas apropiables y, por ende, la corrupción son mayores cuanto más intervenida está la economía. Asimismo, conviene también entender que, al menos en la España actual, este intervencionismo económico responde fielmente a las preferencias de los ciudadanos.
En efecto, en cuanto al primer punto, las mayores bolsas de corrupción corresponden a los principales programas de intervención pública, ya se trate de obras y concesiones, de energías renovables o del seguro de desempleo o la fiscalidad. Recordemos también que España alcanzó el máximo de corrupción en la posguerra, cuando el estado intervenía tanto la economía que, al eliminar los correctivos automáticos del mercado, estimulaba una corrupción generalizada, que incluía desde el estraperlo masivo de productos básicos a las corruptelas ligadas a la concesión de licencias de importación, el tráfico de divisas o los circuitos privilegiados de financiación.
Ayer como hoy, el motivo es el mismo: muchas intervenciones vienen a fijar precios explícitos o implícitos artificialmente bajos, con lo que generan una “exceso de demanda” que pasa a ser racionada por políticos y burócratas, quienes quedan así en posición de vender la diferencia de valor. Lo hemos constatado hasta la saciedad con la corrupción municipal en la concesión de licencias urbanísticas y de apertura de establecimientos empresariales, pero ha sucedido algo parecido, aunque de forma más silenciosa, en muchos otros sectores, como las instalaciones de energía renovable o la concesión de créditos empresariales por las cajas de ahorro. En la posguerra, estos fenómenos eran casi generales. Desde entonces, se han reducido, al liberalizar parte de la economía, pero aún quedan muchos mercados y sectores excesivamente intervenidos, desde los mercados de trabajo, alquileres y suelo a las infraestructuras y la energía, por no hablar de la educación y la sanidad, dos ámbitos casi sovietizados, no sólo en su financiación (lo cual puede ser comprensible si deseamos asegurar el acceso a toda la ciudadanía) sino también en su producción mediante organismos públicos en régimen de monopolio (lo cual es mucho menos justificable).
Tenemos la política que queremos
En cuanto al segundo punto, por mucho que detestemos las consecuencias de este intervencionismo, es esencial entender que refleja fielmente nuestras preferencias ciudadanas, pues los españoles somos los europeos más críticos con la economía de mercado. Además, no creemos que sea el sistema más conveniente pero sí el que causa más desigualdad. Y también somos los más partidarios de que el estado controle la economía: no sólo le atribuimos la responsabilidad por servicios como sanidad y pensiones, sino también por elementos tan fundamentales del mercado como son precios, salarios y beneficios.
Ciertamente, mucho ciudadano apoya el intervencionismo público porque cree que la intervención servirá un interés colectivo, y esa fe encuentra apoyo en la engañosa apariencia que presentan los problemas sociales, que parecen ser mucho más sencillos y manejables de lo que son en realidad. Un ejemplo obvio es la falacia ordenancista en la que caemos diariamente, según la cual basta dictar una regla para cambiar la realidad en el sentido que deseamos. Al pensar así, olvidamos la reacción de los individuos, que suele hacer imposible aplicar las reglas, y lleva a que sus consecuencias sean poco previsibles y a menudo contraintuitivas. Pero, a posteriori, echamos la culpa a los individuos y no a que nos hayamos equivocado.
Las llamadas ciencias sociales deberían rescatarnos de esta creencia errónea en la controlabilidad de los problemas sociales y económicos. Sin embargo, por el contrario, más bien la refuerzan, debido a la actitud interesada de muchos intelectuales, empezando por la mayoría de los economistas. Éstos, hoy como en 1914, en vez de explicar las limitaciones que sufrimos para prever el impacto de la regulación y los cambios institucionales, venden sus recetas como si fueran soluciones científicas, ocultando además su interés en que el mercado esté lo suficientemente intervenido para hacer que su propia función sea relevante. Además, cuando, casi indefectiblemente, la aplicación de sus recetas sale mal, le echa la culpa al político, por no haberle escuchado debidamente o no haber aplicado algunos de sus elementos, generalmente aquellos que resultan inaceptables para el electorado.
Arropado con tal colección de recetas y excusas, es lógico que el ciudadano crea que los problemas sociales tienen solución y que su persistencia se debe a la incompetencia o a la mala voluntad de los gobernantes. Además, cuando observa que los gobernantes se corrompen, no se para a pensar si la corrupción podría haberse evitado de raíz reduciendo el intervencionismo y eliminando así la ocasión para corromperse, sino que su observación le reafirma en un enjuiciamiento ingenuamente moral del fenómeno. Lo que es más grave: el sentimiento de agravio personal le predispone a apoyar cambios que se presentan como revolucionarios, pero que, en realidad, son superficiales y consisten en reemplazar a los gobernantes o incluso intensificar la intervención, lo que pronto acaba empeorando el problema.
Más que redistribuir, la corrupción destruye
Por último, no está nada claro que en España el principal problema sea la captura de rentas, sino más bien la destrucción de recursos en que incurrimos para capturarlas. En gran medida, más que apropiar rentas, con consecuencias meramente distributivas, las destruimos al competir por capturarlas, viéndose entonces también afectada la eficiencia.
Esta “disipación” de rentas está presente por doquier. Por ejemplo, enchufar a un amigo en un cargo sobre-retribuido redistribuye riqueza y es injusto, pero el daño principal que ocasiona no reside tanto en esa redistribución como en el derroche que provoca, tanto para conseguirlo como ulteriormente, sobre todo si el amigo no es quien mejor puede desempeñar el cargo.
De modo similar, quienes operan en régimen de economía sumergida extraen rentas, por cuanto se benefician de unos servicios públicos que no sufragan. Sin embargo, en la medida en que muchas actividades sumergidas presentan escasas barreras a la entrada y rige en ellas la competencia, quienes las desarrollan están, más que extrayendo, disipando rentas. Considere un ejemplo concreto: la competencia a que están sujetos los pequeños negocios familiares que evaden buena parte de sus impuestos y cotizan cargas sociales sólo por una fracción de su personal asegura que sus precios sean bajos y sus rentas mínimas. El coste social que generan hay que buscarlo más bien en una escala empresarial minifundista y una financiación de los servicios públicos desequilibrada.
Asimismo, la excesiva inversión en energías alternativas y obras públicas —nuestro mayor derroche en las últimas décadas— no incurrió tanto en apropiación de rentas como en disipación, pues ha destruido valor de forma masiva. La apropiación de, digamos, el 3% del presupuesto de una obra pública consume escasos recursos comparado con el 97% derrochado cuando esa obra es tan disparatada que ni siquiera llega a inaugurarse.
La responsabilidad intelectual
Ciertamente, extracción y disipación están relacionadas. Por ejemplo, la posibilidad de apropiar una comisión anima al político a invertir en exceso. No obstante, esa preferencia hubiera sido ineficaz si el ciudadano se hubiera esforzado mínimamente en vigilar ese tipo de decisiones. Sin embargo, pese a la mayor importancia de la eficiencia, y, por tanto del volumen y la disipación de rentas, la discusión sigue girando casi en exclusiva sobre la distribución, lo cual parece indicar que se usa sólo como instrumento de discusión intelectual y política, aprovechando su fácil acomodo, casi intuitivo, en los discursos populistas.
Es coherente con esta interpretación el que las propuestas de regeneración apenas ataquen el intervencionismo del estado en la economía, que es causa primordial de la corrupción; o incluso defiendan un intervencionismo a ultranza, con una economía socializada o corporativa, como de hecho hacía, en el fondo, la generación de 1914. Está claro hoy que la solución no va por esos derroteros. Pero tampoco reside en regular mejor o con más independencia, objetivos éstos que de forma reiterada se han demostrado inalcanzables, sino en regular menos, de modo que haya también menos incentivos para dedicar recursos a capturar rentas. En esos casos, no debemos aspirar a hacer más sabia la política o más justo el reparto de rentas monopolísticas, sino a reducir tanto el ámbito de decisión política como el volumen de rentas. Sin embargo, en vez de limitar la regulación, lo que propone el regeneracionismo emergente de hoy es regular mejor, dando por supuesto que ello es posible. No muy lejos por tanto del proyecto orteguiano de que “la nueva política… tiene que comenzar por ampliar sumamente los contornos del concepto político”. En ambos casos, se trata de un ejercicio de voluntarismo que sólo con benevolencia cabe calificar de ingenuo.