Para jóvenes, los de mañana
The Objective, 12 de febrero de 2023
A partir de cierta edad, conviene mantenerse en guardia contra la tentación de creerse aquello de que “Para jóvenes, los de antes; para viejos, los de ahora”. Es sabido que, abundan desde antiguo estas quejas “viejunas” sobre el supuesto declive de la juventud. Algunos psicólogos sospechan que, con la edad, los adultos tendemos a sufrir un sesgo creciente contra los más jóvenes. Apoyan esta idea en la observación de que los adultos más inteligentes, más autoritarios y que más leen tienden a creer que los jóvenes son menos inteligentes y respetuosos, y también que leen menos. Tal vez tendemos a proyectar el presente y acabamos por comparar al joven de hoy con el adulto de hoy, en vez de hacerlo con el joven de ayer.
Pero estos efectos son pequeños y la presencia de ese tipo de queja generacional en muchos momentos históricos no implica que la queja sea permanente, ni descarta que pueda obedecer a un diagnóstico ajustado a una situación que varía a lo largo del tiempo. Bien podría suceder que las sociedades, al igual que sufren ciclos históricos y económicos, ciclos de paz y guerra, de desarrollo y estancamiento, de expansión y recesión, también sufran ciclos culturales asociados a ellos, y que durante ellos se refuercen unos u otros valores, lo que podría afectar a la educación y las actitudes de las distintas generaciones. Cabe imaginar, por ejemplo, que una generación que viva las penurias de una guerra eduque a su juventud en unos valores distintos a los de otra generación que sólo haya disfrutado la abundancia.
De hecho, al menos la preocupación por este asunto parece variar mucho en cortos períodos de tiempo. Por ejemplo, la presencia del bigrama “actitudes juveniles” en la versión inglesa de Google Books alcanza un máximo en la primera década del siglo XXI, pero tiene una evolución irregular. Si definimos ese máximo como 100, dicha presencia sería sólo del 39 % hacia 1990; aunque se mantuvo alrededor del 75 % durante los años 1970, habiendo crecido con rapidez desde el mínimo del 10 % alcanzado hacia 1952, tras la posguerra, una cifra similar al promedio de los años 1930.
Por otro lado, para bien y para mal, cada generación se ve afectada por circunstancias diferentes. No sólo los sistemas de enseñanza guardan hoy poca relación con los de ayer, sino que también el modo de vida y, por tanto, los estímulos de niños y jóvenes son distintos de los de hace décadas. Es lógico esperar que sus actitudes y valores también sean diferentes. La pregunta clave, en realidad, no es qué actitudes tienen, sino si esas actitudes están bien adaptadas al contexto que les toca vivir.
Las dificultades para evaluar el fenómeno son notables. En parte, es inevitable, porque el entorno cambia antes de que empecemos siquiera a adaptarnos. Vean, si no, cómo se nos han venido encima los desafíos de la inteligencia artificial, antes de que hayamos aprendido a usar bien los móviles y las redes sociales.
Pero también insistimos en esconder la realidad cuando tememos que no nos guste. Sobre todo al encargar su evaluación a los mismos gobernantes a los que hacemos responsables del sistema de enseñanza, por lo que tienen un obvio interés en presentarnos una imagen favorable del mismo. De no ser así, casi bastaría con atender a los diversos porcentajes de titulados. Pero han rebajado tanto los niveles de exigencia y degradado tanto los títulos que esos porcentajes de titulación ya no son informativos.
Algo parecido sucede con muchas encuestas y estudios sobre el sistema de enseñanza, que son diseñadas por el mismo establishment seudopedagógico que lo gobierna y parasita, por lo cual diseña la recogida de “evidencia” de manera que en ella salgan bien retratadas sus políticas preferidas, desde el adoctrinamiento al maquillaje estadístico. Los mejores de ellos presumen de basar sus políticas en la evidencia pero la mayor parte de la que producen tiene como fin justificar sus prejuicios y sus políticas preferidas: en lugar de crear evidence-based policy, fabrican policy-based evidence.
No se libran de ello lo estudios internacionales, como PISA, como acaba de poner de relieve en este estudio Montserrat Gomendio. Tampoco los que recogen información dentro de las empresas, por las dificultades para captar el conflicto que existe entre los departamentos de recursos humanos y los directivos de línea. Las encuestas, que de todos modos nos dejan en mal lugar, suelen dirigirse a los propios responsables de seleccionar al personal, quienes tienden por ello a subestimar las deficiencias que señalan los directivos.
Una segunda dificultad proviene de que todo estereotipo es menos útil cuanto mayor es la variedad en la correspondiente población y cuanto más aumenta dicha variedad. En el mejor de los casos, los estereotipos se basan en los promedios, pero su representatividad disminuye al hacerse más heterogénea la población correspondiente. En este terreno, es bien sabido que la variedad dentro de cada generación es mayor que la variedad entre generaciones; pero, además, es probable que la variedad esté aumentando entre nuestros jóvenes, y ello por varios motivos.
Por un lado, la instrucción depende más de las familias y menos de unos centros de enseñanza que, en gran medida, marginan su función instructora (al contrario que con la función educativa, crecientemente invadida por el estado y sus beneficiarios). Si hay más variedad entre familias que entre centros y la instrucción depende ahora más de la familia, la calidad de la instrucción tenderá a hacerse más variable. Sospecho que así sucede, lo que ayudaría a explicar a quiénes daña menos deteriorar la función de instrucción en la enseñanza: a aquéllos que son más capaces de proporcionar instrucción en el ámbito familiar. Sería éste el caso de las clases mejor formadas y, en especial, de los profesores e intelectuales, a los que cabe suponer expertos en usar y transmitir conocimiento.
También a aquellos segmentos demográficos con valores familiares acostumbrados o “autoseleccionados” para dar prioridad a la inversión en capital humano mediante el esfuerzo personal. Un dato: en algunas carreras universitarias a las que acuden los estudiantes con mejor “nota de corte” de Selectividad, el porcentaje de estudiantes españoles con apellidos extranjeros alcanza ya el 13,4 %, de los cuales menos de un tercio tiene apellidos propios de países del Este europeo y más de dos tercios tiene apellidos chinos: un 9,3 %, cifra muy superior al 0,7 % que representa la población de origen chino en esa región.
Es esta renovación cultural la que da sentido al título de esta tribuna. Lo apoyaré con otra observación, que también pone en duda cuán importante es el sesgo que apuntan los psicólogos: mucho joven español reniega del estereotipo millennial en cuanto empieza a tener responsabilidades. Es más, sin haber llegado a la vejez, en cuanto tiene subordinados critica ferozmente a la generación que le sucede. Ojalá entiendan la necesidad de recuperar nuestros antiguos valores, y logren instruir y educar a sus hijos mejor de lo que ellos mismos lo han sido por sus padres y profesores.