Los influencers de Calígula
The Objective, 23 de octubre de 2022
Cuenta Suetonio que el emperador Calígula amenazó con nombrar cónsul a Incitatus, su caballo favorito. Unos cronistas dicen que estaba loco, pero otros mantienen que sólo pretendía mostrar el desprecio que sentía por el Senado y las demás instituciones de Roma.
Al final, Calígula no llegó a nombrar a su caballo. El Presidente Sánchez, tampoco. Es más, ni siquiera ha sugerido para ningún cargo a ninguna de sus mascotas. Una suerte, porque, a diferencia de Calígula, Pedro Sánchez sí suele cumplir este tipo de amenaza. Por ejemplo, ha hecho portavoz de su Gobierno a una ministra con peculiares dotes expresivas, ha entregado el Ministerio de Cultura a un antiguo estudiante universitario, y en el de Igualdad ha colocado a la señora esposa de su primer Vicepresidente. Sin ir más lejos, esta misma semana ha situado en la Presidencia del Consejo de Estado (el “supremo órgano consultivo” en materia legal) a una exministra cuyas principales dotes jurídicas consisten en haber dado clase en una academia de oposiciones y haber desempeñado labores de gestión administrativa en la Seguridad Social.
Si estuviéramos en otro país, merecería aún más la pena indagar qué mueve al Presidente a promover a sus amigos de menos mérito. Caben al menos tres explicaciones complementarias. Quizá crea que elegir personas competentes le restaría votos. Apoya esta idea el hecho de que el votante español diga valorar menos que el de países vecinos la competencia profesional de los candidatos. O quizá, más bien, Sánchez pretende mostrar, como Calígula, su desprecio por quienes le rodean; y exhibir su poder frente a quienes le critican. Tal vez refuerce así su autoestima, esa que le masajeaba estos días el Sr. Tezanos, el incitatus con más trienios de nuestra Sociología. Y quizá también revalorice su polémico doctorado, aquel que ilustres colegas se mostraron dispuestos a comprender; un gesto éste, por cierto, muy al estilo Calígula, pues venían a decir que mucha tesis doctoral española apenas está a la altura de las de sus caballos.
Con todo, en España, merece algo menos la pena explicar esta conducta de Sánchez, pues ese tipo de nombramiento casi es aquí la norma. Cierto que Sánchez añade un punto de insolencia; pero, como revelan las maneras y algunos de los nombres que circulan para renovar el CGPJ y el Constitucional, la diferencia entre las propuestas de unos y otros partidos es notable pero menor. Sobre todo al compararla con la brecha que existe entre las menos malas de esas propuestas y los candidatos que serían socialmente deseables. Incluso en un momento de vértigo institucional, la oposición también prefiere peones fieles, en vez de profesionales con prestigio e independencia.
Esto de anteponer la fidelidad al mérito entraña consecuencias políticas. El menos competente suele tomar peores decisiones e interpretar la crítica como infidelidad. Acaba así rodeado de aduladores, lo que reduce aún más su competencia. Suele olvidar que el buen líder es el que sabe escuchar a colaboradores más competentes que él. Además, al no apreciar gran diferencia entre Gobierno y oposición, mucho ciudadano se aleja de la política, o tiende a excusar los fallos del gobernante afín.
Pero las consecuencias no se circunscriben a la política, sino que contaminan toda nuestra vida social. Hasta ayudan a explicar algo que parece tan lejano como la escasa respuesta que hoy recibe el ataque del Gobierno a todo atisbo de exigencia en la enseñanza.
Habrá notado que los mismos padres que animan a los entrenadores deportivos a ser duros con sus hijos exigen a los profesores de Matemáticas que les aprueben sin merecerlo. A los entrenadores les piden verdadera formación; pero de los profesores sólo quieren el título, lo que tiene sentido de cara al sector público. Éste nunca ha sabido retribuir por rendimiento; pero hoy ni siquiera retribuye por conocimiento, sino por titulación, que es lo que da acceso a la lotería en que hemos convertido el acceso a la función pública. Con un título de Bachiller y unos meses de academia, al joven puede tocarle una plaza de policía o de cartero. Con un Grado, su suerte se amplía, sobre todo por la recurrente pedrea de puestos interinos con más permanencia que oposición real. En ambos casos, si sabe moverse o su familia tiene buenas conexiones, podrá optar a algún premio gordo. El bachiller quizá llegue a Ministro de Cultura y al licenciado con adornos pueden colocarlo en alguna canonjía, y con opción a un premio a la serie, como esa regalada Presidencia del Consejo de Estado. (Cierto que suceden hechos semejantes en el sector privado; pero concentrados en su parte no competitiva, por lo que ahí sería más fácil de evitar).
También habrá observado que las oposiciones están devaluadas en el sentido de que, de hecho, cada nivel de estudios capacita al estudiante para opositar por debajo de ese nivel de estudios. Para presentarse a muchas oposiciones inferiores, sólo se requiere graduado escolar; pero prepara mucho mejor para aprobarlas el haber cursado bachillerato o cualquier carrera universitaria. Claro que prepara sólo para aprobar, que no para desempeñar esos puestos, motivo por el cual las empresas evitan contratar graduados para tareas que no requieren estudios, como también debería hacer el sector público para no llenarse de listillos insatisfechos. Esa brecha de formación surge también en las escalas superiores, pero con un matiz: muchos puestos suelen quedar vacantes no sólo porque la universidad, como los demás niveles de enseñanza, prepara mal, sino porque, a diferencia del bachillerato, no existen estudios oficiales de nivel superior al grado universitario y que sean útiles para suplir esa brecha formativa.
Este contexto enrarecido sugiere una tercera hipótesis explicativa de la pauta de nombramientos antimeritocráticos del Presidente Sánchez. Con ellos, nuestro gran hombre quizá sólo busca —y, si no busca, en todo caso consigue— dar ejemplo, al transformar esos cargos públicos en influencers negativos, confirmando de paso que el verdadero fin de su reforma educativa no es otro que el de erradicar toda competencia en cuanto al mérito socialmente productivo.
Erradicar la competencia productiva, porque esta elección social no se produce entre más o menos competencia, sino sobre qué tipo de competencia fomentamos. Si esa reforma se consolida, seguirá habiendo mucha competencia, pero ésta tendrá lugar en actividades socialmente improductivas, las asociadas al plagio, el peor amiguismo y la mentira de las trampas emocionales, lo que nos atará aún más a nuestra tradicional picaresca.