Siempre Reyes
The Objective, 8 de enero de 2023
Habrá observado esta Navidad que cualquier ciudad que se precie no sólo ha organizado la cabalgata de Reyes el 5 de enero sino un desfile de Papá Noel el 24 de diciembre. Ese desdoble se inscribe en una sólida tendencia celebratoria. De unos años a esta parte, la primavera se nos ha llenado de primeras comuniones, incluidas las de muchos niños recién bautizados para la ocasión. Y a los centros de enseñanza poco les falta para convertirse en servicios de graduación. Hasta las guarderías preescolares, no sólo las universitarias, producen almibaradas entregas de diplomas.
Este aumento de las celebraciones, con la subsiguiente multiplicación de trofeos, fiestas y regalos, resultan paradójicas. Si los mayores no creemos en Papá Noel ni en los Reyes, hemos de suponer que sus consumidores son, sobre todo, los niños. De ahí, la paradoja: cada vez hay más cabalgatas y más regalos… para menos niños. Asturias, la región con menor natalidad, registró 4.785 nacimientos en 2021, frente a los 19.913 de 1958, para una población similar, aunque mucho más joven y fértil. Desde entonces, el número de niños cayó a la cuarta parte y las cabalgatas se duplicaron, con lo que cada niño consume unas ocho veces más de cabalgatas y afines.
Si hubiéramos de creer a Gary Becker, economista de Chicago que recibió el Nobel por su teoría económica de la familia, tener menos niños lleva a los padres a dotarles de mayor “calidad”, para lo cual invierten más en educarlos. Por eso los padres españoles, tras tener menos hijos, gastan más y más en todo tipo de escuelas, cursos y actividades.
Pero la calidad es sólo parte de la historia, y quizá no la esencial. Cuesta creer en el efecto educativo de las cabalgatas; y no son un caso aislado. A menudo, lo que se presenta como educación no es inversión sino consumo. La prioridad de la enseñanza ya no es el aprendizaje sino la felicidad, lo que inclina la pedagogía a favor de aplicar aquellos métodos que requieren menos esfuerzo, aunque no sean los más formativos, en menoscabo de los deberes y las repeticiones de curso. También hemos consagrado el derecho del estudiante a elegir la carrera que más le gusta; y ello aunque reduzca su productividad, como suelen conseguir aquéllas de cuyo nombre sólo recuerdo que empiezan por la letra “P”.
Lo que un genio como Becker marginaba era algo tan elemental como el imperativo biológico, algo que, en cambio, sí tenía muy presente Adam Smith cuando observaba que el autor de los Diez Mandamientos había considerado superfluo añadir al deber de amar a los padres el de amar a los hijos. Si al imperativo biológico de amor filial le unimos una baja tasa de natalidad, y aún más si lo hacemos en un entorno católico muy protector de la familia, la norma social dominante ya no es de inversión sino de consumo. Los padres actuales hablan y hasta se sienten en la obligación de disfrutar de sus hijos, una expresión que difícilmente alcanzarían a entender sus abuelos. Muchos ni siquiera se percatan de que, enseguida, son ellos los que pasan a ser disfrutados por sus retoños.
Ciertamente, las inversiones en calidad también aumentan, debido a esta ansia de disfrute, tanto directo como vicario; pero el sesgo hacia el consumo domina en muchos casos, por la simple razón de que el niño e incluso el bebé humano ha sido diseñado por la evolución para competir por recursos escasos. Suprimir la competencia, como hemos hecho al reducir tanto la natalidad, lo sitúa en posición de monopolio emocional, y esa es la receta perfecta para convertir a muchos de ellos en tiranos.
Cuantos menos niños, más necesidad tenemos de celebrarlos y por eso asistimos a una inflación de todo tipo de premios y trofeos, fruto cada vez de menos esfuerzo personal. Cabalgatas, comuniones y graduaciones sólo son la punta del iceberg. En el ámbito escolar, es más importante el que se llene de juegos el tiempo de clase; se les felicite hasta por los errores, en vez de corregirlos; y, sobre todo, el que se inflen sus calificaciones, dándoles una falsa señal de su valía y preparación.
Con estos antecedentes, tampoco se extrañen de que la pasada semana el Sr. Pedro Sánchez también se haya anticipado unos días al seis de enero para anunciar los regalos de su sexto plan de emergencia tras la guerra de Ucrania. Quizá no sólo los más pequeños creen en los Reyes Magos.