Occidente entre la ineptitud y la estulticia
The Objective, 30 de marzo de 2025
Al explicar el éxito de la economía china y su capitalismo de Estado, muchos autores destacan factores culturales. El confucionismo, con su énfasis en la educación y la selección tradicional de funcionarios mediante exámenes competitivos, ha facilitado la adopción moderna de mecanismos meritocráticos. Algunos incluso ven en ellos una alternativa a la democracia. La competencia dentro del Partido Comunista Chino favorecería así la eficacia del Estado, apoyada además por el pragmatismo de raíz taoísta que expresaba la célebre indiferencia de Deng Xiaoping hacia el color del gato, siempre que cace ratones.
La selección de líderes políticos afronta más dificultades en buena parte de Occidente. Sobre todo en países como España, cuyos ciudadanos prefieren elegirlos por afinidad ideológica más que por capacidad. El resultado es previsible: líderes serviles al electorado y obedientes a grupos privilegiados, como revelan las políticas dirigidas a pensionistas y funcionarios. Más que líderes, elegimos gestores continuistas. Tiene sentido que su selección siga procesos endogámicos, poco meritocráticos. Su función no es liderar, sino repartir rentas y mantener el statu quo, haciendo, como mucho, los ajustes mínimos para mantenerlo en pie.
Cuando ese statu quo entra en crisis o cae en un círculo vicioso, estos gestores continuistas son incapaces de reaccionar. Lo vemos hoy en inmigración, vivienda, educación o defensa. En todos esos ámbitos, abundan los gestos grandilocuentes acompañados de acciones mínimas, baratas o aplazadas.
Al persistir los problemas, acaban emergiendo líderes y partidos ajenos al establishment. Algunos provienen de los márgenes de la política pero muchos otros proceden del mundo empresarial (Berlusconi, Ruiz Mateos, Gil o Conde) o intelectual (Ciudadanos, Podemos, Miley). Cuando personas ajenas a la política se acercan a ella, padecen el viejo “Principio de Peter”: haber triunfado en otra actividad da una señal positiva, pero no garantiza éxito electoral ni buena gestión pública.
Donald Trump y Elon Musk son ejemplos claros de este fenómeno.
La experiencia empresarial y mediática de Trump condiciona su estilo para negociar, decidir y comunicar. Aplicar pautas empresariales al gobierno siempre es difícil, más aún si provienen de sectores específicos. El estilo negociador de Trump refleja su pasado inmobiliario, donde las transacciones son puntuales y dependen poco de la reputación. Por eso trata a sus socios comerciales y estratégicos con un horizonte muy corto. Desprecia el valor de la reputación nacional, manejando las relaciones internacionales como simples acuerdos aislados. No es el único. Muchos políticos estadounidenses, empezando por el vicepresidente Vance, con un pasado en finanzas, también presentan síntomas de este tipo de miopía.
Las decisiones de Trump también reflejan su pasado televisivo. Desde su primer mandato trasladó su afición mediática al ámbito internacional con cumbres espectaculares y grandes gestos. En 2018, su reunión con Kim Jong-un en Singapur proyectó una imagen audaz, pero sin resultados verificables en desnuclearización, y sí con graves tensiones entre los aliados tradicionales. Algo parecido podría ocurrir ahora con su gestión de la invasión rusa de Ucrania. Tratar la política internacional como un reality show puede salir caro: las alianzas se debilitan y los adversarios ganan tiempo sin hacer concesiones reales.
Si Trump es una celebridad empresarial convertida en político, Musk lo es en gestor público desde que dirige el fantasmal Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), encargado de recortar y reestructurar la administración federal. Sus credenciales se basan no solo en su fama como empresario innovador sino en su capacidad para reducir costes de forma radical. Por ejemplo, tras adquirir Twitter, despidió al 80 por ciento del personal, renegoció muchos contratos y eliminó departamentos enteros sin que la empresa dejara de crecer.
Sin embargo, la administración pública es mucho más compleja que una empresa privada. Está formada por miles de organizaciones que prestan servicios con características muy diversas. De ahí que utilicen pautas organizativas diferentes, cuya gestión requiere un conocimiento especializado. Esto presenta dificultades con las que Musk no está habituado a lidiar. Por ejemplo, su táctica de “cortar por lo sano” y, si acaso, reparar el daño más tarde, no es idónea para carreras profesionales a largo plazo, en las que esos daños son irreversibles o tardan décadas en repararse.
Musk y su equipo ignoran lo que recortan, ya que el conocimiento especializado reside en cada ministerio. Sufren por ello una grave asimetría informativa. Como siempre en las burocracias, esta ventaja informativa tiende a usarse de forma estratégica: basta ver lo selectivas que son las noticias sobre los recortes en USAID. Por eso, es razonable que sean los propios ministerios los responsables de recortar y que estén en tensión con DOGE; pero está por ver si Musk se contenta con ese papel indirecto y cuál es el nivel de incompetencia que muestran los responsables ministeriales. Suscita alarma a este respecto el reciente fiasco de seguridad en el ataque contra las milicias yemeníes. Además, los incentivos del Musk empresario estaban bien alineados, pues cada decisión afectaba a su bolsillo. El nuevo Musk no aprecia que la gestión pública requiere los contrapesos adicionales del Estado de derecho, de ahí sus diatribas contra los jueces que escudriñan sus decisiones. Por último, el impacto de los recortes en el gasto público —clave para Trump por su objetivo de reducir el déficit— es pequeño. Muchos contratos cancelados ya estaban concluidos o tenían presupuestos mínimos, mientras que los gastos principales en pensiones y sanidad permanecen casi intactos y quizá sean intocables.
Es natural que tanto Trump como Musk estén abusando de sus herramientas favoritas pese a que ahora operan en un entorno donde no son las más adecuadas. Aun así, la sacudida trumpista podría acabar bien si se dan dos condiciones. Sería preciso que, ante su posible fracaso en las elecciones de noviembre de 2026, el trumpismo encauzara mejor la energía de sus iniciativas. También que los partidos tradicionales asuman su nuevo papel y emprendan un nuevo rumbo. En algunos países ya empiezan a hacerlo, como en Dinamarca, con su política inmigratoria, o en Alemania y Reino Unido, con los planes de sus respectivos gobiernos para acometer recortes con los que financiar el mayor gasto en defensa. En cambio, otros gobiernos, como el de España, pretenden seguir usando trucos contables y semánticos.
Es notable que viejos y nuevos gobernantes afrontan en realidad un problema similar, derivado de su autoselección previa. Los políticos convencionales son idóneos para gestionar la continuidad pero no el cambio. Los nuevos políticos han demostrado eficacia en la empresa pero está por ver si saben operar en política. El éxito de ambos depende de que superen sus limitaciones. Lo más decisivo es que los partidos tradicionales, gestores de un modelo ya agotado, aprendan a liderar su transformación. Si no lo hacen, tenderán a desaparecer, con resultados inciertos y peligrosos.