Mimos universitarios
The Objective, 28 de agosto de 2022
Tras quejarse en la Exposición de Motivos de que “las universidades públicas españolas han sufrido de manera persistente una insuficiente financiación pública en el último decenio”, el proyecto de ley de universidades que ha remitido el Gobierno a las Cortes obliga a elevar el gasto público en educación universitaria hasta el uno por ciento del Producto Interior Bruto.
Dejemos a un lado lo discutible de su queja, pues desde 2013 la financiación con fondos públicos (ingresos menos tasas pagadas por los alumnos) aumentó un 15,24 % en euros corrientes y un 11,7 % en euros reales. Olvidemos también que parece difícil aplicar ese mandato respetando el vigente reparto de competencias entre estado y autonomías. Lo que debemos preguntarnos es si dicho aumento de gasto sería o no socialmente beneficioso. En la práctica, la respuesta depende de cómo se utilicen esos recursos adicionales. Con todo, sin una reforma profunda del gobierno universitario no cabe albergar grandes esperanzas, y este proyecto de ley no la acomete.
Juzgando por cómo se emplean hoy los recursos disponibles, los indicios no son halagüeños. Cierto que la educación universitaria aumenta la probabilidad de empleo en 24,4 puntos, pero la tasa de desempleo de los graduados españoles (el 10,2 % en 2020) es muy superior al promedio de la Unión Europea. De modo similar, si bien los ingresos de los graduados universitarios son más elevados que los de un graduado de secundaria, esa diferencia es en España más pequeña: de un 53 % promedio en la OCDE a un 45 % en España.
Quienes consideren estos indicios estadísticos poco claros, pueden fijarse en el juicio de la demanda, que es rotundo y contrario a la universidad pública. Pese a que está subvencionada con fondos públicos en un 79,4 %, la cuota de mercado de las universidades privadas ha aumentado sin interrupción: en 1993 era tan sólo de un 3,2 %, pero en 2020 alcanzaba ya el 19,7 % de los matriculados y el 26,3 % de los graduados. De mantenerse esta tendencia, el número de graduados de las universidades privadas superará al de las públicas en 2030, y ello sin tener en cuenta que los datos provisionales de los dos últimos años apuntan a una aceleración de esa tendencia.
Si, en vez de juzgar por cómo se emplean los recursos hoy, nos preguntamos cómo se emplearían esos fondos adicionales en el futuro, la respuesta también ha de ser negativa. La organización de nuestras universidades públicas padece notables disfunciones, sobre las que alcanzaron un relativo consenso sendas comisiones de expertos nombradas por gobiernos de distinto signo en 2012 y 2015, las cuales coincidieron en muchas de sus recomendaciones. Sin embargo, el proyecto de ley, cuando no las contradice, hace oídos sordos y se limita a proponer cambios menores que, en algún caso, pueden incluso agravar los problemas (por ejemplo, al aumentar por diversas vías el poder de unos representantes de alumnos escasamente representativos, desde reconocer como mérito académico su actividad hasta elevar el paro universitario a la categoría de derecho sin coste). Esta reforma, orientada como está a “ensanchar los derechos de la comunidad universitaria”, se olvida de recordar a esa comunidad cuáles son sus deberes para con la sociedad que la paga y a quien sirve.
Una recomendación principal y unánime es la de cambiar su sistema de autogobierno que, desde la reforma socialista de 1983, permite a las universidades servir a sus estamentos antes que a la sociedad. La rendición de cuentas es ineficaz por tener las universidades asegurada su financiación y muy limitada la competencia, tanto entre universidades como entre centros y disciplinas. Sin embargo, lejos de introducir competencia o ligar por otras vías recursos y rendimientos, el proyecto de ley asegura aún más su financiación pública. Además de comprometer a las comunidades autónomas a ese aumento de la financiación hasta el uno por ciento del PIB, pretende obligarlas a dotar a las universidades a su cargo “de los recursos económicos necesarios para garantizar la suficiencia financiera”.
Este aseguramiento adicional se manifiesta en dos objetivos principales del proyecto de ley: el de limitar la financiación privada y el de aumentar las plazas de funcionarios.
Desde 2009, las tasas habían subido notablemente en algunas comunidades, sobre todo en Madrid y Cataluña, pero desde 2020 estas comunidades han sido obligadas a reducirlas. Aunque no sean populares entre universitarios, las tasas proporcionan un cierto control automático y son socialmente progresivas, no sólo porque la mayoría de los estudiantes son de clase media y las tasas se complementan con un (bien que mejorable) sistema de becas y exenciones, del cual se beneficiaron en el curso 2019-2020 un 40,7% % de los nuevos alumnos de grado. Además, la educación universitaria, al contrario que la básica, tiene pocos “efectos externos” positivos porque el propio estudiante es su principal beneficiario, ya sea por la vía de mayores ingresos futuros o por el placer de estudiar lo que más le gusta o cree que le realiza mejor como persona. Consiguientemente, no es justo que el joven que empezó a trabajar a los 18 años pague impuestos para que otro joven de su edad se pase cuatro años estudiando, sobre todo si elige una carrera sin utilidad social apreciable y, por tanto, es escasa la probabilidad de que pueda devolver esa subvención al estudio mediante la progresividad de su IRPF. Desde esta perspectiva, “el horizonte de la gratuidad de la educación superior universitaria pública”, lejos de ser el avance que pregona el proyecto, sería socialmente regresivo. Las familias no sólo soportan las tasas sino también los impuestos que las sustituyen, pero si bien las tasas recaen sobre las familias de clase media con hijos universitarios, los impuestos lo hacen también sobre aquéllas otras, más humildes, cuyos hijos es menos probable que estudien en la universidad.
Por otra parte, el proyecto contiene numerosas medidas para eliminar la temporalidad de la contratación. Resulta difícil prever sus efectos, pero al anunciar el proyecto, sus responsables han prometido que el mismo dotará de estabilidad en el empleo (i.e., hará funcionarios) a 25.000 profesores asociados, convirtiendo sus plazas en indefinidas. También simplifica y acorta ligeramente la carrera académica, pero sin introducir mecanismos eficaces para contener la endogamia. Dado el grado de colusión imperante en muchas disciplinas, no basta el nuevo requisito de que se elija a los miembros de los concursos por sorteo y de que los profesores de la universidad convocante estén en minoría. Amén de que el proyecto abre la puerta a considerar nuevos factores discutibles, al establecer que las evaluaciones al profesorado “serán cualitativas y cuantitativas, [y] tendrán en cuenta… el impacto territorial de las investigaciones, [y] la pluralidad lingüística”.
En resumen, la situación actual de la universidad sugiere que su eficiencia es escasa; pero el proyecto de ley no aborda su reforma y los retoques que propone, en caso de que sean aplicados, es probable que la reduzcan. En esas condiciones, el aumento de gasto, ¿es algo más que una promesa retórica? La semana pasada criticaba en esta columna la propaganda que albergan las exposiciones de motivos de algunas leyes. En este proyecto de ley, la propaganda no sólo alcanza a su contenido normativo sino que va un paso más allá. Dado que mucha de su aplicación depende de la voluntad de los gobiernos autonómicos y dado que la situación presupuestaria del estado es cada día más difícil, el proyecto mina nuestro futuro político. Lo hace por la vía de dar forma legal a unas expectativas de aumento de recursos que, al demostrarse inviables, animan a los fieles y subvencionados estamentos universitarios a generar conflictividad social.