Política de cotilleo
The Objective, 10 de julio de 2022
Dicen los biólogos que la mente humana es el resultado de cientos de miles de años de evolución genética y quizá cultural, pero en un entorno muy diferente del actual. En los últimos milenios, hemos cambiado tanto y tan rápido ese entorno que nuestra mente sigue adaptada al entorno primitivo, causando una brecha de inadaptación que intentamos salvar mediante complementos culturales, tanto tecnológicos como institucionales y educativos.
Por ejemplo, al cerebro humano le encanta el azúcar, cosa lógica porque es un nutriente concentrado, que en el entorno ancestral era tan escaso como valioso. Ahora, cuando, gracias a los avances de la tecnología, disponemos de azúcar en abundancia sin apenas esfuerzo, nos cuesta controlar su consumo. Acabamos así debatiéndonos entre enfermar de diabetes, domesticarnos para consumir dulces con moderación, o —el gran negocio del siglo XXI—consumir sucedáneos, diseñados para darnos placer sin ápice de dolor.
Sucede algo parecido con el cotilleo. En todas las culturas, versa sobre los mismos asuntos: el sexo, el poder, el amor, los recursos, las amenazas, la salud, los rivales y los parientes. En las sociedades ancestrales, en las que sólo tratábamos con conocidos, esos chismes eran muy valiosos, pues servían para evaluar la fidelidad y calidad de nuestros cónyuges, socios, amigos y parientes. Por ello, es lógico que la mente los trate como una golosina: de forma instintiva y automática, despiertan nuestro interés; y nos resulta muy fácil comprenderlos sin hacer esfuerzo alguno.
Hasta la mejor literatura se sirve de esta demanda instintiva de cotilleo: nos suelen presentar sus argumentos como muy elevados pero coindicen de lleno con los de los chismes más humildes. De hecho, somos tan adictos a esos temas, que ahora incluso cotilleamos sobre gente que ni tratamos ni tenemos chance alguna de tratar, una información que por tanto carece de valor. Por no hablar del cotilleo más ridículo: el que practicamos sobre personajes de ficción, los cuales ni siquiera existen en el mundo real.
Nuestro debate político también es víctima de este primitivismo ancestral que nos lleva a prestar atención a cotilleos irrelevantes, mientras desatendemos las cuestiones en verdad decisivas. Criticaba Juan Claudio de Ramon hace unos meses al “analista político, en nada distinto, entre nosotros, del cronista del corazón”. Por una vez, Juan Claudio era algo duro en su crítica, pues no toda la culpa es del analista. Cierto que muchos de ellos, incluidos los que envuelven su cotilleo en celofanes cientificistas, hablan mucho de quién engaña a quién, de quién sube y quién baja, quién va a ganar o a perder o quién traiciona a quién. Pero son meros oferentes: si los medios les dan cancha es sólo porque la audiencia demanda ese tipo de chismes.
No somos únicos. En todo Occidente, pesa mucho el cotilleo en la opinión pública, y quizá de forma creciente; pero en otros países ese peso se compensa con debates de cierto nivel analítico, dotados de un mínimo de abstracción, al menos entre las élites. En España, son marginales, y no sólo entre la plebe sino también entre nuestras supuestas élites.
Además, la evolución no es positiva. Ya sea porque en la enseñanza ya no se persigue el cotilleo o como deriva de la competencia entre medios de comunicación, los debates actuales tienen menos contenido analítico y más cotilleo personalista que durante la Transición o los años 1980. Recuerden los debates de “La Clave”, la creación del añorado José Luis Balbín; o, mejor, lean los ensayos que le han dedicado mis colegas José Antonio Montano y Pablo de Lora.
Nuestros problemas sociales despiertan curiosidad sólo para cobrar ventaja posicional. En cambio, hay poco interés en identificar sus causas y, por tanto, en intentar resolverlos. Cobra así sentido que muchos opinadores de referencia sean actores y deportistas, por ser personas que nuestra mente ve como conocidos; y, sobre todo, literatos: esto es, expertos en contar… cotilleos.
El asunto probablemente empeora con las redes sociales. Amén de facilitar movimientos de rebaño, el contacto virtual personaliza relaciones previamente anónimas. Pero, sobre todo, las redes multiplican la oferta de cotilleo, pues permiten a cualquiera difundirlo. Para bien y para mal, la desintermediación que suponen elimina barreras de entrada y maximiza la competencia en el mercado de chismes. Entraña así un efecto similar al que produjeron las televisiones privadas desde 1990, con su consabida degeneración en telebasura, bien descrita aquí por Yaiza Santos.
En este contexto, la única esperanza para elevar la calidad del debate es la que imponen la necesidad y la urgencia. La crisis económica debería empujarnos a discutir políticas alternativas, en vez de seguir chismeando sobre las personas. El cotilleo es un lujo sensorial inútil que no podemos permitirnos cuando está en duda la propia supervivencia.