Viviendo en las nubes
The Objective, 27 de noviembre de 2022
El Gobierno va a prorrogar, por ahora hasta finales de 2023, el tope del dos por ciento a la actualización de las rentas, un tope que introdujo la pasada primavera con una vigencia de tres meses. La medida ya ha dado la puntilla al mercado del alquiler.
Por desgracia, la mala regulación no afecta sólo al alquiler sino a todo lo relacionado con la vivienda. Se preguntaba un comentarista hace poco cómo deberíamos incentivar la actividad del mercado para aumentar la oferta de pisos. La propia pregunta, muy común, prefigura una respuesta errónea, porque sobre los mercados de vivienda pesa ya una multitud de pésimos incentivos de origen regulatorio. Es justamente ahí, en la regulación, donde surge el problema; pero, inmunes a la experiencia, insistimos en regular aún más, con lo que acabamos agravándolo.
En el fondo, nos negamos a entender que la causa principal de que la vivienda sea tan cara es el fracaso de nuestros intentos previos de abaratarla. Sobre todo, por los frenos que encarecen la construcción de nuevas viviendas y dificultan la contratación de las ya existentes.
Además de padecer gravámenes en cadena, algunos tan arbitrarios como la plusvalía municipal, la construcción está sujeta a multitud de reglas. Desde siempre, este reglamentismo se había aliviado, como mal menor, con cierto grado de corrupción; pero, desde que ésta es tema de tertulia mediática, nuestro proverbial idealismo ordenancista sólo genera parálisis. Las reglas son tan prolijas que, ante la incertidumbre sobre qué es o no es legal, mucho político y funcionario ya no se atreve a autorizar nada.
Asimismo, la contratación de las compraventas está muy gravada, sobre todo con un Impuesto de Transmisiones Patrimoniales, o ITP, que puede alcanzar hasta el 11 % en Cataluña; pero también con una plusvalía en gran parte nominal, con lo que sufrimos la inflación dos veces. En cambio, gravamos de forma relativamente liviana la tenencia, con el Impuesto sobre Bienes Inmuebles o IBI. Esta diferencia en el peso de ITP e IBI se ajusta a la distinta visibilidad y frecuencia con que se pagan ambos impuestos, aun a costa de originar dos tipos de ineficiencias. Por un lado, un IBI bajo y un ITP alto incentivan que muchas viviendas permanezcan vacías o infrautilizadas. Por otro, su desequilibrio castiga la movilidad, tanto de bienes como de personas, premiando así a los sujetos menos dinámicos, aquellos que siguen residiendo donde ya vivían sus abuelos.
También dificultamos la contratación del alquiler cuando, con la pretensión de favorecer a los inquilinos, les regalamos supuestos derechos que, si acaso, favorecen sólo a una parte de ellos (por ejemplo y sobre todo, a los voluntariamente morosos). Para los demás inquilinos, esos derechos son ruinosos porque no los valoran pero han de pagarlos. E incluso les impiden alquilar, ya que mucho propietario se retira del mercado o rehúsa contratar con inquilinos potencialmente problemáticos, como son todos aquellos que ofrecen peores garantías, a menudo los más débiles o menos funcionariales. Recuerden pensar en esto último la próxima vez que algún funcionario, en un alarde de adanismo, les proponga regular bien el mercado.
Muchos de estos fallos regulatorios pretenden resolver un problema de carácter público (la dificultad para acceder a una vivienda, o pagar su renta o hipoteca) a costa de los operadores privados (los propietarios o los bancos), lo que, al desanimar la actividad de estos últimos, los lleva a abandonar el mercado y acaba agravando la escasez que se pretendía resolver. Podemos comprobar estos días sus efectos en el derrumbe de la oferta de pisos en alquiler.
Como todo problema de escasez artificial, la verdadera solución es simple: para aumentar la oferta, basta con asegurarnos de que quien la aumente sea recompensado. No hacen falta medidas de estímulo. Pero sí hacer cumplir los contratos y respetar la ley de la gravedad del mercado, aquello de que dos partes nunca contratan si una no quiere hacerlo. El Gobierno opta por olvidarlo porque lo que realmente persigue es reducir el alquiler de algunos de sus votantes a costa de los propietarios arrendadores. Como era de esperar, éstos reaccionan dejando sus pisos vacíos o dedicándolos a otros fines, lo cual reduce la oferta, aumenta la escasez, y empeora la situación.
Pero, en vez de atajar las causas de la escasez, proliferan las propuestas para restringir aún más la libertad de contratación y acumular complejos sistemas de sanciones e incentivos fiscales. Son sistemas de alto coste y dudosa eficacia, como castigar a los propietarios de pisos vacíos, o subvencionar a los arrendatarios y dar exenciones a los arrendadores. En el mejor de los casos, se trata de meros paliativos; en otros, sólo logran transferir renta de los contribuyentes a los propietarios.
Por desgracia, no sólo yerra en esto el Gobierno, como indica que el principal partido de la oposición proponga recuperar la deducción fiscal por adquisición de vivienda habitual, un sistema con el que quienes no puedan comprar vivienda acabarían subvencionando a los que sí puedan hacerlo o, más probablemente, a sus vendedores.
Basta ya de las hipocresías de los unos y los trampantojos de los otros.