No odien a Sánchez, que se delatan
The Objective, 28 de enero de 2024
Desde sus inicios, las políticas adoptadas por el Sr. Sánchez me han parecido un desastre sin paliativos; pero es erróneo tratarlo como la causa y no como el síntoma de los males de España.
Es tentador centrar en el “sanchismo” las causas de todos nuestros males. La mente humana prefiere dar explicaciones simples y personalistas a todo problema complejo cuya causa ignora o prefiere esconder. En tiempos remotos, creíamos que las tormentas reflejaban la ira de los dioses. Hoy, tendemos a hacer algo parecido con procesos sociales cuyo funcionamiento ignoramos, como el mercado o la política. Tendemos a atribuirlos en exceso a la intervención personal de empresarios y agentes políticos, sin conceder atención alguna a la influencia del azar, ni a las interacciones entre los millones de individuos que tomamos decisiones en una sociedad contemporánea.
Achacar a una persona o un partido toda la culpa también permite eludir la propia responsabilidad. Lo hacen así, por supuesto, quienes reniegan de Sánchez tras habernos pedido que le votáramos; pero también quienes, con sus bravatas, su desidia, su carencias de ideas y su miope sectarismo, permitieron que retuviera el gobierno tras el 23 de julio.
Mucho más importante, por afectar a millones de votantes, quizá incluso a la mayoría de ellos: centrarlo todo en Sánchez también conviene a aquéllos a quienes ha ido bien pese a la deriva institucional y la parálisis económica de las últimas décadas. Esa posible mayoría sólo aspira a que la fiesta continúe. Muchos de ellos saben que nuestro modelo de convivencia está agotado, pero se conforman con que aguante unos pocos años.
Todos deberíamos encarar el hecho de que nuestros actuales problemas no aparecen con Sánchez, sino que hunden sus raíces y dan continuidad a las políticas institucionales y económicas que fueron adoptadas por gobiernos de todo signo desde 1982. Unos gobiernos que, además, eran bien representativos de las preferencias mayoritarias de los españoles.
El mismo Felipe González que tanto se escandaliza con Sánchez presidió los gobiernos responsables de dañar más seriamente la separación constitucional de poderes, y no sólo en el plano judicial (sus leyes de 1985 inauguran el asalto político a la justicia y suprimen el recurso previo de constitucionalidad) sino en cuanto a los medios de comunicación, las grandes empresas y la función pública; así como de haber frenado en 1983 aquel intento de armonización consensuada del estado autonómico que era la LOAPA.
Todo lo anterior por no hablar del lastre que arrastramos debido a sus muy progresistas pero de hecho reaccionarias reformas en todo tipo de ámbitos, desde usar la adaptación al derecho europeo para exacerbar el ordenancismo de la regulación empresarial; a expandir la subvención sistemática de desocupados oportunistas; o introducir un insólito régimen universitario, consagrado por una ley de 1983 que convirtió a las universidades en cooperativas autónomas pero integralmente subvencionadas; o, más en general, sus reformas de la enseñanza, que pocos años después iniciaron su mutación de inversión en consumo, para delicia de malos padres y peores profesores.
Unos cambios, todos ellos, degenerativos, que se aceleraron años más tarde con los gobiernos de Rodríguez Zapatero; pero que los gobiernos del Partido Popular presididos por Aznar y Rajoy hicieron poco por revertir. Ni siquiera los que contaron con holgadas mayorías absolutas; pese a que en 2011 la oposición estaba arrinconada y existía fuerte presión exterior para introducir reformas.
Aznar incluso contribuyó a la degeneración, al consagrar con el Pacto del Majestic, en 1996, la transformación supraconstitucional del estado autonómico. Y los gobiernos de Rajoy desde 2011 se dedicaron, en esencia, a diluir y retrasar las reformas que le exigían, con toda razón, nuestros acreedores; y ello por mucho que ahora pretendan presumir de reformistas.
Ciertamente, muchos de estos gobiernos abordaron reformas sustanciales y algunas de ellas por propia iniciativa, como fueron las liberalizaciones emprendidas por González y Aznar. Pero no deja de ser revelador que todas ellas fueran denostadas por buena parte de la población (en especial en la siempre moderna Cataluña) y que más tarde fueron parcialmente revertidas, como es el caso de los horarios comerciales, los alquileres de viviendas e incluso algunas de las privatizaciones de empresas públicas.
Por el contrario, todas las políticas dirigidas a limitar la eficacia de la separación de poderes, mantener una estructura productiva poco competitiva, y en general favorecer el consumo sobre el ahorro y la inversión contaron en su día con el apoyo entusiasta de sus correspondientes votantes. De acuerdo con las encuestas de opinión, también sintonizaban con las preferencias de la mayoría de los ciudadanos.
Pese a que ya son bien visibles los efectos deletéreos de esas políticas, quienes las promovieron y protagonizaron aún cuentan con notable predicamento en la opinión pública, y no sólo entre sus correligionarios. Casi nadie les acusa de tener responsabilidad alguna en el actual deterioro de nuestra situación. Da toda la impresión de que unos y otros apoyan a quienes cambian las reglas con tal que sean de los suyos y lo hagan a su favor.
Observen también que casi nadie se extraña ni critica que quienes ahora despotrican de Sánchez le hayan votado hace pocos meses, ni que éstos tengan rubor alguno en confesarlo. Como sería propio de un país primitivo, muchos hasta consideran un imperativo moral ser leal con parientes y amigos, por muy antisociales que sean sus conductas.
Por tanto, esos gobernantes eran, son y debemos suponer que serán bien representativos. Por eso les decía que el sanchismo pone en evidencia la mentira en que han vivido varias generaciones, no sólo de gobernantes y opinadores, sino de votantes: Sánchez es el espejo en el que todos ellos pueden contemplar su obra colectiva. El sanchismo tiene mucho de esperpento, pero es la España que ellos han construido. Lógico que necesiten demonizar y odiar a Sánchez, para negarse a contemplar la culminación provisional de su gran obra. Quizá así logran mantener vivo su autoengaño.