El vicio de la superioridad moral
Es necesario reconocer la moralidad del adversario político. Hay que comprender que ambos moldes —progresista y conservador— son imprescindibles para una convivencia que debe asentarse en la racionalidad, no en intuiciones e instintos
Publicado en El País, 16 de febrero de 2016, p. 13.
Causa perplejidad que a los líderes del PSOE les resulte imposible negociar con el Partido Popular y, sin embargo, estén dispuestos a pactar con Podemos. La paradoja es notable pues su distancia con Podemos es mayor, no solo en sus propuestas de acción política sino en su respeto al marco constitucional, tanto nacional como europeo. Por no hablar de la posición de Podemos sobre los derechos humanos en Venezuela e Irán.
Para algunos, el giro del PSOE a la izquierda es mero cálculo electoral. Pero el partido pequeño no siempre sale perdiendo en las coaliciones de gobierno. Además, el cálculo electoral sólo explicaría que el PSOE no entrase en el Gobierno o que no llegase a un acuerdo para abstenerse, pero no su negativa a negociar con el PP. Negarse a negociar tiene poco sentido cuando la mayoría de los ciudadanos desea un acuerdo centrado, no un pacto frentista y divisivo. Además, la sangría de votos del PSOE sería mortal si su futuro gobierno quedase atado a los oportunismos de Podemos.
Tampoco cabe pensar que la incapacidad de diálogo obedezca a la poca democracia interna de los partidos y, en concreto, a que dialogar perjudique a sus líderes. La brecha de diálogo se sustenta en el sentir de las bases y la intelectualidad de izquierdas. Sólo aquellos de sus líderes con experiencia son favorables a dialogar con la derecha, quizá porque su paso por el poder les ha hecho más ecuánimes y menos instintivos al enjuiciar a los demás. Tal vez la experiencia enseña que la naturaleza humana es más compleja de lo que recogen los maniqueísmos al uso.
Por último, lo más importante, es poco verosímil que la dificultad se deba a que socialistas y populares aspiren a aplicar políticas diferentes. Al fin y al cabo, tanto en materia económica como social el margen de elección está acotado por su común respeto a las restricciones que imponen la pertenencia al euro y a la Unión Europea; y sucede algo parecido en materia de soberanía nacional. Es más, si alguna diferencia parece realmente insalvable es su dudosa aceptación por Podemos: no dice estar contra Europa ni contra el euro, pero sus propuestas podrían bien ser incompatibles con ambos.
Por todo ello, la causa de la negativa socialista podría ser más profunda, y residir en que mucha de la izquierda que se cree “progresista” quizá considera inmorales a quienes tilda de “conservadores”. Sucedería aquí en España algo similar a lo que en un trabajo ya clásico Graham, Haidt y Nosek constataron hace años para los demócratas estadounidenses: éstos no creían (ni, aparentemente, creen) que los republicanos deseen construir una sociedad más justa, ni que les importe el medio ambiente o el bienestar de los individuos menos favorecidos. Sienten así que discrepan en los fines, y no en los medios empleados para alcanzarlos.
Este tipo de prevención moral sería hoy menos racional en España: debido a las restricciones europeas, el margen de decisión de nuestros gobiernos es muy estrecho. La prevención se sustentaría más bien en prejuicios y resentimientos no del todo distintos de los que esgrimía la izquierda entre 1934 y 1936 para impedir el acceso de la derecha al gobierno de la República. Apunta en esa dirección el que, contra toda evidencia, parte de la izquierda moderada aún necesite considerar “derecha extrema” a partidos de centro-derecha y liberales.
Ciertamente, la repulsiva incidencia de la corrupción en el PP ha proporcionado una excusa útil, al concitar emociones de asco y rechazo que es tentador emplear como palancas instintivas. No es casual que se haya llegado a hablar de la necesidad de “purificar” al PP. Y no exigiendo, como sería lógico y sus propios votantes exigen, cambios en su liderazgo, sino condenando al ostracismo a toda su militancia, y, por extensión, a 7,2 millones de ciudadanos que están tan asqueados como el que más con la corrupción de sus representantes. Yendo un paso más allá del estereotipo de la casta gobernante, se está jugando, quizá sin querer, a crear una casta de apestados intocables. La oportunidad es arriesgada, y no sólo en términos de interés público: el propio PSOE ya se ha encontrado más de una vez en similares circunstancias.
Estamos a tiempo de reconducir este proceso de división, pues apenas se plantea una actitud similar en términos de superioridad moral de la derecha. Ciertamente, existen sectores que simplifican la moral del progresista típico, a menudo como un compendio de autoengaños sin sentido alguno de la lealtad, la autoridad o la trascendencia. Sin embargo, dentro de los partidos, se trata aún de posiciones minoritarias, aunque crecientes, como reflejan los exabruptos de algunos líderes populares.
La solución racional pasa por reconocer la entidad moral del adversario, lo que requiere entender la estructura instintiva de la moralidad, tanto ajena como propia. Es preciso comprender que ambas matrices morales —progresista y conservadora— son imprescindibles para la convivencia. Busquemos asentar ésta en la racionalidad más que en intuiciones e instintos. Como argumenta un progresista como Joshua Greene, para conflictos del tipo “Yo-contra-nosotros” basta con la moral instintiva, pero los conflictos que hoy nos aturden se plantean entre tribus culturales, y son del tipo “Nosotros-contra-ellos”. Resolverlos requiere que la racionalidad tome el control de los instintos tribales.
La repentina fragmentación política exige alcanzar pactos que nos inmunicen contra sectarismos que en el pasado costaron tanta infelicidad y retraso. En los últimos 150 años, los españoles apenas hemos vivido 100 años en democracia, y casi siempre en un régimen bipartidista. La reciente fragmentación plantea una prueba de madurez que en otros momentos fuimos incapaces de superar.
Bajo el bipartidismo, basta con la tolerancia pasiva del adversario, tanto si se está en el gobierno como en la oposición. La fragmentación requiere una tolerancia más activa: no cabe odiar al enemigo pero tampoco basta con soportar al adversario, sino que es preciso dialogar y pactar con él; y eso exige empatía y confianza. No basta con aceptar su derecho a pensar, creer y ser diferente, sino valorar que las diferencias morales nos enriquecen a todos. No se puede dialogar desde la superioridad moral. Aun menos desde la cosificación del adversario a la que podría llevarnos el supremacismo cultural o étnico que aún nutre a nuestros sectarismos y localismos.