Política del alquiler y alquiler de la política
The Objective, 7 de mayo de 2023
Los fallos de los mercados de vivienda palidecen ante los fallos de la política que dan lugar a un disparate tan regresivo y antisocial como la nueva Ley de vivienda que acaba de sacar adelante el Gobierno en el Congreso. La Ley causa un perjuicio obvio a algunos propietarios y otro menos obvio a la mayoría de los ciudadanos. También proporciona beneficios ocultos a dos minorías: los inquilinos con contratos vigentes de alquiler y los políticos que van a manejar las falsas soluciones que la Ley dispone.
Cree el Gobierno que le da votos, de ahí que la haya tenido aparcada durante casi toda la legislatura para promulgarla a su término, de modo que sus efectos sólo se aprecien después de las elecciones. También le da la excusa para “resolver” los problemas que la ley vendrá a agravar, generando más oportunidades de empleo público y corrupción a escala local.
Para resolver el problema de la vivienda bastaría con permitir que funcionase el mercado, y eso sólo requiere que el estado deje de bloquearlo y se ocupe, en cambio, de aquellas tareas para las que sí tiene ventaja comparativa: proveer bienes públicos y extender una red efectiva de seguridad social. En materia de vivienda, esos bienes públicos se concretan en una planificación urbana orientada a asegurar que haya suelo disponible para construir y a contener los daños que generaría la anarquía urbanística. La red de seguridad exige atender a las necesidades que, democráticamente, decidamos satisfacer a todos los ciudadanos, asegurando su acceso a la vivienda.
Por su propio interés, en vez de orientar y facilitar la actuación del mercado, nuestros gobernantes insisten en impedirla. En cuanto al suelo, incumplen su misión limitando la oferta al extremo. En cuanto a dar seguridad a los necesitados, esquivan sus propias obligaciones y las cargan a los proveedores privados de vivienda y crédito (los arrendadores y los bancos). Es una receta infalible para que éstos desistan, con lo que cae la oferta y entramos en un círculo vicioso de escasez artificial y politiqueo oportunista.
Por un lado, desaniman la contratación, al restringir la libertad contractual. Por ejemplo, imponen, como si fueran gratuitas, duraciones mínimas y derechos de prórroga en los contratos de alquiler. Asimismo, lo más grave, se niegan a hacer cumplir los contratos vigentes por el simple procedimiento de congelar la renta y modificar de forma arbitraria otras condiciones.
Benefician así a los inquilinos y causan un perjuicio obvio a los propietarios. Pero, sobre todo, perjudican a los jóvenes que habrían de alquilar en el futuro, y que, de lograrlo, habrán de apechugar con las consecuencias de que los propietarios suban la renta y acepten sólo a “buenos” inquilinos; o, simplemente, que dejen de alquilar y salgan del mercado. Monràs y García Montalvo, en un trabajo excelente, estiman que la regulación catalana de 2020 redujo la oferta entre el 10 y el 14 %, además de elevar las rentas… de los inquilinos más humildes.
Por último, castigan selectivamente a los propietarios profesionales, esos que han dado en tildar de “grandes tenedores”, como si la virtud estuviera en la pequeñez. Nos condenan así a todos a vivir en la Edad Media de una contratación personalista, sujeta a todo tipo de riesgos, favoritismos y opacidades. Junto con las dificultades para desahuciar por impago y la tolerancia con la ocupación, todo ello diluye el valor de la propiedad y, a largo plazo, viene a desanimar nuevas inversiones inmobiliarias.
Ante esos fallos recurrentes del colectivismo, lo sensato sería probar otro tipo de soluciones, menos basadas en la política y más en la iniciativa privada a través del mercado. Pero, lejos de virar, insisten en doblar la apuesta, al proponer crecepelos estatistas, como ese “parque público de alquiler” que la nueva ley promete potenciar. No atienden a que en muchos otros países esta estrategia del alquiler público ha sido un desastre; ni a que en la realidad política española, incapaz de gestionar problemas mucho más sencillos, sería un desastre aún mayor.
Tampoco prestan atención alguna a que durante muchas décadas la política de viviendas sociales en propiedad, desde las primeras “casas baratas” (1911) a las “viviendas de protección oficial” (1968), fueron una fórmula eficaz, muy superior en sus consecuencias reales a la malaise des banlieues francesa o la degradación sistemática de los projects estadounidenses, muchos de ellos ghettos insufribles de marginalidad y delincuencia, y que suelen acabar, no sin dificultades, en privatizaciones como la acometida con gran parte del antiguo council housing británico.
Aparte de que en muchos países han sido un fracaso y suelen convertirse en focos de marginación social, deberíamos preguntarnos cuál es nuestra capacidad real para gestionarlos. Si nuestras autoridades ni siquiera permiten desahuciar okupas y morosos al propietario privado, ¿cómo cree que tratan a sus propios inquilinos? De hecho, no parece que nuestros arrendadores públicos estén ahora desahuciando a los inquilinos que les dejan de pagar la renta, ni que estén siendo capaces de evitar el deterioro de las pocas viviendas que ya gestionan.
En todo caso, no hay necesidad alguna de que la Administración sea dueña ni gestora de viviendas en alquiler. Hemos de aprender a separar la financiación y la provisión de servicios públicos. Para subsidiar viviendas, no necesitamos que una burocracia pública se encargue de construirlas ni de operarlas. Podemos ayudar vía IRPF, sin incurrir en la ineficiencia y las corruptelas que, tanto en su construcción como en su asignación, suelen generar esos sistemas de vivienda pública como consecuencia lógica de que sus precios son artificialmente bajos. Ciertamente, esas ventajas fiscales deben acompañarse de medidas para generar suelo edificable y respetar los contratos, restaurando el estado de derecho, para aumentar así la oferta, condición necesaria para evitar que sólo consigan inflar los precios.
En realidad, dado el deplorable rendimiento de esas políticas de gestión pública, cabe pensar que cuando se opta por ellas no es porque se crea que funcionen mejor sino precisamente porque son proclives a la corrupción y permiten dar trato de favor a amigos y correligionarios. Abundan los ejemplos de interés, como el de estas operaciones de Barcelona. Por supuesto que las VPO también generan situaciones dudosas. Baste recordar aquel sorteo de pisos sociales que por azar terminaron recayendo en los líderes de la UGT catalana.
Pero, en comparación con el alquiler público, la propiedad es superior. No sólo porque incentiva el mantenimiento de los edificios. También mejora la racionalidad de los individuos, al proporcionarles un compromiso de ahorro a largo plazo. Incluso los hace más pacíficos, mejorando así su racionalidad colectiva, al hacer del propietario un ciudadano políticamente más maduro. Nuestra Transición quizá no hubiera sido posible sin una masiva clase media compuesta por propietarios inmobiliarios. Quizá no sea coincidencia que entre los promotores de la Ley de vivienda figuren tantos detractores de la Transición.
Además, el inconveniente de que la propiedad inmoviliza al propietario, haciendo más rígido el mercado de trabajo, es fácil de arreglar sin más que modificar esa fiscalidad desquiciada que, sobre todo en ese paradigma de insensatez en que han convertido mi querida Cataluña, hoy grava mucho las transmisiones y poco la tenencia, lo que encarece la movilidad y subvenciona el que muchos pisos permanezcan vacíos o infrautilizados. No deja de ser curioso observar cómo algunos de los principales responsables de elevar su Impuesto de Transmisiones a máximos globales hayan propuesto remediar las consecuencias de semejante dislate fabricando un “abrelatas” de alquiler social cuya eficacia se limitan a suponer.
Por todo ello, es hora de que rompamos el círculo vicioso, dejemos de hacer mala política con el alquiler y volvamos a la senda que otro PSOE tuvo el valor de emprender en 1985 con la liberalización de Miguel Boyer y Miguel Ángel Fernández Ordóñez. Quizá tampoco sea casual que el Gobierno González la abandonara en 1994 por la presión de un movimiento político con esas mismas raíces geográfico-culturales, un asunto éste que dista de ser excepcional.