Elogio de la quiebra
Voz Populi, 26 de julio de 2020
El Gobierno ha destinado 10.000 millones de euros a salvar aquellas empresas que cinco de sus altos cargos tengan a bien considerar “estratégicas”. Cada votante español va así a aportar 287 euros para unos rescates que usan el COVID como excusa, pero que, en buena medida, prolongarán la agonía de empresas condenadas a desaparecer.
Todo cierre empresarial es doloroso, y el dolor masivo nos conmueve. Por eso, tendemos a creer que el Estado debe poner dinero para asegurar la continuidad de las grandes empresas en crisis. Usando en beneficio propio estos ingenuos deseos, políticos de todos los colores suelen correr raudos a rescatarlas.
El que no demuestren con sus hechos un grado de preocupación similar por las empresas pequeñas ya nos avisa de cuál es la lógica que les domina. Sobre todo porque no está nada claro que cause más dolor ni que sea más dañino el cierre de una empresa de, digamos, mil trabajadores que el de cien empresas de diez trabajadores. Además, muchos rescates de grandes empresas duran hasta siglos, con lo que acaban siendo mucho peores que la enfermedad.
En primer lugar, porque no tenemos garantía alguna de que los recursos de esa gran empresa en crisis valgan más cuando continúa abierta que si cierra, de modo que sus plantas, recursos y unidades de negocio se repartan entre diversos compradores. Si tiene un futuro tan brillante, ¿por qué no corren a financiarla los operadores privados? Si de verdad fuese tan rentable como nos prometen a los contribuyentes, tales operadores deberían apresurarse a capitalizarla voluntariamente, máxime en estos tiempos de liquidez sin límite.
Por supuesto que esta lógica puramente “de mercado” es incompleta. Los inversores privados no consideran en su cálculo los beneficios que la continuidad puede proporcionar a terceros (por ejemplo, a la región donde se ubica la empresa). Pero, seamos serios, ¿debemos creernos la valoración que de esos beneficios haga el gobernante de turno? ¿Acaso no tiene incentivos para exagerarlos? ¿Va a hacerse responsable quien ni siquiera estará al cargo cuando sea obvio que nos engañaba?
Por el contrario, es de temer que lo que realmente le preocupe sea mantener las rentas de los insiders de la empresa en dificultades. Me refiero a los directivos (que suelen ser sus amigos), a los trabajadores (que son sus potenciales votantes), a los proveedores (que suelen incluir tanto a amigos como a votantes) e incluso en algún caso a los accionistas.
En este sentido, los incentivos se tornan perversos: los mismos agentes económicos que han exprimido la empresa hasta hacerla inviable acaban beneficiándose de las subvenciones que alargan su continuidad. La perversión se hace así dinámica: si esperan que rescaten la empresa, les animan a extraer de ella todo tipo de rentas, hundiéndola o, al menos, llevándola al límite; amén de gastar recursos y firmar contratos para hacerla parecer más estratégica de lo que realmente es. Los economistas diríamos entonces que las “externalidades” del rescate se vuelven negativas, porque, si veo que a la empresa de al lado la rescatan tras comportarse con frivolidad, muchas otras empresas empezarán a tomarse similares alegrías.
Tenemos, en suma, que estos rescates suelen ser fruto de un cálculo político distorsionado y, en consecuencia, corren grave riesgo de ser inútiles y hacerse permanentes. Es proverbial el caso de la minería del carbón asturiano, que dejó de ser viable ya hacia 1882, con la aplicación de la máquina de vapor a la navegación marítima. Pero su elevado coste no impidió que gobernantes y regímenes del más diverso signo político le dieran tanta continuidad que acabó condicionando toda la economía de la región, hoy convertida en el “Paraíso Natural” más subvencionado que quepa imaginar. Las “externalidades negativas” son siempre fruto del egoísmo de la acción humana, pero no sólo surgen en el mercado sino también en la política.
Existe otro riesgo igual de importante pero menos obvio, que es el daño que se causa a las empresas competidoras. La desaparición de la empresa en quiebra es necesaria para que sus competidores reciban el premio por haberlo hecho mejor. Así es como funciona la “destrucción creativa” schumpeteriana. Cuando hace una década el Estado empezaba a rescatar cajas de ahorros (prácticamente todas ellas insolventes, como consecuencia de su disparatado control político), impedimos que los bancos privados (los cuales, salvo contadas excepciones, sí eran solventes) pudieran percibir la recompensa por su mejor gestión de riesgos. El desenlace fue aun peor: los mismos políticos que habían esquilmado las cajas escondieron su pecado rebautizándolas como “bancos” y demonizando a continuación a la propia banca privada.
Pero no es mi intención aburrirles con viejas historias. El COVID-19 ha puesto al borde de la quiebra a muchas empresas, grandes y pequeñas, y a la vuelta del verano pondrá en graves aprietos a muchas más.
No está nada claro que haya que salvar siquiera a aquellas empresas que han entrado en crisis a causa del COVID. Ningún equipo directivo de una empresa en crisis es responsable del COVID; pero sí lo es de haberla colocado en una posición de debilidad en la que la materialización de cualquier riesgo grave podía llevársela por delante.
Lo que sí está mucho más claro es que no hay por qué salvar empresas que también estarían en crisis incluso sin COVID. Sin embargo, varias de las diez empresas que, al parecer, ya están negociando ayudas con el Gobierno se encontraban en grave crisis años antes del COVID, estando incluso algunas de ellas inmersas en procesos preconcursales.
Era de esperar. En general, la tentación política es subvencionar a toda empresa que, por su tamaño o posición, sea capaz de ejercer influencia, sin prestar atención a la realidad de su situación de crisis ni a su viabilidad futura. Los controles formales dispuestos por la Comisión Europea sólo aseguran que aumente el volumen de los servicios de asesoría, cabildeo y relaciones públicas que habrán de pagar para superarlos.
Incluso después de aprobado el rescate europeo, lo limitado de nuestros recursos hace imprescindible acertar en cómo los usamos; pero no hay garantía alguna de que el Gobierno vaya a acertar en esa tarea. Permítanme proponerles unas pautas mínimas de actuación, pero tan sólo para compararlas con las que acaba de adoptar nuestro Gobierno y poder juzgar si mi pesimismo está o no justificado.
La pauta principal es muy simple y se desprende de que los políticos ni saben ni tienen buenos incentivos para elegir las mejores opciones. Sitúese unas décadas atrás y piense: ¿hubiera considerado un organismo público como “estratégica” una empresa textil con sede en Galicia? En consecuencia, dado que ni saben ni quieren, lo que debemos exigirles es que aligeren la carga de todas las empresas, sin entrar a seleccionar cuáles lo merecen y cuáles no. Si se han de aplicar mecanismos de ayuda deben ser exquisitamente neutrales.
No obstante, si, en contra de esa pauta primordial, insisten —como acaba de hacer el Gobierno— en seleccionar quién merece y quién no merece ayuda, el sistema de decisión habría de ser lo más independiente posible. Como anticipaba al principio, el Gobierno también ha hecho justo lo contrario, pues atribuye todo el poder de decisión a un Consejo Gestor formado por cinco altos cargos nombrados a dedo. Con ello, lo que asegura es la dependencia, haciendo, por ende, máximo el riesgo de que la decisión se tome con base en las peores influencias y constituya un descomunal derroche de recursos.
Si ha llegado hasta aquí probablemente echa Usted de menos algo de compasión por quienes sufren el cierre de su empresa. La merecen y, por mi parte, la tienen. Pero no sólo quienes sufren el cierre de grandes empresas con capacidad para cortar carreteras, pisar pasillos ministeriales y comprar puertas giratorias. En realidad, quizá merezcan más compasión los trabajadores y empresarios que contemplan en silencio, con resignación, sin espavientos y sin esperanza cómo cierran sus pequeñas empresas.
También irritará a algún lector que un funcionario defienda el cierre de empresas inviables. Baste decir que, a mi juicio, procedería aplicar similares criterios en todo el sector público. Son tales y tantos sus garitos y sus excrecencias que no basta ya con meros recortes y congelaciones de plantilla.
Ciertamente, es difícil cerrar tinglados públicos y los motivos de esa dificultad rigen por igual para empresas públicas y semipúblicas. Por eso mismo es de temer que los 287 euros que va a gastar cada votante en rescatar empresas falsamente estratégicas sólo sean el importe de la primera de una larga serie de facturas. En el pantano de la empresa pública es fácil entrar pero muy difícil salir.