Menos ayudar y más indemnizar
Voz Populi, 21 de febrero de 2021
En las últimas semanas, asistimos a un fenómeno curioso. Por un lado, nuestros 18 gobiernos dedican algo de dinero y mucha comunicación a ayudar a las empresas a sobrevivir la crisis. Por otro, los mismos gobiernos se muestran tacaños, cuando no reacios, a indemnizarlas por los cierres que decretan para contener los contagios y la consiguiente extensión de la pandemia.
Sospecho que haríamos bien en invertir ambas tendencias, buscando un reequilibrio consistente en reducir las ayudas y reforzar las indemnizaciones.
El motivo es doble: mientras que las indemnizaciones animan al gobernante a minimizar los daños, tanto sanitarios como económicos, las ayudas generan clientelismo y en el mejor de los casos presentan dificultades insalvables. La principal es la de evitar que —incluso con decisores benevolentes— se destinen a rescatar empresas “zombis”, aquellas que son inviables pero que la ayuda vendría a mantener con vida, distorsionando así la competencia, y dañando la rentabilidad y poniendo incluso en peligro la supervivencia de empresas competidoras más eficientes.
En una situación como la que vivimos, se suele justificar la concesión de ayudas a las empresas por la supuesta incapacidad del mercado libre para aportar con suficiente rapidez financiación adicional a empresas que, siendo viables a largo plazo, son momentáneamente incapaces de mantenerse a flote.
Son discutibles muchos aspectos de este argumento, empezando por su relevancia en una situación de liquidez tan abundante como la actual. También cabe dudar de cuánto de ese supuesto fallo de mercado obedece realmente a restricciones y costes de transacción de origen regulatorio, como son el tratamiento de las provisiones bancarias o las reglas imperativas del derecho societario y concursal, un poco a la manera en que son las rigideces del ordenamiento laboral las que hacen más necesario el instrumento de los ERTES.
Más allá de estas dudas, no por teóricas menos reales, lo fundamental es que ante una crisis exógena como la que vivimos tendemos a suponer que todas las empresas merecen sobrevivir (“no tienen la culpa del virus”) y, en esa medida, somos por tanto proclives a justificar su rescate indiscriminado.
Lamentablemente, cerramos así los ojos a la realidad. En Europa, hemos congelado la economía creyendo que todo volverá a ser como antes; pero, al hacerlo, solo estamos retrasando ajustes que serán inevitables. Durante 2020, la tasa de desempleo cayó menos en Europa que en los Estados Unidos, pero allí ya está descendiendo con rapidez, a la vez que se acelera la creación de empresas. De manera similar, Europa también ha frenado artificialmente las quiebras, que Estados Unidos ha mantenido en el nivel que tenían antes de la pandemia.
Cuando abramos los ojos, la triste realidad de los ajustes pospuestos no sólo seguirá ahí, sino que nuestra inacción la habrá empeorado. Por un lado, la pandemia habrá rematado muchas empresas que ya eran débiles. Por otro, habrá herido de muerte a otras empresas cuyo modelo de negocio ha dejado de ser viable tras los cambios duraderos e incluso permanentes que la propia pandemia está generando. Adicionalmente, habremos perdido un tiempo precioso para una tarea ineludible: reasignar recursos entre sectores para adaptarlos a las nuevas circunstancias. (Los ERTES son también un paradigma a este respecto).
Conscientes de esta problemática y acuciados por la lastimosa situación del erario, algunos gobernantes intentan hacer que las ayudas sean selectivas. Quizá era éste el motivo por el que el Ministerio de Economía instó en su día a la AEB a contratar a una consultora internacional, Oliver Wyman, para que seleccionase qué empresas merecen ayuda y no gastarla en prolongar la agonía de empresas insalvables.
La iniciativa, sin embargo, estaba condenada al fracaso. La información necesaria para valorar de forma verosímil si una empresa es o no rentable tras la covid es escasa y no reside en sus estados contables ni en las operaciones financieras que haya cerrado recientemente. La escasa información disponible para enjuiciar las expectativas de rentabilidad está en manos de la propia empresa, y acaso, en medida mucho menor, de sus clientes y acreedores. Incluida una pieza esencial: la estimación de qué impacto duradero tendrá la pandemia en el sector y la empresa correspondiente. ¿Quién sabe, por ejemplo, cuándo y cómo se van a recuperar el turismo y el transporte aéreo?
Por supuesto que nadie sabe responder a ciencia cierta a estas preguntas, pero la clave es quién tiene mejores incentivos para averiguar las respuestas, quién sabe más —si las empresas o el gobernante— y, sobre todo, quién tiene mejores incentivos para predecir correctamente cuál será el impacto de la crisis en una empresa concreta: ¿un empresario que se juega su dinero o un gobernante que, debido a su corto horizonte temporal, quizá le interese ver el futuro de color de rosa? En el caso del turismo, ¿quién es más probable que tienda a creer a pies juntillas que, sin duda, habrá un espectacular efecto “descorche” tras levantarse las restricciones? Me temo que el gobernante. Temo también que ese optimismo y sus esfuerzos para patrocinarlo le distraigan. Aún peor: temo que le lleven a olvidar que el levantamiento de las restricciones depende de decisiones y tareas que sí están en su mano, como son las conducentes a acelerar la vacunación.
Este desvío de los esfuerzos de gestión hacia esfuerzos de promoción no es el único que podemos observar estos días. Resulta también paradójico que los mismos gobernantes que se muestran tan dispuestos a otorgar ayudas sean, en cambio, reacios a atender las reclamaciones por los daños que causan sus propias decisiones cuando cierran establecimientos para contener la pandemia.
Les confieso que uno tiene que hacer considerables esfuerzos para no despachar esta paradoja con el simplismo de que la lógica que sigue mucho decisor político es la de aumentar su poder, lo que explicaría que le encante repartir ayudas a la vez que rechaza las indemnizaciones. El motivo sería que las indemnizaciones le limitan y restringen: no sólo le vienen dadas, con lo que no es él quien las reparte, sino que, además, le cuestan dinero, con lo que reducen su capacidad de gastar.
Ciertamente, al menos en el plano de los ideales normativos, hay argumentos de peso contra las indemnizaciones. No obstante, como espero poder explicar la próxima semana, pesan más los que actúan a su favor. Quizá por eso el Gobierno de Japón paga 469,55 euros al día a cada bar y restaurante que voluntariamente opta por cerrar a partir de ciertas horas. Observe que, mientras tanto, nuestras regiones prometen ayudar a cada establecimiento con un total promedio de 1.500 euros.