Sánchez como síntoma
The Objective, 28 de abril de 2024
El pasado miércoles, a raíz de una investigación sobre la supuesta corrupción en la que está involucrada su esposa, el presidente del Gobierno anunció que cancelaba su agenda y se tomaba cinco días para reflexionar sobre su posible dimisión. Un político que suele atacar en lo personal a sus rivales se rasgaba las vestiduras porque la prensa libre y los jueces empezaban a preguntarse por una serie de conductas que apuntan a un posible tráfico de influencias en su ámbito familiar.
Es probable que se trate de una estratagema más en la larga lista a la que nos ha acostumbrado durante estos años. En sí mismo, el asunto no merecería mayor atención si no fuera porque tanto los observadores internacionales como la mitad del país se lo han tomado en serio.
Por un lado, la jugada ha liquidado la poca reputación que le quedaba en el exterior. Ni los corresponsales de medios anglosajones acreditados en Madrid, tan aficionados ellos a comulgar con el sectarismo de nuestra izquierda, se han creído su teatro. Tienden a perdonárselo todo, pero este conato de espantada les resultó excesivo. Tanto que hasta la palabra “corrupción” ha aflorado como un puñal en los titulares de medios que, como el Financial Times, siempre le habían sido favorables.
Por otro lado, la mitad del país ha entrado en pánico ante la remota posibilidad de que, al quedarse sin líder, se derrumbe el castillo de naipes en el que han basado su uso del poder. Incluido, por supuesto, un PSOE y unos sindicatos convertidos en oficinas de empleo; así como esa casta de funcionarios, periodistas, opinadores y hasta cineastas que temen por la continuidad de sus cargos, sobresueldos y subvenciones.
Ante lo desproporcionado de las reacciones, produce vergüenza ajena el espectáculo de adhesión inquebrantable de esta semana. En especial, el hecho de que excusen su reacción a unas actuaciones judiciales menores y hasta mecánicas mediante argumentos de lucha política que, en algunos casos, presentan el calibre propio de un conflicto civil.
Pero es más notable y produce mucha más pena la respuesta de aquellos conciudadanos de buena voluntad a los que ayer interpelaba Pablo de Lora, y que, a diferencia de todos esos adictos interesados, sí merecerían mayor cuidado por parte de la oposición. Dudo que ésta deba limitarse a adjetivar la situación y, en esencia, permanecer a la espera de su turno para gobernar. No basta con describir los errores ajenos y decir que está preparada para asumir el gobierno.
Nuestra triste realidad da para pensar que su tarea no debe consistir sólo en gobernar sino en restablecer un orden constitucional y un marco de convivencia que están en grave peligro. Esa misión queda muy lejos del raquítico «España requiere menos propaganda y más gestión» con el que esta misma semana resumía su diagnóstico el líder de la oposición.
Ya lo sugería así el grave deterioro que sufren nuestras instituciones, pero lo confirma la reacción en apoyo de Pedro Sánchez. Más que nunca, es preciso defender a la democracia con propuestas para renovarla, y no sólo con la promesa de una gestión que, por lo demás, aún permanece sin concretar.
Si Sánchez fuera toda la enfermedad, quizá bastaría con gestionar. Pero, como nos demuestran las adhesiones inquebrantables de esta semana, Sánchez es también —y falta por ver si sólo— un síntoma; en todo caso un exponente bien representativo del cobrar, del sentir y del creer de la mitad de la población.
Me temo que la otra mitad se encamine a un nuevo fracaso debido a la acomplejada falta de confianza de sus líderes. Éstos ni siquiera intentan convencer a sus conciudadanos sino que, de forma inconsciente e implícita, en el fondo parecen aceptar su inferioridad moral. Quien, tras ser acusado de inmoralidad, responde que “sabe gestionar” está peligrosamente cerca de darle la razón a su acusador. La derecha no es sólo superior en gestión; y quien no esté convencido de ello difícilmente sabrá dirigirla.