Todos a Segunda
El fútbol opera como una matrioska de cárteles: la FIFA y la UEFA son cárteles de ligas y federaciones que a su vez son monopolios legalizados dentro de cada país. Claro que se trata de una matrioska poco maternal, pues todos ellos extraen rentas de sus miembros más productivos (ya sean clubes o federaciones) y se las entregan a los menos productivos, a cambio de que éstos toleren las tropelías de los oportunistas que los controlan.
Ese contexto requeriría una buena regulación y una estrecha vigilancia para evitar el abuso de poder; pero muchos estados han incumplido ambos deberes. Al contrario, casi todos ellos respaldan unas estructuras básicamente expropiatorias. Peor aún: cuando a algún cártel le surge algo de competencia, suelen protegerlo contra ella. Ya lo hizo Alfonso XIII en 1913, al imponer a la Federación sobre la Unión Española de Clubs, como lo acaban de hacer los gobiernos de Inglaterra y Francia al respaldar el abuso de la UEFA contra la Superliga.
El gobierno de los ineptos
Por un lado, en la gobernanza de estas organizaciones —de origen voluntario pero enseguida impuesta por ley— se reparten hoy los derechos de decisión de manera perversa, de modo tal que las condena a equivocarse. El motivo es que se aplica una versión de la democracia basada en una especie de sufragio universal, pero fuera del ámbito en que éste puede ser eficaz. En consecuencia, no pesa más la opinión de aquellos miembros que aportan y generan más valor, como debe suceder en cualquier organización que aspire a prosperar. Al contrario: en el fútbol se impone a todos los niveles la voluntad de quienes menos contribuyen.
Lógico que cada vez redistribuyan más recursos a su favor, no sólo en dinero sino, sobre todo, lo que es más dañino, pues compromete el fututo del propio fútbol a largo plazo, multiplicando y rediseñando los campeonatos en su beneficio. Por eso, proliferan las competiciones (supercopas, amistosos de selecciones, Liga de Naciones, Mundial de clubes) y las alargan, abundando así los enfrentamientos entre equipos muy desiguales y de escaso atractivo para el espectador.
En buen número de estos partidos, el equipo grande, al contrario que el pequeño, tiene poco que ganar y mucho que perder. Como vemos cada año en las primeras rondas de la Copa del Rey, el emparejamiento de equipos es una lotería, con sus premios gordos para “los modestos”. El espectáculo también se transforma: de ser una competición deportiva se convierte en un psicodrama que representa el mito de David y Goliat, eso cuando no glorifica la mediocridad y la marrullería. Nada raro que la mayoría de los aficionados se desentienda.
Pese a esta estructura cleptocrática, en las últimas décadas el sector ha crecido, pero sólo gracias a un shock exógeno: la televisión de pago. Hoy, en cambio, se enfrenta a un desafío creciente para competir con los nuevos entretenimientos a los que se inclinan los más jóvenes, que dan la espalda al formato trasnochado en el que insisten ligas y federaciones.
La Superliga no limita las opciones de los competidores
Por otro lado, los estados también han incumplido sus deberes de vigilancia, como demuestran los constantes casos de corrupción. En tales condiciones de mala gobernanza, sería ilusoria la solución falsamente liberal de permitir a los clubes promotores formar la Superliga pero también a las federaciones y ligas excluir a dichos clubes.
La Superliga no elimina ninguna opción a los demás participantes y es, por tanto, una iniciativa procompetitiva. Nada impide a la UEFA mantener viva la Champions, con su formato actual o con un nuevo formato, y sin los equipos que participen en la Superliga. Como nada impide a las ligas nacionales enviar a esa Champions a los equipos que estén dispuestos a jugarla. La ratio de derechos de televisión entre ambas competiciones probaría su valor relativo; aunque, ya tenemos un indicador de su valor: esa Champions sería un remake de la actual e intrascendente Europa League.
En cambio, si se tolerara que las ligas nacionales, en colusión con la UEFA, excluyeran a los participantes en la Superliga, sí se impediría toda competencia potencial con la Champions, consagrándose su actual monopolio: bloquearía las opciones de los promotores de una Superliga competitiva. Si unos equipos decidiesen montar una liga alternativa, tendría poco sentido que también jugasen en esa liga, lo mismo que sería ilógico que jugasen la Champions los que jueguen la Superliga. En cambio, excluirles de competiciones no relacionadas supone excluirles de otros mercados, sería abusivo e impediría la competencia entre ligas o, en general, entre competiciones.
En este tipo de actividad, el productor y agente competitivo no es cada uno de los clubes, que por sí solos no pueden producir nada, sino cada cártel. La competencia relevante no es la que tiene lugar entre equipos sino entre ligas y competiciones. Todas juegan el mismo deporte pero no elaboran el mismo producto, y la Superliga no es sino el intento de lanzar un nuevo producto. Por eso, el que los clubes participen en varios de estos cárteles no exime a los estados de su deber de vigilar la competencia entre cárteles, evitando colusiones como la que, sin recato alguno, exhibe hoy la UEFA con ligas y federaciones nacionales.
La geopolítica de la Superliga
Por lo demás, en la medida en que la Superliga reemplazara el protagonismo de las ligas nacionales, contribuiría a crear un cierto sentido de comunidad europea. Por ello, el fracaso de la Superliga sería el segundo gran éxito del Brexit tras el fiasco protagonizado por la UE en la compra de las vacunas del covid. La Premier League inglesa es mucho más potente que las demás ligas europeas (sus ingresos se acercan a los de la alemana y española juntas) y la Superliga es el único producto que puede competir con ella. No así una Champions encorsetada en una fórmula que la UEFA incluso pretende empeorar a partir de 2024.
Desde el punto de vista español, la cuestión es aún más clara. No sólo la Superliga tendría su sede en España y con un tamaño suficiente para entrar en el Ibex, sino que los equipos españoles serían, junto con los italianos, los más beneficiados. La liga española, como la italiana, tiene menos atractivo mediático que la Premier, pero tenemos mejores clubes. A escala mundial, Real Madrid y Barça tienen más seguidores en redes sociales que los cinco primeros clubes ingleses juntos. Mientras el valor en bolsa del Manchester United subió un 10% tras anunciarse la Superliga, el de la Juventus aumentó un 20%. Pero no sólo se beneficiarían los clubes fundadores, sino los segundones, como revela el que las acciones que más subieron en bolsa fueran las de la Roma (un 40%). Da toda la impresión de que son estos clubes emergentes los que, con el actual sistema, resultan más castigados.
Participar en una liga europea permitiría a los mejores equipos españoles rentabilizar mejor unas marcas e inversiones que hoy por hoy benefician en buena medida a los equipos menores y a las selecciones con los que les obligamos a jugar y —cosa realmente insólita— a regalarles a sus jugadores, tanto españoles como extranjeros. No es casualidad que la Primera División, que empezó su andadura con 10 equipos y contó con 16 entre 1950 y 1971, se haya ido ampliando hasta los 20 equipos actuales, alcanzando incluso los 22 entre 1995 y 1997; o que la Selección haya pasado de jugar 6 partidos al año entre 1960 y 1980 a jugar 13 en las dos últimas décadas.
Pero la Superliga no vendría a sustituir sino a complementar. Es compatible con ligas nacionales, quizá más pequeñas que las actuales. Sería un cambio positivo: para ser atractivas, las competiciones han de estar equilibradas y sólo hay dos maneras de equilibrar una liga como la española: reduciendo la calidad de los mejores equipos o reduciendo el número de participantes, lo que requiere relegar a los peores a Segunda División.
Claro que en el fútbol, como en la vida, también podemos condenarnos a jugar todos en Segunda, que es el camino que, en esto como en tantas otras cosas, nuestra vieja Europa se está empeñando en seguir.