Autonomías: ¿para qué?
Voz Populi, 6 de septiembre de 2020
Durante años, quienes veíamos con escepticismo la evolución del estado autonómico nos consolábamos pensando que sus conflictos proporcionaban un sucedáneo de separación de poderes y competencia implícita. Queríamos creer que este sucedáneo podía tener algún valor en un país cuyo legislador constitucional sacrificó la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo en aras de la estabilidad. Un país cuyo Gobierno forzó poco después la mano de su primer Tribunal Constitucional para que le solucionase su fiasco en el caso Rumasa. El mismo Gobierno que luego abusaría de su mayoría parlamentaria para desprofesionalizar la Administración y consagrar la subordinación partidista del propio Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial.
Sabíamos que el estado autonómico era costoso y sospechábamos que era ineficaz. Lo ha confirmado el que la mayoría de sus 18 gobiernos no haya sabido gestionar la pandemia y no hayan sido capaces de coordinarse. Quien creía tener 18 ministerios de sanidad ha descubierto que, si bien paga los 18, a la hora de la verdad no tiene ninguno. Como consecuencia, muchos servicios sanitarios han sufrido déficits notables de dirección.
La pandemia también demuestra que la valoración del estado autonómico como separación de poderes era optimista. En las últimas semanas, es evidente que, lejos de proporcionar contrapesos entre poderes políticos, ese reparto de papeles sirve de coartada para que cada gobernante excuse sus errores en los demás. El Gobierno central culpa a las autonomías que cree desafectas y todas ellas al Gobierno central. Ambos son muy celosos de sus competencias pero ninguno asume sus responsabilidades.
Dejando a un lado el interés de los propios políticos y funcionarios en multiplicar sus empleos, empieza a estar claro que el único motivo para mantener las autonomías es el de reforzar nuestras identidades regionales. Por ello, ante el recorte de gasto público al que estamos abocados, la cuestión clave es si preferimos recortar en servicios tangibles, como la sanidad o las pensiones, o en ínfulas identitarias. Cada ciudadano ha de juzgar si el inflar su identidad local le resulta o no valioso en el mundo en el que quiere vivir.
Como liberal e inmigrante multirreincidente, mi opinión es negativa, y no sólo por ser este de la identidad un lujo muy caro. Es un lujo que no debemos permitirnos: incluso tras el localismo más inocente, laten instintos ancestrales que a mucho político e intelectual sin escrúpulos le resulta fácil manipular para anular al individuo y desencadenar odios tribales en su propio beneficio. El legislador constitucional no pudo equivocarse más al creer que el despliegue real de las autonomías mejoraría la convivencia.
Por supuesto que muchos amigos identitarios se creen pacíficos y niegan toda intencionalidad agresiva por su parte. Supongamos, en aras del análisis, que su intención —y no el efecto real— fuese el factor relevante, supongamos que son sinceros con los demás y consigo mismos, y supongamos que lo único que desean es “vivir plenamente” dentro de su cápsula identitaria. Supongamos incluso que ese encapsulamiento tampoco entrañara coste alguno para sus conciudadanos.
En ese mundo imaginario, quizá pudiera tener sentido semejante apuesta por la identidad local. De gustibus non est disputandum. No deja de ser una posición propia de nuevos ricos, que se dicen y seguramente se creen dispuestos a sacrificar una parte de su recién adquirido bienestar para “consumir” más identidad. De hecho, fue éste un argumento muy socorrido hace pocos años aquí en Cataluña.
Por ello, la pandemia es una noticia pésima para este sueño aislacionista. Ya el declive económico de Cataluña a raíz del procés ha devuelto a la estrategia del “pájaro en mano” al separatismo más oportunista. La crisis económica en ciernes reducirá aún más la demanda de lujos identitarios: el supremacismo se cura rápido con pobreza. (Por cierto: más allá de la justicia, sería esta una buena razón para dejar de subvencionar al País Vasco).
La manifestación más costosa del lujo identitario es que tenemos unas administraciones públicas duplicadas y gravemente disfuncionales, y no sólo en las regiones que demandan más identidad. El COVID ha puesto en evidencia que en los servicios públicos existen economías de escala y que, de hecho, el actual estado autonómico es incapaz de alcanzarlas. El COVID también ha demostrado que es iluso pretender que el fallo reside en los mecanismos coordinadores. Si no han logrado coordinarse ni bajo un estado de alarma, ¿cómo pretenden conseguirlo en circunstancias normales?
España es un país eminentemente pequeño, pues los medios de comunicación casi han eliminado las barreras naturales. Simplemente, hoy necesitamos menos que nunca 18 seudoministerios de sanidad o educación. Las empresas están cubriendo la península desde una sola sede, y eso cuando no lo hacen desde un tercer país. Los ministerios o los órganos que los sustituyan no tienen por qué estar ubicados en Madrid pero sí deben ser únicos, para alcanzar así economías de escala y servir al ciudadano con un mínimo de eficacia.
Al ubicar sus sedes y reorganizarlos, bien podríamos considerar cómo han funcionado sus miniaturas autonómicas. Por ejemplo, dado que Asturias no lo hizo mal con el COVID, procedería situar allí Sanidad (habría que descartar Lisboa porque, dada nuestra ineficacia con la pandemia, sería difícil convencer a los portugueses). También cabría ubicar Educación en Salamanca, si es verdad que Castilla y León lo hace tan bien como dicen las pruebas PISA. Y Ciencia en Cataluña, si se confirmase que sus universidades son realmente las mejor organizadas.
Cuesta imaginar que algo así sea posible. Sin embargo, a los que votaron la Constitución les hubiera resultado aún más difícil imaginar el desvarío en el que nos hemos instalado. Piense, por ejemplo, que, tras 40 años de autonomía e incluso en ámbitos en los que tienen pocas restricciones legales, las 17 autonomías responden igual. No tiene más que ver cómo gestionan la enseñanza concertada. Uno esperaría que algunas la usaran para generar competencia con la enseñanza pública, obedeciendo los deseos de la demanda. Sin embargo, todas ellas, sin excepción, han constreñido su desarrollo, contaminándola de paso con muchos de los defectos de la pública. Observe, además, que esas autonomías estaban gobernadas por todo tipo de partidos, señal de que todos ellos miraban a una misma demoscopia y obedecían a un mismo equilibrio de fuerzas.
Peor aún. Cuando, por algún raro designio, alguna autonomía aplica políticas diferenciadas —como es la bajada de impuestos de Madrid—, son curiosamente las más soberanistas las que —revolviéndose contra lo que un ingenuo pensaría que era su naturaleza— promueven la uniformidad coactiva. Si en verdad tuvieran un proyecto sustantivamente distinto, lo lógico sería que se dedicaran a aplicarlo.
Si los ciudadanos de Cataluña en verdad deseasen aplicar una política diferente, a sus gobernantes les bastaría con, no solo establecer impuestos más altos para recaudar más, sino también prestar más y mejores servicios. Si usasen bien el dinero, la convertirían en la Suecia del Mediterráneo y los votantes se lo agradecerían. Pero no hay tal demanda de políticas diferentes en lo sustantivo, sino tan sólo en lo identitario. Quizá por eso, pese a que la Generalitat de Cataluña es de las que cobra impuestos más altos, sobre todo a los catalanes más humildes (que son los que menos demandan esteroides identitarios), ha sido la comunidad que, en coincidencia con el procés, más ha recortado el gasto social.
En el fondo, tanto la demanda como la oferta de políticas diferenciadas es mínima porque España es un país mucho más homogéneo de lo que nos gusta creer. Como ilustra la tabla adjunta, las preferencias son relativamente uniformes entre las distintas regiones. Para esas variables —parciales pero reveladoras—, los promedios de preferencias de las regiones españolas son más heterogéneos que los de las francesas pero mucho menos que los de las alemanas, situándose muy cerca de los de Italia o el Reino Unido. Además, también nuestras preferencias son relativamente homogéneas a escala individual, tanto en toda España como en muchas regiones. Por ejemplo, los catalanes somos algo más homogéneos que los residentes en la mayoría de otras regiones españolas.
Observando este tipo de cifras, quizá haya que empezar a pensar que nuestra xenofobia nacionalista se ha volcado hacia lo regional no sólo por vicisitudes históricas —por ejemplo, el que en los últimos dos siglos y a diferencia de otros europeos, apenas hayamos sufrido conflictos exteriores—, sino también por esa homogeneidad. Al fin y al cabo, cuanto más se parece el ser humano a sus vecinos, más pretende diferenciarse de ellos.