Auditoría: Lecciones de una crisis

Arruñada, Benito (2002), “Auditoría: Lecciones de una crisis”, Expansión, May 27, 24.

El caso Andersen demuestra que el mercado sanciona a quienes defraudan su confianza. No sólo aprende de las crisis, sino que aplica soluciones que limitarán su incidencia futura. La incapacidad del legislador para calibrar costes y beneficios aconseja, hoy como ayer, una regulación facilitadora del mercado. Más que la existencia de fraude debe preocuparnos la correspondencia entre la conducta que lo origina y el castigo que acaba generando. Más que a regular el sector, la experiencia apoya su liberalización. La auditoría obligatoria tiene escasa justificación para las sociedades que no cotizan en bolsa.

La auditoría ha experimentado cambios notables en las últimas décadas. En la incertidumbre que esos cambios generan, la habitual incapacidad del legislador para calibrar costes y beneficios aconseja, hoy como ayer, una regulación dispositiva, facilitadora. Una regulación que dé tiempo al mercado para averiguar, por prueba y error, cuáles son los sistemas y productos más valiosos, y desarrollar los mecanismos de garantía más eficaces.

La justicia y el dinamismo del mercado en el caso Andersen confirman esta valoración. Desde la quiebra de Enron, no sólo asistimos a la agonía de Andersen, con gran quebranto patrimonial para socios y empleados, sino a la adopción voluntaria de nuevas políticas por los protagonistas del mercado. Muchas sociedades ya han sustituido a su auditor y algunas se han prohibido a sí mismas adquirir otros servicios de sus auditores. Ciertos inversores institucionales también promueven que sus juntas de accionistas refuercen el control de la auditoría externa. Las propias firmas se han apresurado a separar actividades y, lo que es más importante, empiezan a modificar sus sistemas de incentivos para controlar mejor las externalidades entre divisiones y oficinas. Muchas de ellas también han reforzado sus reglas de control interno, acelerando la rotación de los socios responsables.

Estas medidas constituyen un hito en el proceso natural de búsqueda y adaptación de las mejores soluciones para cada contexto empresarial. Gracias a la crisis, hoy sabemos un poco más que hace seis meses acerca de esas soluciones y dónde aplicarlas. Tanto el castigo de quienes infringieron las leyes como los cambios que se están ensayando indican que el mercado ya se encarga de regular.

Sin embargo, el fiasco ha dado alas a propuestas intervencionistas muy diversas. En su reunión de hace poco más de un mes, en Oviedo, los ministros europeos de economía acordaron una recomendación relativamente prudente, que descarta la necesidad de una nueva directiva y aconseja cambios moderados, como son limitar la prestación de ciertos servicios y la rotación de socios responsables a los siete años. Resulta por ello un tanto excéntrico que parte de la Administración anfitriona, en una peculiar visión de la libertad de empresa, pretenda resucitar la rotación forzosa de firmas. La rotación puede tener sentido, como bien sabe este Gobierno, pionero en aplicarla a sí mismo; pero no de firmas, sino de socios.

No sé en qué medida aún colean aquí los atavismos que nos dominaron durante el pasado siglo, pero la primera reacción a todo tipo de crisis aún consiste en reducir la libertad. Si los gobiernos quieren que funcione el mercado, han de resistir estas tentaciones populistas y valorar lo positivo que hay en las crisis: el castigo de los errores, el descubrimiento de cuáles son los costes y beneficios reales, y la consiguiente adaptación de las estrategias y salvaguardias. Lejos de ser un problema, las crisis constituyen el requisito y solución que hace innecesario intervenir en el mercado. Sin entender esto, es difícil evitar que unos y otros las usen como excusa para regular en interés privado.

El mercado se basa en la libertad y a ésta la acompañan, naturalmente, quiebras y fraudes. Lo que debe preocuparnos no es la existencia de crisis sino el que haya correspondencia entre la conducta que las origina y la compensación que acaban generando. Ciertamente, es alto el riesgo de que falle esa correspondencia cuando los directivos controlan el fondo de pensiones de los empleados y lo invierten en sus propios valores, como ocurría en Enron.

El castigo

No está tan claro, por el contrario, que haya fallado dicha correspondencia en auditoría. Gran parte del castigo de Andersen proviene del abandono de muchos de sus clientes y de la deserción de sus firmas asociadas. El posible fallo de correspondencia entre su conducta y su castigo no se ha producido en la actuación del mercado sino en la quizá excesiva discrecionalidad de las instancias públicas. El destino de Andersen lo ha dispuesto una administración pública tan poderosa como ávida por encontrar chivos expiatorios. El que algunas empresas empiecen ya a quejarse de que sus auditores se han vuelto muy quisquillosos apoya esta duda de si el castigo no habrá sido excesivo.

Más que emprender nuevas aventuras regulatorias, que restringirían aún más la contratación y organización de la auditoría, convendría revisar si tienen fundamento las normas ya en vigor, pues éstas son bastante culpables, a mi juicio, de los problemas reales que padece el sector.

La auditoría florece en el siglo XIX para satisfacer una demanda de salvaguardia contractual entre accionistas, directivos y acreedores. (Lo hace, además, como complemento a la prestación, muy anterior, de otros servicios). En esencia, esta auditoría examinaba y atestiguaba el cumplimiento de los contratos. Estaba por ello bien adaptada a las condiciones de cada compañía. Por ejemplo, decía si los beneficios se habían repartido o no de acuerdo con lo previamente pactado, o si se habían respetado las cláusulas contables de un empréstito.

La regulación de valores de los años treinta (también entonces la excusa de una crisis) requiere auditoría a todas las compañías estadounidenses con cotización (pese a que ya se venían auditando el 90% de ellas), a la vez que da pie a exigir más responsabilidad al auditor. Se acaba así ampliando el mandato de éste a todos los aspectos influyentes en las decisiones de inversión y se sacrifica la función contractual de las cuentas, en la que, por su verificabilidad, eran más relevantes las cifras históricas. Todo ello en la vana pretensión de que los números contables reflejen directamente valores económicos. En sintonía con esta orientación financiera, se dictan estándares tan uniformes que llevan a muchas sociedades a duplicar sus cuentas.

Desde ese momento, el deterioro de la auditoría era difícil de evitar. Cuando la auditoría es voluntaria, responde y se adapta a las necesidades y posibilidades de las partes. Cuando se la hace obligatoria, todos los usuarios la condicionan y acaban pidiendo demasiado, como siempre que no pagan por los servicios. No es extraño que allí donde ya han apurado este proceso, la auditoría se haya trivializado tanto que las cuentas son un compendio de estimaciones subjetivas y formalidades. La auditoría obligatoria se impone en Europa mucho más tarde, cuando ya en los Estados Unidos se duda de su valor y, en general, de la eficacia del intervencionismo en el mercado de valores (el trabajo pionero de Stigler en este campo es de 1964). Además, en un fervor propio de conversos, se extiende la obligación de auditoría a todas las sociedades que superen cierto tamaño, coticen o no.

Externalidades

Se ha intentado justificar esta obligación de auditoría con base en supuestos efectos externos, pero la existencia de éstos es improbable para las empresas que no cotizan en bolsa. Los efectos de la actividad empresarial sobre los trabajadores, la Hacienda pública u otros agentes son perfectamente negociables por las partes y no justifican, por ello, la obligación de auditoría. La presencia de externalidades es incluso dudosa para la mayoría de empresas cotizadas. Donde sí existen externalidades (en la mediación financiera, por ejemplo), ya se han dispuesto mecanismos específicos para evitarlas. Cuando los reguladores de estas materias suspiran por auditorías omniscientes sólo están sembrando dudas acerca de su propia eficacia. Nos invitan, de paso, a preguntarnos para qué han sido creados.

Tampoco sirve de disculpa el que se trate de una norma europea. Las leyes insensatas no se justifican por su rango. Cuando menos, nuestras autoridades pueden elevar los techos cuantitativos que definen el límite de su aplicación. Con ello, además de contener el derroche de recursos que ocasionan las auditorías innecesarias, reducirán el daño que a casi todos causan las auditorías de conveniencia.