Leyenda de Cataluña
The Objective, 19 de mayo de 2024
Tras las elecciones catalanas del pasado domingo, se ha debatido mucho esta semana sobre si se ha terminado o no el procés. El debate es superficial y equívoco.
El motivo más obvio es que el procés catalán significa a la vez mucho y casi nada. En general, se ha interpretado como una apuesta por la independencia. En realidad, lo era sólo por la desigualdad supremacista: tras las proclamas para adeptos, subyacía el viejo deseo de controlar desde Barcelona todo lo que se haga en Cataluña; pero sin dejar de determinar en Madrid lo que allí se decida sobre el resto de España. Ya lo dejaba bien claro Francesc Cambó cuando en 1917 defendía hacer de Cataluña la Prusia de los “Estados íberos”, de tal modo que unos pocos catalanes gobernaran España pero ni los demás catalanes ni españoles tuvieran nada qué decir sobre Cataluña: “autónomos y mandando en casa de los otros, sería la mayor de las imbecilidades el querer separarnos”. El procés nunca fue más que una artimaña para lograr más privilegios fuera de Cataluña y, sobre todo, seguir repartiéndolos selectivamente dentro de Cataluña.
Se explica así que el procés catalán haya mutado enseguida en una versión más del largo y atrabiliario proceso español. Si en 2017 un gobierno y un parlamento regionales jugaron a la secesión, para lo que pretendían constituir una entidad política a la antigua, sin separación de poderes ni garantía alguna de derechos civiles, desde 2018, con apoyo de los mismos protagonistas, es el Gobierno de la nación el que lleva camino e incluso amenaza hoy con eliminar dichos principios políticos en toda España. La operación en curso ya no es un mero juego cantonal de nuevos ricos supremacistas con ensoñaciones. No es una excursión de boy scouts manipulados por PhDs, sino que se aborda desde el Estado y utilizando toda la fuerza de su administración.
Desde esas fechas, el de Cataluña es un sainete complementario. Por supuesto que podría afectar al desarrollo del sainete principal, si Junts o Esquerra rompieran con Sánchez. Pero es improbable que Sánchez los anime a hacerlo; y, además, si lo hiciera, sólo abriría un entreacto lampedusiano. Incluso si accediera al poder el actual Partido Popular, ya que ese posible gobierno popular parece tener vocación de ser, como mucho, un paréntesis. Cabe incluso temer que, en algún escenario —Majestic bis mediante— diese aliento a un nuevo procés.
Se precipitan por ello quienes interpretan los resultados de las elecciones catalanas como un triunfo del constitucionalismo y una derrota del independentismo. Sobre todo porque es improbable que el PSC quiera nunca trascender su papel como maquinaria de poder para la captura y el reparto de rentas. Mucho menos el de iniciar la añorada apertura de la sociedad catalana.
Dice mucho de la incapacidad de Cataluña para renovarse el que buena parte de la burguesía catalana quiera ver en este PSC de la inmersión lingüística y el control de alquileres la continuidad de CiU, marginando lo antiguo de esas propuestas y olvidando que un juicio mínimamente serio atribuiría a CiU la responsabilidad principal por el estancamiento económico y la depauperación política y moral que padece Cataluña.
Un indicio revelador es que incluso la parte más managerial de esa burguesía persista —como acaba de hacer el Círculo de Economía— en excusar con la falsa infrafinanciación de Cataluña el infierno fiscal que han creado sus sucesivos gobiernos autonómicos. Como lo es el que en sus propuestas para aumentar la productividad ni siquiera mencione la necesidad de acabar con una fiscalidad española que favorece tanto el consumo como castiga el empleo, el esfuerzo, el ahorro y la inversión.
Pese al apoyo de estas supuestas élites y sus esfuerzos por ser el gran partido de centro, el éxito del PSC es, además, relativo. Es cierto que su apoyo electoral ha aumentado mucho respecto a elecciones previas, subiendo ahora al 27,7 % desde un mínimo del 12,7 % en 2015. Pero su resultado actual está aún más de diez puntos por debajo del flamante 37,8 % que obtuvo en 1999.
No ha sido el PSC el único partido en exagerar su éxito. El PP genovés se apresuró a celebrar el salto de los míseros tres diputados al que le habían condenado sus errores de 2021 a sus quince diputados actuales, correspondientes al 10,9 % de votos. El aumento lo deben por entero a un Alejandro Fernández al que la dirección nacional de su propio partido parecía preferir que fracasara y a quien, a juzgar por sus movimientos posteriores a las elecciones, siguen queriendo depurar.
Este pertinaz sabotaje interno del liderazgo explica que el PP haya fracasado en su intento de reducir su principal rémora de cara a las elecciones generales. Pese a lo errático de sus políticas y en contra de los pronósticos iniciales, Vox no sólo ha mantenido sus once diputados, sino que ha aumentado ligeramente sus votos, hasta el 7,9 % (como también los aumentó hace meses, por cierto, en las elecciones gallegas, caso aún más revelador por tratarse de voto “inútil”, al carecer de representación parlamentaria). Si el PP hubiera tenido una política coherente y su dirección no hubiera boicoteado a Fernández, el voto de Vox hubiera caído en Cataluña tanto o más de lo que cayó en la Comunidad de Madrid en 2023.
Feijóo haría bien en corregirse, porque esa es una de las batallas en las que se jugará su destino en las próximas y quizá inminentes elecciones generales. O Vox tiene una base inquebrantable mucho más sólida de lo que se pensaba o, más probablemente, mucho votante potencial del PP sigue sin fiarse de que ese partido pueda representar sus intereses mientras siga en manos de líderes tan socialdemócratas y complacientes con el nacionalismo. Pese a la insólita deriva de Vox, ese votante sigue dando su apoyo a Vox con la intención, quizá vana, de recordar al PP que reincidir en un pacto del tipo del Majestic de 1996 supondría la desaparición del partido en Cataluña. Apoya esta idea el que, según la matriz de transferencia de voto de Sociométrica, el PP haya recibido, en términos netos, unos 106.500 votos provenientes de la abstención pero apenas 11.500 de Vox, menos que los 19.500 que arañó al PSC; o que, entre la abstención, el PSC y Vox, éstos se hayan repartido casi tantos antiguos votantes de Ciudadanos como los que acabaron votando al PP.
Los éxitos casi pírricos de PSC y PP no son peores que los de los demás partidos. De hecho el único bloque claramente victorioso ha sido el de la abstención, que, al alcanzar el 42,1 %, ha aumentado hasta cotas que —fuera de la pandemia— no veíamos desde 2006: la abstención cayó ininterrumpidamente desde el 44 % en 2006 al 20,9 % en 2017.
Este resurgir de la abstención es coherente con la mencionada españolización del procés: el electorado es consciente de que el futuro de los catalanes no se juega en las autonómicas sino en las generales. No sería mala noticia si se quedara ahí. Tanto los datos demográficos como económicos permiten argumentar, como hice en estas páginas hace un tiempo, que Cataluña prospera más cuando cuenta con menor autogobierno.
Una explicación de esta aparente anomalía es que la fortaleza de los lazos personales que caracteriza a la sociedad catalana impide el funcionamiento de un moderno estado de derecho, basado en el imperio de la ley y la igualdad entre ciudadanos. Vicens Vives incluso situaba la piedra angular del carácter catalán en el pactisme, la capacidad para resolver todos los conflictos sobre la marcha, y (cabría añadir) haciendo la ley a la medida de la ocasión. No apreciaba suficientemente que esa contingencia de las soluciones nos retrotrae, ya no al Antiguo Régimen, sino a la Edad Media.
En esta línea argumental, el problema de España es hoy, precisamente, que se ha contagiado del medieval pactismo catalán. La mejor prueba de ello es el desprecio que tanto el Gobierno como la mitad de los españoles que lo apoya exhiben respecto a las reglas constitucionales. Si estoy en lo cierto, en el fondo, lo que está en juego es si prevalece o no la voluntad de sustituir la Constitución por la expresión contingente de la voluntad popular expresada cada día en sede parlamentaria. Basta mirar un instante a la historia de nuestros dos últimos siglos para saber dónde acabamos cada vez que sucumbimos a semejante tentación despótica.