Badenes para una pandemia
Voz Populi, 1 de noviembre de 2020
Ante el agravamiento de la crisis sanitaria, el Gobierno ha decretado un extenso estado de alarma, asumiendo poderes extraordinarios sin apenas control parlamentario, restringiendo los derechos de los ciudadanos y delegando las tareas de ejecución en los gobiernos autonómicos, los cuales podrán introducir restricciones adicionales. Curiosamente, todas estas restricciones suelen pecar del mismo sesgo: establecen reglas que dejan escaso margen a la discreción individual. Se generan así numerosas situaciones en las que cumplir las reglas es insensato. Amén de ineficiente, ello acaba desprestigiando a las propias leyes.
Restringir la libertad de todos para que sea más fácil controlar a los desaprensivos revela la incompetencia de quienes nos gobiernan, pero también el escaso valor que otorgamos a la libertad individual, dos factores que quizá no sean independientes entre sí. A raíz del toque de queda, uno de los ministros menos insensatos del Sr. Rodríguez Zapatero predecía que entre el 90 y 95% de la población “no iba a notar ni un solo cambio en su rutina diaria”. Quizá sea así. Lo que es seguro es que la frase refleja un cierto grado de desprecio hacia toda minoría a la que el Sr. Ministro no pertenece o con la que no se siente solidario.
Esta fobia a la libertad es también visible en la regulación del tráfico por carretera mediante prohibiciones genéricas tan eficaces como ineficientes. Lejos de establecer principios flexibles que permitirían mayor libertad, ajustando la marcha a las circunstancias, aplicamos reglas rígidas como los límites de velocidad y nos gastamos una fortuna en radares para hacerlas cumplir. Peor aún: llenamos la vía pública de incómodos badenes que restringen a todos los conductores en todo momento y con independencia del tráfico. Nuestra preferencia por restringir la libertad a priori quedó bien retratada hace unos años cuando la DGT pagaba anuncios en todos los periódicos para tildar de asesino a quien circulara a 140 km. por hora, se supone que para instarle a sentirse culpable. Ese mismo día, el bailaor Juan Manuel Fernández Montoya, “Farruquito”, solo era condenado a 14 meses eludibles de prisión por haber matado a un peatón y haber intentado encubrir durante meses que era él quien conducía el vehículo, sin carnet.
El régimen alternativo es el de las autopistas alemanas sin límites de velocidad, una posibilidad que permite circular más rápido a quien pueda y quiera hacerlo. Claro está que la libertad solo es viable con responsabilidad. Dejando a un lado hoy la responsabilidad a priori, de tipo moral, la responsabilidad a posteriori requiere que la sociedad pueda y quiera castigar la mala conducta. Ha de hacerlo incluso cuando ese castigo parece inútil y solo cobra sentido si se tiene en cuenta su efecto disuasorio. Parte de nuestro temor a dotarnos de mayor libertad quizá obedezca a que, al castigar a posteriori, nos resistimos a considerar la disuasión. Vienen aquí a la memoria las penas irrisorias (multas de entre 15.000 y 31.500 euros) que acaba de imponer la Justicia a los controladores aéreos por paralizar el tráfico aéreo en 2010, al abandonar sus puestos de trabajo; o las peticiones de indulto incondicional que abundan estos días para quienes en 2017 causaron un daño aun mayor en Cataluña. Es lógico que la libertad adquiera mala prensa cuando permitimos que se confunda con el libertinaje.
Con la pandemia, también predominan las restricciones apriorísticas, pues la represión de conductas nocivas es poco selectiva, todo lo cual está aumentando enormemente su coste. La mayoría de nuestros gobernantes solo ha sabido prohibirnos a todos el ejercicio de derechos básicos de reunión y movilidad, sin atender apenas ni a los riesgos que presentan los afectados ni a los costes y beneficios que se ocasionan. Recuerde cómo ya en el mes de febrero —y sin oposición alguna— nuestros gobiernos subvencionaron el regreso de los estudiantes universitarios que estaban disfrutando sus Erasmus en Italia, pese a que Italia era entonces el principal foco de infección a escala mundial. Aparentemente, también hemos sido poco selectivos a la hora de castigar a los contagiadores voluntarios: las noticias informan de casos flagrantes de conductas antisociales, como enviar al colegio a niños sintomáticos. Nada dicen, sin embargo, de que esos padres hayan sido debidamente sancionados.
La inoperancia a la hora de reprimir, cuando no la tolerancia con reuniones ilegales, como los “botellones”, también refleja esa preferencia por restricciones generales, más fáciles de aplicar para el gobernante y la policía, pero también mucho más costosas desde el punto de vista social. Se trata de una inoperancia voluntaria, en la medida en que evita usar los mecanismos disponibles. Cuando el gobernante se escuda en que no puede “poner un policía en cada esquina” esconde que le bastaría con ejercer una represión selectiva y ejemplarizante. Si no lo hace es porque teme que le perjudique en las elecciones. La resistencia del Gobierno a definir nuevos tipos penales apunta en la misma dirección. Pero no se apresuren a culparle: ese coste electoral no sería tal y su actitud sería diferente si la ciudadanía mostrase otras preferencias.
Tampoco deben culparle en exclusiva por el carácter general de las restricciones. En estos meses también observamos cómo mucho ciudadano está más dispuesto a tolerar las restricciones cuanto mayor sea su ámbito personal o geográfico, sin atender a que los costes y beneficios puedan ser muy diferentes ni a que, por tanto, convendría introducir restricciones más selectivas. Una vez más, nos dejamos vencer por la envidia y el peor igualitarismo, el que nos iguala en la miseria. Baste recordar a aquellos manifestantes madrileños que rechazaban hace pocas semanas los confinamientos por zonas sanitarias en favor del confinamiento generalizado de toda la ciudad.
Nuestra proclividad a las restricciones generales tampoco debe hacernos perder de vista un segundo requisito de todo régimen de libertad individual, tan simple que suele pasar inadvertido: es necesario que las reglas sean claras. Así sucede en cuestiones de tráfico, donde, además, cambian despacio y tras una discusión relativamente racional. En la pandemia, abundan las reglas, pero son cambiantes y hasta arbitrarias. Los expertos brillan por su ausencia y su naturaleza es espectral, casi fantasmagórica. El Gobierno parece usarlos como el tahúr usa los comodines. Lógico que, al principio, los ciudadanos se dividiesen entre quienes creían que “no se podía saber” y los que sospechábamos que “no se quería saber”.
Ahora, la mayoría se sienten engañados, tras haber comprobado que, incluso cuando ya sabía, el Gobierno supeditaba las reglas al deseo de encubrir su negligencia: si no nos recomendaba mascarillas era porque ni siquiera había tomado la precaución de adquirirlas. De igual modo, hoy sospechan que, de nuevo, pretende detener la segunda ola de la pandemia con restricciones generalizadas que, como los cierres y confinamientos, son fáciles de aplicar y que a corto plazo resultan llevaderas para quienes cobramos sueldos públicos. Por lo demás, muchas de estas restricciones generales, al no encarar de forma explícita la elección entre salud y economía, dan implícitamente prioridad a la salud. Pero lo hacen mirando solo al corto plazo y a costa de ampliar la brecha de desigualdad que ha abierto la pandemia entre la España del sector privado y la España del sector público.
En esta línea, pudiera resultar paradójico que el país acepte un reparto tan desigual de los costes de la pandemia cuando rechaza aplicar medidas selectivas para atajarla. La paradoja es ficticia porque es precisamente la desigualdad en el reparto lo que posibilita aplicar restricciones demasiado generales pese a que probablemente con ellas aumentan los costes totales. No es solo que nos gobiernan quienes más odian la libertad. Es que son también ellos y sus representados quienes más privilegios disfrutan y, por tanto, más razones tienen para coartar la libertad. Dicho en plata: las medidas serían mucho más selectivas y quirúrgicas si se hubieran recortado los sueldos públicos. Quien puede llegar tarde al trabajo tolera mejor los badenes.