Los graduados se arrepienten, pero no sus universidades
The Objective, 26 de febrero de 2023
Días atrás, la prensa se hacía eco de una encuesta de LinkedIn según la cual el 38 % de sus usuarios se arrepentía de su elección de carrera. La cifra es muy elevada y superior al 28 % que estimaba la última Encuesta de Inserción Laboral del INE; pero nos situaría a un nivel similar al de países más ricos y con sistemas educativos muy diferentes, como el de Estados Unidos, donde se estimaba hace poco entre el 33 y el 40 %.
Es aleccionador que el arrepentimiento sea tan elevado en países con sistemas universitarios muy dispares. Una reflexión obvia pero dolorosa es que quizá debamos replantearnos cómo se toma esa decisión, por quiénes, con qué grado de autonomía y bajo qué mecanismos de responsabilidad; así como cuánto y de qué modo influyen sobre ella otras personas y factores externos, desde los padres a la organización del sistema universitario; y, por último, un aspecto esencial: qué información está disponible sobre los diversos estudios, incluidas tanto la estadísticas sobre empleabilidad como las modas que proliferan de forma un tanto epidémica.
Por ejemplo, en España, presumimos que la decisión es libre e individual, cuando de hecho está muy condicionada, aunque de forma contradictoria e interesada. Por un lado, con la masificación se da por supuesto el acceso a la universidad, lo que ha transformado un problema de rendimiento en uno de elección. Sin embargo, por otro lado, está condicionada en paralelo por una disponibilidad de plazas que responde sobre todo al interés de los profesores universitarios, y que por ello acaba guardando escasa relación con la empleabilidad media de las distintas carreras y, por tanto, con su utilidad y demanda social.
El consiguiente desajuste entre la oferta de plazas y la demanda de graduados genera diferencias excesivas en la empleabilidad, tan grandes que conducen a que muchos jóvenes elijan su carrera con base sólo en esa empleabilidad futura y sin atender a su vocación. Los estudios de Medicina, que fueron los primeros en introducir el numerus clausus, llevan ya varias décadas padeciendo este efecto, lo cual sólo resulta allí más obvio por tratarse de un campo en el que el papel de la vocación es más visible.
Se trata de un fenómeno general. Al final, muchos jóvenes acaban estudiando la carrera que creen que les permitirá ganarse mejor la vida entre aquellas a las que les da acceso su nota de selectividad, convertida ésta así en un “precio implícito”, lo que deriva, además, en un proceso sometido a todo tipo de fraudes y distorsiones por parte de los colegios y las autonomías.
Lógico por ello que el arrepentimiento crezca con el desempleo pero disminuya con la nota de corte de la selectividad, lo que se refleja en una correlación negativa. Las carreras en las que la entrada es más difícil y se requiere más nota de selectividad son las que alcanzan mejores tasas de empleabilidad y también suelen generar menos arrepentidos.
Como explicaba aquí mismo hace unos meses, la oferta de nuestras universidades es inadecuada, con escasez de plazas en carreras demandadas y exceso en otras sin apenas demanda, muchas de las cuales quedan desiertas. Según este estudio de FEDEA, con cálculos basados en datos del Ministerio de Universidades, la tasa de ocupación inicial (porcentaje de plazas ofrecidas que llega a cubrirse) es tan sólo de un 73,82 % para las titulaciones con nota de corte de cinco puntos y del 83,17 % para las de seis puntos, mientras que es casi del cien por cien para las superiores a nueve puntos. Unido a que los tramos de notas inferiores muestran bajas tasas de “rendimiento” (como así llaman al cociente entre créditos aprobados y matriculados), se estima que el exceso de oferta podría afectar a cerca de la mitad del total de plazas ofrecidas.
La realidad quizá sea aún peor, pues el alto porcentaje de arrepentidos bien puede indicar que, a juicio de los supuestos beneficiarios, incluso muchas de las plazas que se cubren hubiera sido preferible dejarlas desiertas. Si apuramos el argumento, el elevado arrepentimiento incluso induce a pensar que algunos de esos centros y carreras quizá no deberían haberse abierto. Y si nos atrevemos a encarar el futuro, también nos avisa de que, tarde o temprano, cuando dejemos de esconder la cabeza en la arena, habrá que reconsiderar su continuidad.
Más allá de algunos remedios paliativos, como sería aumentar el detalle de la información sobre empleabilidad, de modo que se conozca por cada centro, la racionalización del sistema pasaría por reducir la oferta de carreras de baja empleabilidad, incluidas muchas falsas especializaciones que en parte responden al interés de sus docentes en generar demanda y empleo para sí mismos; y, en paralelo, aumentar la de aquellas de mayor calidad y que tienen demanda real. La reducción es obviamente muy difícil; pero, para economizar en costes fijos y alcanzar los beneficios de una mayor densidad, debería contemplar al menos la fusión de centros y grados, huyendo de la proliferación artificial que intenta disimular la carencia de demanda.
Comparativamente, el aumento de la oferta parece menos conflictivo, pues todo aumento de recursos suele ser bien recibido por quienes lo disfrutan. Sin embargo, es igual, si no más, problemático. El motivo reside en esa curiosa anomalía, de escala en verdad planetaria, de que nuestras universidades se autogobiernen pese a que los presupuestos públicos cubran la mayoría de sus gastos. Si los indicios anteriores ya apuntan a que distribuyen mal los recursos disponibles, no procede confiar en que usen mejor los recursos adicionales. De hecho, lo más probable sería que muchas universidades destinaran gran parte de ese aumento de recursos a carreras y centros carentes de demanda, y cuya oferta no necesariamente alcanzaría estándares razonables de calidad.
La ley de universidades que acaba de pasar por el Senado y que se encuentra a punto de ser aprobada definitivamente por la Cortes asegura este resultado, ya que, por un lado, compromete a las administraciones públicas a aumentar los recursos, y, por otro, refuerza y politiza aún más el autogobierno universitario. Todo ello consagra el poder de los grupos de interés dentro de las universidades e impide una efectiva rendición de cuentas, no sólo a la sociedad sino incluso a los gobiernos autonómicos que han de financiar esas dotaciones. Mientras tanto, gaudeamus igitur.