Retorno a la vergüenza
The Objective, 12 de junio de 2022
En su defensa científica de la cultura occidental (The WEIRDest People in the World), el economista, psicólogo y biólogo evolutivo de Harvard Joseph Henrich nos retrata como la gente más rara del planeta. Una clave es que, a diferencia de la mayoría de las demás culturas y a lo largo de los siglos (en buena medida, gracias a las innovaciones morales del cristianismo medieval), nuestra cultura ha logrado reemplazar la vergüenza por la culpa como base de nuestras normas y sentimientos morales.
En las culturas basadas en la vergüenza, el código y los estándares de conducta son externos al individuo, que queda subyugado al grupo. Un buen ejemplo es el asesinato de dos hermanas paquistaníes en Barcelona por rechazar sendos matrimonios forzosos con sus primos carnales, un tipo de represalia que parece estar proliferando en los últimos años; pero, sobre todo, un tipo de matrimonio que es clave para sostener el poder de los clanes tribales, y que el cristianismo se encargó de erradicar entre nosotros hace ya muchos siglos.
En las culturas basadas en la culpa, el individuo interioriza el código moral, lo que proporciona eficacia y flexibilidad. Este logro ha permitido que por primera vez la especie humana basara su organización social en hacer protagonista al individuo y no al grupo del que forma parte. Esa liberación de las energías del individuo hacia una competencia productiva dentro del grupo es la que ha hecho posible acelerar el cambio tecnológico y el desarrollo económico.
Sea cual sea la verosimilitud de esta hipótesis, se trata de un proceso que tiene sus excepciones y está plagado de recaídas, como ponen de relieve los colectivismos fascistas y comunistas del pasado siglo. La actualidad tampoco es halagüeña. Resulta inquietante que Occidente sufra en este terreno, amén de una notable falta de confianza en sí misma, una regresión evolutiva, y ello a cuenta de dos fenómenos paralelos y quizá interrelacionados.
Por un lado, asistimos a una repentina desintermediación en cuanto a la construcción y enforcement del código moral, como consecuencia de la creciente importancia de internet y las redes sociales. Estas han ampliado enormemente la capacidad de todo individuo (aunque actuando como oveja de un rebaño) para influir en ambos procesos, encargados de definir los principios morales y, a menudo, de vigilar su seguimiento.
Este mayor protagonismo directo del individuo conduce a una creciente “moralización” del orden jurídico, en el sentido de que aumenta la importancia relativa de las obligaciones morales respecto a las que se derivan de las leyes formales. Se trata, además, de una moralización que, por su origen individual, descentralizado y masificado tiene fundamentos relativamente emocionales.
Pero no le echen toda la culpa a las redes sociales. Por todos lados, predominan las emociones, en detrimento de la razón, a la hora de definir el bien y el mal. Desde la telebasura que llena nuestras pantallas, a las universidades que se dan códigos morales de dudoso status legal pero efectivos en ajusticiar al discrepante, a los jueces que no tienen reparo, incluso en jurisdicciones de derecho civil, en incluir justificaciones éticas (forzosamente subjetivas) en sus sentencias. Por no hablar de ese gigantesco caballo de troya que es la “responsabilidad social corporativa”, cuya resurrección encaja de lleno en el argumento de la regresión de la culpa a la vergüenza, habida cuenta de que, por un lado, se sustenta en la vergüenza de empleados, clientes, directivos y hasta accionistas; y, por otro, pretende añadir nuevas obligaciones a las establecidas legalmente, sin respetar por tanto los controles democráticos propios del íter legislativo. Todo ello usando como motor de cambio las fuerzas del mercado para imponer objetivos políticos minoritarios.
La confusión sobre esta sustitución de la culpa por la vergüenza como clave de arco emocional de la moralidad queda de relieve en el hecho de que uno de los libros de moda sobre el asunto, How to Do Things with Emotions, del profesor de filosofía y neurobiología de Duke, Owen Flanagan, proponga recuperar la vergüenza para hacer cumplir su código moral favorito.
Autores como Flanagan parecen creer que no existe superioridad alguna de nuestra cultura en cuanto al peso relativo de la culpa y la vergüenza. Su relativismo da así la bienvenida a la renacida importancia que está adquiriendo la vergüenza gracias a las redes sociales, con el consabido argumento de que no debemos considerar las soluciones occidentales como si fueran universales.
La limitación de este planteamiento es doble. Por una parte, la vergüenza funciona sólo dentro del grupo: requiere de un código moral homogéneo. De lo contrario, el grupo se fragmenta y esa emoción se activa sólo dentro de cada fragmento, un proceso que podría estar relacionado con la creciente polarización que experimentan los Estados Unidos, quizá tan solo por ir, en este terreno como en otros muchos, unos años por delante de Europa.
Más importante, ese planteamiento presupone que no existe evolución cultural, de modo que las arquitecturas y jerarquías emocionales de las diversas culturas conducen potencialmente a resultados similares. Pero las culturas ni siquiera necesitan ser “superiores” las unas a las otras para proporcionar resultados enteramente distintos, cuya valoración creíamos hasta ahora que era una tarea individual más que colectiva.
Las consecuencias que corremos son graves. No sólo por el riesgo de acabar siendo menos individualistas y más conformistas con los dictados del grupo, un riesgo que los españoles conocemos bien. Peor aún: estamos sustituyendo la creación racional y democrática de los códigos de conducta por una condensación de meros impulsos emocionales. El emocionalismo más primitivo ha tomado el poder y apenas nos hemos percatado.