Los cuentos que nos excusan
The Objective, 14 de diciembre de 2025
Todos los países se cuentan historias, quizá para soportarse: sus ciudadanos las necesitan. Los mitos funcionan como excusas: alivian la disonancia entre lo que hacemos y lo que decimos hacer. Sin esas ficciones —coartadas y sedantes— la vida pública sería un espejo demasiado nítido y, por ello, doloroso.
De ahí que nuestro escapismo favorito siga siendo el chivo expiatorio. Es el mecanismo clásico de la culpa desplazada: una criatura dócil, que absorbe responsabilidades ajenas sin rechistar. Cuando vienen mal dadas, basta señalar a “fondos buitre”, turistas depredadores o compradores extranjeros de viviendas. El chivo expiatorio está siempre disponible y es mudo; nos ahorra el esfuerzo de pensar. Mientras culpamos al proverbial buitre, evitamos mirar los impuestos que penalizan el esfuerzo y el ahorro, la maraña normativa que hace imposible construir viviendas nuevas o las falsas plusvalías que gravan la transmisión de las usadas. Indignarse es gratis; pensar no.
Otro mito muy socorrido es el del “capitalismo de amiguetes”, repetido con gesto de superioridad moral. Nos evita mirar a un “Estado de amiguetes” hipertrofiado, donde la norma se redacta pensando en el destinatario preferido y la excepción es el método. El mito permite denunciar las prebendas privadas sin rozar las públicas, mucho más opacas y lucrativas.
Se invoca la “generación mejor preparada”, una letanía tranquilizadora: si son los más formados, su futuro está asegurado. Pero los datos estropean la liturgia: las competencias medias de nuestros graduados apenas alcanzan al nivel de un bachiller holandés. El mito persiste porque facilita ocultar la realidad y eludir preguntas incómodas sobre exigencia, incentivos y responsabilidad. Es más fácil celebrar graduaciones que superar reválidas. Por muy falsos que sean, los títulos tranquilizan más que la evidencia de mediocridad.
Está también el mantra del “modelo productivo”, repetido con solemnidad tecnocrática. Querríamos dejar atrás una economía de camareros, pero mantenemos un IVA reducido que subsidia precisamente a la hostelería. La paradoja es obvia: culpamos al “modelo” resultante como si nuestras decisiones (al gravar poco el consumo) no estuvieran en su origen. Ese relato es útil porque nos permite exigir transformación mientras premiamos lo contrario.
En la Seguridad Social, el autoengaño roza la alquimia semántica. La fantasmal “hucha” de las pensiones se financia de hecho con deuda, como si se pudiera ahorrar con fondos prestados. Se afirma que las cotizaciones no son impuestos, aunque en un sistema de reparto pagamos hoy para financiar a otros, no para guardarnos nada. Y se habla de cotizaciones “a cargo de la empresa”, aunque, como cualquier coste laboral, recaen sobre el trabajador.
No es un caso único. Gran parte de nuestro derecho vive de cambiar nombres y significados para no admitir la realidad. Lo vemos claramente en el servicio doméstico, donde, durante años, el empleador desaparecía como tal para convertirse en “titular del hogar”, y el despido sin causa se disfrazaba de “desistimiento”. Y algo similar ocurre en nuestro derecho constitucional, tan flexible que permite reinterpretar la retroactividad al gusto, o usar la “función social de la propiedad” como comodín arbitrario.
Sucede también cuando pretendemos reducir el déficit público. La izquierda confía en lograrlo eliminando el “fraude fiscal” y la derecha suprimiendo el “gasto superfluo”. Ambas pócimas permiten exhibir virtud sin afrontar decisiones dolorosas: evitan tocar las partidas que de verdad mueven el presupuesto. Como descubrió Zapatero en mayo de 2010, el déficit no se controla sin ajustar pensiones o empleo y sueldos públicos.
Mientras tanto, se insiste en que el Estado es mastodóntico, pero, en realidad, respecto a sus funciones clásicas, nuestro Estado se está encogiendo. Entre 1995 y 2024 el gasto público real total aumenta de forma significativa, pero el grueso del aumento recae en protección social, especialmente pensiones, mientras que la inversión y los servicios generales pierden peso relativo. Se estima que, en los últimos quince años —y descontadas pensiones e incapacidad temporal— el gasto real ha caído en 17.000 millones. Lo que tenemos, en suma, es un Estado de bienestar con mucho bienestar y poco Estado.
Todos estos mitos cumplen su función: nos alivian, nos justifican y nos anestesian, ayudándonos a sostener una imagen tolerable de nosotros mismos. Ese consuelo cotidiano tiene un precio: empobrece el debate público y nos mantiene en una adolescencia cívica perpetua, siempre a la espera de que otro —el mercado, Madrid, Bruselas, “los de arriba”— nos resuelva las contradicciones que no queremos asumir.
Quizá por eso seguimos aferrados a nuestros amuletos favoritos, todos ellos diseñados para adormecernos y aplazar una madurez cívica incómoda. Ahí está el infalible “España va bien”, que resucita en cada burbuja para convencernos de que nada exige reformas; o el medieval “buen vasallo si hubiera buen señor”, tan útil para quienes prefieren imaginar líderes providenciales antes que asumir su propia cuota de deber cívico. Le sigue el confiado “como aquí no se vive en ningún sitio”, tan reconfortante que casi hace olvidar lo discreto de nuestro poder adquisitivo; y ese presunto “individualismo español”, que convive sin pudor con una obediencia dócil a todo tipo de curas: antes con sotana, hoy con dogmas woke. Todos ellos comparten la misma virtud: nos permiten seguir instalados en la complacencia, mirando hacia fuera cuando lo incómodo está dentro.
No basta con señalar estos mitos para que desaparezcan. Son resistentes porque nos permiten aplazar decisiones costosas. Pero la realidad no espera. Cada década perdida consolida reglas, hábitos y privilegios que luego se presentan como intocables. La madurez cívica no llega sola ni es cómoda. Exige renunciar a cuentos que nos excusan y aceptar que nadie vendrá a resolver contradicciones que seguimos negándonos a asumir.