Resucita la venta de indulgencias
The Objective, 5 de febrero de 2023
El cuarto Concilio de Letrán, reunido en 1215, impuso a los cristianos la obligación de confesar sus pecados al menos una vez al año. Dio así gran impulso a la teología de la penitencia y, con ella, al desarrollo en la cultura occidental de una moral introspectiva, basada más en la culpa que en la vergüenza. Sin embargo, estos logros se cobraron un alto precio. Al reforzar el papel mediador de la Iglesia entre Dios y sus fieles, ofrecía ventajas de especialización para que teólogos y confesores definieran y aplicaran el código moral. Sin embargo, como toda mediación, ese papel también entrañaba costes y riesgos. Muchos estamentos eclesiales, incluido algún papa, abusaron de su posición e incluso manipularon la doctrina para traficar con indulgencias, al vender el perdón de los pecados, una venalidad que motivó la Reforma protestante y que la Iglesia sólo empezó a contener, con éxito desigual, tras el Concilio de Trento.
Viene a cuento esta historia porque, al menos en asuntos ambientales y de “responsabilidad social de la empresa”, sospecho que vivimos en pleno siglo XIII, con la novedad de que esta nueva venta de indulgencias —que ya anticipó Joaquín Trigo— ha adquirido carta de naturaleza antes de aplicar la obligación de confesarse e incluso antes de definir el código de conducta.
Vean, si no, la nueva Directiva europea que amplía la información que han de publicar las empresas sobre “sostenibilidad” y multiplica por cinco el número de empresas obligadas a hacerlo. Todas las medianas y grandes empresas habrán de proveer anualmente información verificada sobre su desempeño sostenible, lo que incluye desde su impacto en el medio ambiente a sus derechos laborales y la gobernanza societaria o su lucha contra la corrupción. Sobre todo ello, habrán de establecer objetivos temporales y planes de actuación, y delimitar las funciones de sus órganos de administración y dirección, así como especificar los sistemas de incentivos, los procedimientos de diligencia debida y los riesgos principales relacionados con cuestiones de sostenibilidad.
No es exagerado hablar de venta de indulgencias. No sólo porque los fondos de inversión que más presumen de sostenibilidad sean los que peor se comportan o la OCDE no encuentre correlación alguna entre los ratings y la conducta medioambiental, por lo que aquellos serían una mala guía para el inversor preocupado por el medio ambiente. Además, muchas de las agencias que evalúan y acreditan la sostenibilidad a las empresas también las asesoran sobre cómo mejorar su conducta, lo que entraña cierto conflicto de intereses. Aunque en verdad quizá les ayuden más a prometer que a mejorar, pues, según ese mismo estudio de la OCDE, a menudo, para elevar su rating les basta con difundir información, elaborar un plan y organizar cursillos de formación. Estas agencias parecen haber tropezado demasiado pronto en los vicios que ya criticaba Adam Smith del casuismo católico, incluido el de dar más peso a las formalidades del propósito de enmienda que a la enmienda real o a la reparación de los daños causados.
El objetivo declarado de la Directiva es equiparar esta información sobre sostenibilidad con la de tipo financiero, para que los inversores, a los que supone interesados en ella, sepan a qué atenerse y puedan decidir en consecuencia, invirtiendo en aquellas empresas que mejor se ajusten a sus preferencias. Se trata de una excusa dudosa, porque no está claro quiénes demandan realmente esa información. Por un lado, los inversores individuales prefieren menos estrategias sostenibles que los institucionales, incluidos los fondos de inversión; y quienes hablan por boca de estos últimos son, en realidad, los directivos que los dirigen. Además, los inversores pueden ejercer sus derechos de voto en la Junta de Accionistas para exigir tanto información como políticas sostenibles en cada empresa. Quizá ese mecanismo es menos eficaz en grandes sociedades cuyas acciones cotizan en Bolsa y se reparten entre millones de accionistas; pero la Directiva no excluye de sus obligaciones a las empresas grandes no cotizadas, en las que la voluntad del accionariado es fácil de ejercer. Por tanto, no es creíble que sea esa la motivación real o única del legislador.
Asimismo, aunque existiera esa demanda de información para hacer que las decisiones de inversión fueran más “sostenibles”, la naturaleza y calidad de los sistemas de información en materia de sostenibilidad impedirían que pudieran usarse para elegir inversiones. A diferencia de la información financiera, que habla en un lenguaje relativamente claro porque sus distintos componentes se expresan y agregan en el lenguaje común del dinero (beneficios y probabilidad de insolvencia), en asuntos de “sostenibilidad” no sólo los objetivos son múltiples y no agregables, sino que las incógnitas sobre qué conviene hacer son enormes, pues no se sabe qué políticas funcionan mejor ni tampoco es obvio qué medir, sobre todo respecto a los efectos indirectos. Lógico por ello que las 160 agencias que elaboran índices de sostenibilidad usen más de 700 indicadores diferentes repartidos en 64 categorías. Por ello, no es extraño que muchos de estos índices den resultados contradictorios. De hecho, mientras que la correlación entre los ratings financieros es del 99 %, entre los índices de sostenibilidad apenas supera el 50 %.
Los objetivos declarados de la regulación son más dudosos que los intereses privados que satisface. El menos obvio es el beneficio que obtienen los directivos de muchas de las empresas afectadas, por tener carácter indirecto, y heterogéneo, ya que depende de en qué medida su función retributiva alinea sus intereses con los del accionariado. Si ambos no están bien alineados, este tipo de regulación, al introducir objetivos múltiples y mal definidos, regala al directivo excusas para optar por sus estrategias favoritas, con independencia de las que prefieran sus accionistas.
En el extremo opuesto en cuanto a la claridad máxima de sus intereses, figuran los proveedores de servicios de rating, compliance, consultoría, verificación, certificación y auditoría, sin olvidar a los investigadores académicos. Todos ellos tienen mucho que ganar con la nueva demanda que generan artificialmente estas regulaciones. Tan sólo PwC estima que en cinco años habrá de contratar en todo el mundo 100.000 nuevos empleados, en gran medida para prestar servicios de este tipo.
Con todo, el grupo de interés más importante es el de la minoría de ciudadanos que, junto con sus representantes políticos, tiene las preferencias más marcadas en estas cuestiones de sostenibilidad. Son minoría. Si no ellos, sus representantes saben bien que la concreción legislativa de sus propuestas no cuenta con apoyo mayoritario. Por ello no osan proponer al electorado subir sustancialmente los impuestos sobre el consumo de carbono, para así acelerar la descarbonización, lo que sí sería más coherente con las convicciones de catastrofismo climático que dicen profesar.
Mucho economista lleva décadas pensando en la regulación económica como un mecanismo para corregir desde la política y mediante la ley, los fallos del mercado. Algunos también tememos que la regulación se usa para hacer que los mercados sean menos competitivos, protegiendo monopolios y apropiando rentas.
Los argumentos anteriores dan pie a pensar que la Directiva responde más al deseo de apropiar rentas que al de corregir fallos del mercado. Pero con el agravante de que potencia fallos del mercado para avanzar una agenda que, por su carácter minoritario, no tiene chances de prosperar en la arena política. De estar en lo cierto, esta divulgación obligatoria de información, además de tener un coste notable, que se estima similar al de la actual información financiera, y de subvencionar a ciertos agentes e inversores, creará un gigantesco aparato de propaganda, pagado por las propias empresas, que puede facilitar su chantaje reputacional, entorpecer el funcionamiento de sus juntas de accionistas y, en suma, distorsionar gravemente la toma de decisiones sociales y la consiguiente asignación de los recursos. Al distribuir muchos datos al público, las empresas quedarán sujetas a un creciente “precio sombra” en materia ambiental, lo que acarreará consecuencias en su toma de decisiones. Pero, dadas las limitaciones e incentivos reinantes, la coincidencia de ese precio sombra con el coste social será mera coincidencia, por lo que generalmente dichas consecuencias responderá a intereses minoritarios.
En última instancia, lo que buscaría este tipo de regulación es trasladar la batalla política al seno de cada empresa, para dirimirla en un foro, el del mercado, que no es el más adecuado para ello. Piense que, dado el tipo de información necesaria para valorar los riesgos, así como la interrelación de los efectos (una empresa confronta, por ejemplo, graves dificultades para estimar el coste ambiental de toda su cadena de valor), ni siquiera parece que haya ventajas en resolver la mayoría de esas cuestiones de forma descentralizada, mediante decisiones individuales en el mercado, en vez de hacerlo mediante leyes elaboradas y promulgadas por instituciones democráticas.
Observe, por último, que esta regulación informativa, tan rentable para algunos como discutible para la mayoría, la adopta la misma Europa que ayer ató su destino al gas ruso, la misma que hoy corteja a paraísos tan sostenibles como Catar y China, y la misma que aún prefiere quemar carbón a superar su atavismo antinuclear. Quizá lo que contemplamos es la autoconcesión, supuesta e ingenuamente a costa de terceros, de una indulgencia colectiva.